—¿Estamos ante un libro de autoayuda?
—¿Otra vez?
—¿Qué quiere decir?
Vale, le habla de usted. Mejor así.
—Que me hizo la misma pregunta hace un año, cuando acababa de publicar el libro anterior. Y entiendo que me la hiciera entonces, porque allí explicaba mi técnica de meditación, pero ahora la encuentro fuera de lugar.
—Entonces también encontró inapropiada la pregunta.
Ya empiezan las provocaciones.
—Bueno, pregunte usted lo que quiera, claro, es el entrevistador, pero me sorprende que en vez de preguntarme por el contenido del libro, empiece de esa forma tan… agresiva.
—Responda usted lo que quiera. Es su derecho como entrevistado.
Es listo, eso no puede negarse. Es astuto. Y esa mirada, tan… irónica, esa mirada tan… impertinente…
—No, no es un libro de autoayuda, es un libro más bien filosófico. Casi podría decir que es científico. Yo he desarrollado mi propia técnica de meditación, y la explicaba en el libro anterior. Eso podría considerarse autoayuda, si usted lo quiere…
—No, yo no lo quiero. Yo solo pregunto.
Es inútil protegerse. Siempre encuentra una grieta.
—Bueno, estaría justificado que pensara que aquel era un libro de autoayuda, porque los lectores podían aprender la técnica y usarla en su propio beneficio. Pero ahora, en este libro —y pone la mano sobre el ejemplar que reposa en la mesa—, lo que hago es informar de algo que he conseguido gracias a la utilización de esa técnica, y no lo hago con la intención de explicar una experiencia personal, sino para dar a conocer lo que mi experiencia enseña sobre la naturaleza de la mente humana.
—La naturaleza de la mente humana…
¿Está sonriendo? No, consigue esa expresión con la que le da a entender que le está sonriendo sin que lo parezca. Sonrisa irónica, sonrisa… pícara…
—Sí, eso he dicho.
Ya le brilla el labio inferior, ya se le ha formado esa humedad, esa leve capa de saliva…
—“Yo, el que mueve los hilos” —el entrevistador señala con el dedo el título del libro; él retira la mano de la cubierta con una brusquedad de la que se arrepiente inmediatamente—. Si hay en nosotros alguien que mueve los hilos, también hay una marioneta.
¡Ya va directo!
—Bueno, no hay que interpretar literalmente las alegorías que se utilizan para ayudar a hacer entender una idea que, al desnudo, puede resultar complicada para el público en general. Gracias a mi técnica de meditación he llegado a ser capaz de diferenciar lo que llamo el yo ejecutor de lo que llamo el yo director, y para ayudar a entender lo que son el uno y el otro los comparo, es cierto, con una marioneta y con el titiritero que la hace actuar moviendo los hilos. Pero no es exactamente lo mismo. La marioneta no tiene vida, no puede moverse por sí misma. El yo ejecutor, sí. Lo llamo “ejecutor” porque tiene la capacidad de ejecutar acciones, y eso requiere no solo la capacidad de moverse, sino también la de saber lo que se hace. Y el yo director se llama así porque dirige. Como un director de cine: dirige a los actores, pero no los mueve. Les dice lo que tienen que hacer y ellos lo hacen a su manera.
—Si usted me cambia la alegoría, yo le cambio la pregunta. Un actor tiene una cierta autonomía. A veces, la manera como obedece las instrucciones del director va más allá de las propias instrucciones que ha recibido y las supera. A veces un buen actor eclipsa al director, y a veces lo hace, incluso, desobedeciéndole. ¿Puede rebelarse el yo ejecutor y actuar autónomamente?
Tocado.
—Está usted… estirando demasiado la alegoría. Mire: normalmente, el yo director y el ejecutor están mezclados. Empezaré por el principio —y se reacomoda en la silla, buscando una postura en la que afianzarse; la media sonrisa irónica del otro se hace más evidente—. La conciencia, la forma de conciencia superior que tenemos los humanos, consiste no solo en darse cuenta de lo que uno hace, sino en darse cuenta de que es uno quien lo hace. Es conciencia de sí mismo. Eso permite que nuestra conducta sea muy eficiente. Vamos analizando las consecuencias de lo que hacemos y ajustando nuestra conducta para mejorar esas consecuencias. Pero, probablemente, eso lo hacen también otros animales. Nosotros podemos, además, prever el resultado de nuestras acciones futuras, y eso lo hacemos colocándonos explícitamente a nosotros mismos en el escenario futuro y ensayando diversos comportamientos para ver lo que pasa. Todos sabemos hacer eso y lo hacemos todo el tiempo. Y esa representación de nosotros mismos la controlamos completamente. Pensamos: “Si hago esto, pasará aquello”. Esa representación no tiene vida propia, esa sí que es una marioneta. Pero cuando vivimos en el presente, cuando tenemos que reaccionar de manera inmediata a lo que sucede en ese momento, la cosa cambia. Ahí perdemos la conciencia de la distinción entre decidir y hacer. Es una distinción que tenemos clara cuando enfocamos al pasado para analiza las consecuencias de lo que hemos hecho, o cuando enfocamos al futuro para prever las consecuencias de lo que podemos hacer, pero que olvidamos en el presente, arrastrados por el torbellino de lo que sucede, que es un flujo imparable y nos sobrepasa. En el presente actuamos atolondradamente, impulsivamente. Desbordados. Por no hablar de impulsos atávicos, emociones, mecanismos de defensa… Yo he conseguido, gracias a la claridad mental que proporciona mi técnica de meditación, tener la misma conciencia de mí mismo cuando actúo en el presente que cuando evalúo las consecuencias de mis posibles acciones futuras.
—Perdone, pero no veo que su disgresión conteste a mi pregunta. En ese torbellino del presente, ¿no podría ser que el ejecutor tomara sus propias decisiones.
Siente como si le hubiera atado una correa al cuello y estuviera tirando de él. Intentando disimular el gesto, tira con dos dedos del cuello de la camisa. Se da cuenta de que está empezando a jadear.
—¡No! ¡Le digo que no! —su vehemencia lo delata y lo sabe— A usted puede que le pase, pero a mí no —ya está entrando en el fango—. Por eso he escrito el libro, que se vende muy bien. Por eso estoy dando conferencias que siempre están llenas, por eso me está entrevistando usted. Porque he descubierto la manera de alcanzar un nuevo nivel de conciencia. Por encima de la conciencia de lo que sucede, está la conciencia de mí mismo actuando. Para mí, por encima de esa conciencia de mí mismo actuando, está la conciencia de mí mismo decidiendo cuál va a ser mi actuación. Esa conciencia lleva implícita la conciencia de la diferencia entre decidir y actuar, y al alcanzar esa conciencia, se abre un nuevo panorama. En él, uno se ve con toda claridad a sí mismo decidiendo, se ve con toda claridad a sí mismo actuando, y ve con toda claridad las consecuencias que tiene su actuación en el mundo que le rodea. Ve esas tres cosas como aspectos totalmente diferentes, igual que ahora usted y yo estamos viendo mi libro y la botella de agua sobre la mesa y sabemos perfectamente que el libro es una cosa, la botella de agua es otra, y la mesa es otra. Que mi yo ejecutor haga algo diferente de lo que ha decidido mi yo director es tan imposible como… por ejemplo, que yo vierta el agua de la botella sobre el libro y el libro se aparte para no mojarse.
No mojarse, apartarse para no mojarse: eso es lo que se dice a sí mismo que tiene que hacer.
—Queda claro —afirma el entrevistador, e inclina la cabeza para leer las notas que sujeta en su mano derecha, que reposa en la entrepierna—. “El yo director es impasible y compasivo”, escribe usted —y le mira directamente a los ojos, inquisitivo, acusador—. Si es impasible, se está perdiendo algo, algo importante: los placeres, los afectos… Alguien podría decir que ese yo director no es más que un centro de control y que, según esa visión suya, las personas deberíamos funcionar como robots.
Esa piel de la cara tan tersa… ¿cómo conseguirá que el afeitado se la deje así? Con cremas, con lociones…
—Bueno, no, el yo director es distante pero no indiferente. Eso le permite ser compasivo. Es cierto que quien siente, quien sufre o goza, es el yo ejecutor. El yo director es consciente del goce o sufrimiento y, serenamente, se conforta o se compadece con ello. Percibe lo que siente el yo ejecutor, pero no le afecta hasta el extremo de desequilibrarlo. Por eso digo que es impasible. Y es compasivo porque el sufrimiento no le duele a él, él compadece al yo ejecutor cuando percibe que está sufriendo.
—Su esposa es una reputada neurocientífica. ¿Intercambia con ella puntos de vista?
Le desconcierta el giro repentino.
—Bueno, intercambiamos ideas, claro. Tenemos un interés común en la mente humana. Pero eso no es lo fundamental en nuestra relación, como es lógico. Y aunque tengamos ese interés común, cada uno tiene su enfoque. Su abordaje de la mente es desde la experimentación. Y, para que quede claro: mi esposa no es responsable de lo que he escrito; si lo fuera, su nombre aparecería junto al mío en la portada.
—¿Y no han pensado en la posibilidad de que su esposa verifique experimentalmente su concepción de la mente?
—No —aquí es tajante y está convencido de que tiene derecho a serlo: ella ha de quedar al margen.
—Entiendo. Y con respecto al sexo…
¿Qué? ¿Cómo se atreve? ¿Qué espera que conteste? Solo puede hacer una cosa: levantarse y salir de allí sin despedirse. Pero le excita la situación, la tensión que se ha creado. Es una excitación malsana, sí, pero…
—Con respecto al sexo… perdone que vuelva a una pregunta anterior; me gustaría que, si puede ser, concretara un poco más su postura. El sexo produce un placer intenso y también suele ir acompañado de una gran intensidad emocional y afectiva. ¿Quién siente ese placer, esa emoción, ese afecto, el yo director o el yo ejecutor?
Le ha descolocado. La conexión entre su esposa y el sexo… ¿era intencionada o solo la ha imaginado él? Está confuso, tarda en pensar la respuesta. Solo consigue fijarse en la frente del entrevistador, en la perfección de la línea oblicua que traza sobre ella el flequillo, sin ningún cabello que se desvíe. Su desorientación es evidente.
—Veo que le sorprende la pregunta. Le explicitaré la intención con que la planteo: de acuerdo con sus respuestas anteriores, el sexo debería gozarlo el yo ejecutor. El yo director solo debería sentirse… confortado, ha dicho usted. El yo director, esa forma superior de conciencia que usted dice haber descubierto, se sentiría confortado, únicamente confortado, como consecuencia del sexo. Confortado: solo eso. ¿No se está perdiendo algo importante, ese yo superior? Alguien diría que se está perdiendo lo mejor de la vida…
—¿Lo mejor de la vida es el sexo?
La mejor defensa es un buen ataque.
—Sí.
¡Le obliga a entrar en un cuerpo a cuerpo!
—Bueno, es una opinión.
—La de la mayoría de nuestros lectores, según una encuesta reciente. Por eso les interesará que responda usted a esto: ¿Qué siente el yo director durante el sexo?
El sexo entre hombres no le provoca ninguna repugnancia moral, pero sí una invencible repugnancia física. Ahora, sin poderlo evitar, la mente se le llena con el recuerdo del sabor del pene del otro en su boca, y la intensidad del asco que le provoca solo puede compararse con la intensidad del deseo de repetirlo. El deseo de repetir aquella experiencia, de entregar su cuerpo a un hombre por segunda vez. De entregarse a aquel hombre, someterse, sentirse marioneta en sus manos. Un deseo que se lleva por delante cualquier repugnancia, cualquier prevención, cualquier duda, como una ola potente que deshace inexorablemente el castillo de arena que encuentra al llegar a la orilla. ¿Qué hacen allí sentados, vestidos, hablando de abstracciones, cuando podrían estar repitiendo aquello?
Y lo repiten.
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