Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
Una cuestión de gravedad

Una cuestión de gravedad

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La noche del día en que cancelaron su proyecto, Max tardó muchas horas en dormirse. Cuando por fin lo consiguió, tuvo un sueño. Era una mañana soleada después de un día de lluvia. Iba al colegio con su hermana, jugaban a perseguirse. Él la alcanzó, la sujetó por la cintura, rieron los dos un momento y luego salió corriendo a toda velocidad. Vio un gran charco delante, era demasiado tarde para desviarse, dio un salto. Mientras volaba, calculó que no había saltado lo suficiente: iba a caer en medio del agua. Entonces hizo un esfuerzo más y, cuando ya estaba a punto de tocar la superficie, remontó ligeramente. Sobrevoló el agua. Siguió esforzándose, tensando todo el cuerpo. En realidad no le costaba demasiado, casi bastaba con desearlo. Pasó el charco, iba a aterrizar pero vio que un poco más allá había otro, podía sobrevolarlo también, quería seguir volando, no quería tocar el suelo todavía, todavía podía seguir un poco más. Y entonces despertó y, en un acto reflejo, se incorporó. ¡Aquello había sucedido! ¡De niño él era capaz de volar! Luego se olvidó de hacerlo, olvidó cómo lo hacía y olvidó que lo había hecho, pero ahora el sueño se lo hacía recordar. Aprendió a correr, aprendió a saltar y luego aprendió a prolongar los saltos todo lo que quería. Aprendió a vencer la gravedad.
Apoyó la espalda en el cabecero de la cama, aplastado por la catarata de ideas que le había venido de golpe a la mente.
Que ningún científico había tenían en cuenta hasta entonces todos los hechos relacionados con la gravedad: su habilidad infantil violaba todas las teorías conocidas.
Que todavía quedaba tiempo, todavía le quedaba hasta final de año. Teóricamente debía dedicarse a acabar de recopilar los datos obtenidos, procesarlos y prepara el memorándum final. No podía efectuar nuevos experimentos. Teóricamente. En la practica, lo cierto es que todavía le quedaba tiempo.
Que la sonrisa irónica de Alex cuando le comunicaron la cancelación podía revertirse. Con toda seguridad Alex veía la cancelación como un gran triunfo, quizá el definitivo. Provocaría que su carrera quedara marcada para siempre por aquel descomunal fracaso y quizá ya no podría remontar: bajo su dirección, el proyecto mejor dotado en la historia del centro había sido un fiasco. Pero le quedaba hasta final de año, todavía estaba a tiempo de conseguir que aquella sonrisa se le congelara a Alex en la cara cuando viera que la investigación levantaba el vuelo inesperadamente.
Que debía haber una conexión entre su hipótesis sobre la gravedad cuántica de bucles y la capacidad que había tenido de niño de prolongar indefinidamente los saltos. De entrada era imposible de ver, pero tenía que haberla. Él estaba convencido de que su hipótesis era correcta, de que era la explicación definitiva de la gravedad, y, por otra parte, de niño hacía algo que no podía explicarse mediante ninguna de las teorías conocidas. Por fuerza tenía que poder explicarse mediante la suya, puesto que era correcta, y si conseguía explicar un fenómeno que ninguna otra teoría podía explicar, la suya quedaría definitivamente demostrada.
Estuvo mucho tiempo dando vueltas a todo aquello hasta que al fin le pudo el sueño y volvió a dormirse. Le despertó el timbre. Se levantó, desorientado, y se tuvo que apoyar en la pared del pasillo mientras iba hasta el descansillo para contestar. Era su hermana. Se dejó caer en el sofá del salón mientras esperaba que ella subiera. Era ya mediodía.
—He venido para sacarte de casa. Vamos a comer por ahí.
—¿Por qué?
—Porque te conozco. Si no, te pasarás todo el fin de semana aquí encerrado, lamiéndote tú solo las heridas.
—Se me ha ocurrido una idea que quizá le dé la vuelta a todo— se anima él de repente.
—En el restaurante me lo cuentas. Vámonos. Vístete, anda.
Su hermana era su amiga. Su mejor amiga. Su única amiga, en realidad. Desde niños. La unión entre ellos no había llegado a romperla ninguna de las catástrofes que habían vivido. Al contrario: la habían reforzado.

—Ayer estuve en el cementerio— dijo ella mientras esperaban que les trajeran la comida—. Esta semana ha sido el aniversario. Te has acordado, supongo.
—Sí, claro.
—Tú… no vas nunca, ¿verdad?
—No. Me pone triste, no quiero pasarlo mal. Y además, ¿para qué? Los papás no están allí. No están en ningún sitio.
Sus padres habían muerto cuando ellos aún eran niños en un accidente de tráfico con el coche nuevo del que tan satisfecho estaba su padre. «No es un coche, es un avión» dijo premonitoriamente cuando lo trajo a casa desde el concesionario.
—Ya —dijo su hermana—. Perdona, no tenía que haber sacado el tema en un día como hoy. Lo importante ahora es que te animes, que no te tomes lo que te ha pasado muy a la tremenda.
—Ha sido Alex —responde él—. Siempre hemos competido, desde que éramos estudiantes, y él siempre intenta hacer trampas.
—A mí Alex me parece un buen chico. No te hagas mala sangre, Max.
—Hace poco me pilló con la guardia baja. Yo no soy como él, no estoy siempre a la defensiva. Se hizo el encontradizo, fuimos a tomar un café, hablamos de los viejos tiempos y, cuando ya me tenía donde quería, me preguntó por el proyecto. Yo fui… demasiado sincero. Y demasiado pesimista, tenía un mal día. Solo le hablé de retrasos y… en fin, de problemas. Siempre los hay. Estoy seguro de que corrió a explicarlo a los otros miembros del comité, y estoy seguro de que les dio una versión apocalíptica de lo que le dije.
—Cuanto antes dejes de darle vueltas, mejor. Las cosas con como son.
—Y los otros… los otros también son todos unos cabrones. Por hacerle más caso a él que a mí. Y unos hipócritas. Todo eran sonrisas y palmaditas en la espalda. «Confiamos plenamente en usted». ¿Cuántas veces me lo han dicho? Y luego, al primer contratiempo, me cortan la cabeza.
—Estoy segura de que exageras muchísimo. No me cansaré de repetirlo, Max: tu obsesión por ser siempre el mejor te hace un desgraciado. Es la causa de todos tus problemas.
Él se remueve en la silla, incómodo. Y mientras la camarera les sirve, piensa que él es así, esa es su vida, no puede ni siquiera imaginar otra. Pero no es del todo cierto: recuerda otra vida. La de antes del accidente, la vida feliz, con sus padres y su hermana. Entonces vivía de otra manera. Jugaba, reía. Cuando competía con alguien era por divertirse. No sentía la amenaza que ahora siente, como un puñal en la nuca que se le clavará en el momento en que se quede atrás. Ahora mismo, hundido en el fracaso, puede sentir el pinchazo de la punta del puñal en la piel.
Aquello, la vida feliz, acabó, y después no le quedó más remedio que emprender el camino que ahora seguía. ¿Cómo podía haber sobrevivido en la institución en que lo internaron tras el accidente, separado de su hermana, si no era destacando por encima de todos? Nadie lo quería, allí, y no esperaba que nadie lo quisiera nunca más. Nadie excepto su hermana. Pero siendo el mejor conseguía que los profesores le trataran con una cierta consideración, con una actitud que se parecía remotamente al cariño. Así podía intentar escapar a las burlas y los abusos de sus compañeros, alejándose de ellos, aferrándose a algo que estaba por encima de ellos, aferrándose a los profesores. Ser el mejor era una cuestión de supervivencia.
—¿Cuál es esa idea de la que querías hablarme? —le preguntó su hermana cuando empezaron a comer.
Entonces él entendió algo fundamental: el momento en que perdió la capacidad de volar fue el accidente. Antes lo hacía cuando quería, con su hermana, en la calle, en el patio del colegio. Durante la parte feliz de su infancia era capaz de vencer la gravedad; durante la parte desgraciada, ni se le ocurría. Por eso debió olvidarlo, porque no lo practicaba, porque en aquella institución no tenía el menor interés en hacerlo, porque allí no podía hacer nada que requiriera sentirse bien. Sentirse bien, sentirse… feliz, debía ser la condición necesaria para poder vencer la gravedad. Pero, desde el punto de vista de la física, esa condición era absurda, no había manera de relacionarla con ningún fenómeno físico. Era un callejón sin salida.
—Bueno, veo que te lo piensas —dijo su hermana ante el silencio de él—. Debe ser muy técnico. Si es muy técnico no te esfuerces en explicármelo, no lo entenderé. Ya me conoces.
—Sí, es muy técnico —respondió él después de un instante más de vacilación—. No vale la pena.

Pasaban los días y él casi ni se enteraba. Vivía como un zombi. En el laboratorio funcionaba mecánicamente: total, lo único que había que hacer era ir cerrando. No pensaba, casi ni hablaba. Sus ayudantes murmuraban delante de él sobre el estado en que le había dejado la cancelación del proyecto. Porque aquella idea llenaba toda su mente. Era una idea fija pero, además, era una idea inmóvil, inmutable. Él había sabido vencer la gravedad, para hacerlo necesitaba un cierto estado de ánimo, y eso no podía tener explicación física. Pero debía tenerla, todo tiene una explicación física. Pero no podía tenerla, el estado de ánimo no es una magnitud física. Y era como si una enorme mole de hormigón se hubiera incrustado en su cerebro y le impidiera llevar a cabo con normalidad las funciones habituales.
“Una medida precisa de las fluctuaciones de la energía del punto cero”, leyó en la pantalla de su ordenador. Otro de los objetivos que no se había alcanzado. Ni siquiera habían podido intentarlo, porque esa medida sería una consecuencia natural de la consecución del objetivo principal. Nivel de compleción: cero. Uno más. En otras circunstancias habría improvisado una conexión entre ese objetivo y alguno de los trabajos que se habían hecho, y así habría podido argumentar que se había iniciado el camino para cumplirlo. Ya no habría sido un cero. Pero ahora le daba igual. Nivel de compleción: cero. A la mierda con todo.
Levantó la vista y vio que al otro lado de la mesa había una pareja mirándole. Se dio cuenta vagamente de que el chico le había preguntado algo, pero no tenía la menor idea de qué.
—¡Es increíble! —oyó que decía la chica— ¡No se entera de nada! ¡Está en otra onda, el tío!
—¿Qué? —exclamó él, exaltado.
—Perdón —dijo la chica, y se tapó la boca.
—Ahora no puedo atenderos. Volved más tarde —y les hizo gestos con las manos indicándoles que se alejaran.
La gente dice esas cosas: estoy en la onda, estamos en la misma onda, estoy fuera de onda. Y no solo eso. «Me da buenas vibras», «Hoy tengo malas vibras». Vibraciones: ahí sí que hay una magnitud física. La gente describe sentimientos o estados de ánimo haciendo referencia a ondas y vibraciones. ¡Y tienen toda la razón! ¡Las fluctuaciones del vacío cuántico producen la estructura de la materia, del universo, de todo lo que hay! Y por fin apareció en su mente lo que estaba necesitando más que el aire que respiraba: una hipótesis. Intentó formularla con palabras: Los estados de ánimo puede tratarse como una oscilación (de momento no importa de qué, eso se determinará más adelante en una investigación multidisciplinar) y son tanto más positivos cuanto más se aproxima su frecuencia a la fluctuación de la energía del vacío cuántico. En el extremo, esa frecuencia puede llegar a igualarse con la frecuencia de resonancia de la fluctuación del vacío cuántico, y como consecuencia del aumento de amplitud, se altera la espuma cuántica en contacto con el sujeto, de forma que se modifica su comportamiento gravitatorio. ¡Sí, lo tenía! En una rápida deducción preliminar de consecuencias, concluyó que, entendiendo bien el proceso y fijando con precisión los valores de las diversas magnitudes involucradas, podría obtener un mismo valor para la constante cosmológica desde el punto de vista cuántico y desde el gravitatorio, resolviendo por fin el problema de la catástrofe del vacío. ¿Cómo se le quedaría la cara a Álex, cuando lo consiguiera? ¿Y a los otros imbéciles del comité?
Aquel entusiasmo inicial solo le duró el tiempo que tardó en darse cuenta de las dificultades insalvables a que se enfrentaba para establecer una línea concreta de investigación. No podía medir la frecuencia de la oscilación asociada a los estados de ánimo, no tenía la menor idea de cómo podría hacerse. Y si no tenía esa medida, no tenía manera de relacionarla con la frecuencia de resonancia de la fluctuación del vacío. No podía plantear ningún experimento centrado en algo que no podía medir. No, la cosa era aún mucho peor. No tenía ni siquiera una observación a partir de la cual diseñar un experimento. No conocía ningún caso de alguien más que fuera capaz de vencer la gravedad como lo hacía él de niño. Si se hubiera publicado algo parecido, él se habría enterado. Y ni siquiera podía experimentar consigo mismo: había perdido aquella habilidad hacía mucho. A no ser que… Tragó saliva. Había una posibilidad, pero… ¿sería capaz?

—Te encuentro muy cambiado, Álex. No me pareces tú —le dijo su hermana.
—En un sentido positivo, espero.
—¡Sí! ¡Me encanta verte así de animado, así de contento! ¿Es por aquella idea que me dijiste que se te había ocurrido para intentar salvar el proyecto?
—Bueno, sí, estoy tratando de llevar adelante aquella idea, tengo esperanzas en ella. Pero no es eso. He decidido tomarme la vida con optimismo, con una actitud más… alegre. El proyecto no es lo único importante.
—¡Oh, Álex, me encanta! —y le toma la mano y le da unos apretones suaves— ¿Y cómo ha sido? ¿Estás yendo a terapia? ¿Tomas alguna medicación?
—¡No, qué va! —ríe él— Ya sabes que no me gustan esas cosas. Lo que no pueda hacer yo por mí no puede hacerlo nadie.
—Es que… ¡Me dejas tan asombrada! Pero, nada, me parece perfecto. Adelante con ello.
Llevaba días intentándolo y le estaba costando muchísimo. Pero no había otro camino, tenía que hacerlo. La única posibilidad de demostrar que tenía razón pasaba por volver a ser capaz de vencer la gravedad, como hacía de niño. Y para conseguirlo no le quedaba más remedio que intentar recuperar aquel estado de ánimo feliz y confiado que tenía entonces, antes de que murieran sus padres. Le estaba costando tanto que empezaba a pensar que sería un esfuerzo inútil. Pero entonces se le ocurrió que con su hermana sería más fácil. Con ella no tenía ninguna reticencia, solo sentimientos positivos. Y aquella actitud que él trataba de recuperar la habían compartido ellos dos en el pasado. De hecho, ella no había cambiado mucho. Las desgracias no la habían convertido en una persona taciturna y tristona como él. Seguía siendo alegre, optimista, positiva. Lo que él necesita. Con ella sería más fácil. Por eso le había pedido que se vieran. Y estaba funcionando.
«El proyecto no es lo único importante» —se repetía para autoconvencerse. Pero no lo estaba consiguiendo. No llegaba a creérselo. ¡Si estaba haciendo aquel esfuerzo descomunal de voluntad era solo para intentar salvar el proyecto! Pensaba en el proyecto y se crispaba. No podía dejar de tomárselo en serio, y no podía dejar de ver que estaba a un paso de fracasar; cada vez quedaba menos tiempo. No podía tomarse el proyecto con alegría y optimismo; la única solución era reducir su importancia y dedicarse a otras cosas. Pero le estaba costando. Inmediatamente después de decirse que el proyecto no es lo único importante se preguntaba: «¿Y qué otra cosa hay?» Y solo encontraba la nada, el vacío. Un vacío absoluto, sin fluctuación, sin energía. No le interesaba nada más. Excepto su hermana. Ella sí que le interesaba.
Analizando aquel estado de ánimo infantil que quería recuperar, se dio cuenta que, en contraste con su talante actual, había algo básico en él: una actitud abierta y confiada con respecto a la gente que le rodeaba. Era una actitud ingenua pero no tanto, porque recordaba que era consciente de que la gente a veces dice mentiras, y que se enfadan, y que se pelean. Pero eran situaciones un poco excepcionales. Podría decirse que era confiado pero también prudente, aunque eso sea demasiado decir tratándose de un niño. Al final llegó a definir lo que recordaba de aquella actitud con una palabra que le pareció satisfactoria: armonía. Aquel niño vivía en armonía con los que le rodeaban. Y aunque esa armonía se rompía a veces, esas ocasiones eran excepcionales y puntuales, algo así como perturbaciones locales que no llegaban a alterar el equilibrio del sistema. Eso tenía que hacer él ahora: vivir en armonía con los que le rodeaban. Con su hermana había sido siempre así, y con ella no le costaba adoptar la actitud que buscaba. Ahora se trataba de estar en armonía también con el resto y poder mantener siempre esa actitud.

En el laboratorio estaban asombrados por el cambio que había experimentado. «¡Si es que está más contento que al principio, cuando creíamos que lo conseguiríamos!», constataba uno. «Le habrán ofrecido algo mejor», sospechaba otra. «Le voy a preguntar qué pastillas está tomando, yo también quiero estar así», comentaba un tercero. Empezó a bromear, y eso provocó alguna situación incómoda. Jamás nadie le había oído nunca ninguna broma, y por tanto no entendían lo que estaba pasando. Interpretaban sus palabras literalmente y quedaban desconcertados. Pero poco a poco todo se fue reacomodando y empezó a haber allí un clima animado y optimista, a pesar de las circunstancias.
Periódicamente Max se preguntaba si estaba ya en condiciones de empezar a saltar más allá de lo que la gravedad convencional permitía, pero la respuesta que se daba era siempre negativa. Estaba cerca, sí, pero aún no había llegado a recuperar el estado de ánimo infantil. Y sufría un cortocircuito: si no lo conseguía, no podría demostrar que tenía razón, y ese pensamiento le hundía otra vez en la desesperación y la negatividad. Y hundido en la negatividad era imposible que lo consiguiera. Esforzándose, conseguía remontar y volver a la actitud positiva, pero el tiempo corría y el fracaso estaba cada vez más cerca. Cada vez era más difícil permanecer optimista ante esa idea. Algún día, cuando ya no quedara tiempo, no podría remontar y volvería a estar como antes. Como antes, no. Peor. No solo tendría que digerir un fracaso científico, sino también uno personal. Un fracaso de voluntad. Nunca había fracasado en eso.
«¿Qué me falta?» —se preguntaba. Y un día de especial clarividencia percibió las cosas como eran. En su horizonte interior todo estaba bien, todo era diáfano y luminoso excepto una gran sombra negra: el proyecto. Un gran peso, una gran mole oscura que desequilibraba su estado de ánimo. Y analizó de dónde venía aquella oscuridad y aquel peso muerto. Era lo más importante que había intentado en su vida y estaba a punto de fracasar. De acuerdo. ¿Y qué? Todos fracasan alguna vez. De los grandes científicos solo se recuerdan sus grandes descubrimientos, pero si se hiciera una lista de sus fracasos, sería mucho más larga. No se acababa el mundo. Seguiría trabajando, volvería a dar clases, volvería a intentarlo cuando se presentara la ocasión. Y si no llegaba, tampoco era tan grave. Podía estar satisfecho de lo que había sido su carrera profesional hasta entonces, y todavía le quedaban muchos años por delante para volver a levantarla. Al verlo así, la oscuridad que rodeaba la idea del proyecto se iba desvaneciendo, pero no del todo. Aún quedaba una zona de sombra, un núcleo irreductible, una especie de agujero negro que engullía la luz a su alrededor. Y, esforzándose por llegar a entender lo que había dentro de ese agujero negro, tuvo la visión precisa: la cara de Alex sonriendo irónicamente. ¡Cómo odiaba a Alex! Podía tolerar que la investigación hubiera fracasado, podía tolerar todas las consecuencias que derivaban, volver a dar clases, incluso tener que volver a empezar, incluso había llegado a tolerar el desprestigio profesional… pero lo que no podía tolerar era la sonrisa irónica de Alex. Ese le parecía un muro infranqueable.
Lo analizó muchas veces de arriba abajo y de abajo arriba, de dentro a fuera y de fuera adentro, del derecho y del revés, y no había alternativa: tenía que dejar de odiar. El odio era el peso del que aún no había conseguido desprenderse. De niño no odiaba. Podía enfadarse con alguien, incluso había niños que no le caían bien, pero no los odiaba. Los ignoraba, intentaba evitarlos, pero no los odiaba. Tenía que dejar de odiar. A Alex y también a los demás. Dejar de odiar a los demás no le parecía imposible, pero a Alex sí. Era… renunciar a todo, era el final, era como clavarse él mismo ese puñal que siempre tenía detrás de la nuca impulsándole a ser el mejor. La actitud positiva le estaba permitiendo dejar de sentir ese puñal, pero cuando pensaba en Alex, reaparecía. Y se llenaba de rabia. Y se sentía capaz de estirar la mano, asirlo por mango, y clavárselo a Alex en el vientre.
Tenía que dejar de odiar. Tenía que hacerlo. Cuanto antes dejara de darle vueltas, mejor. Hacerlo, hacerlo ya, no pensarlo más. Le llamó por teléfono.
—Hola, chaval. ¿Estás bien, no?… Sí, sí, también. Nada, te llamo porque hace tiempo que no quedamos como hacíamos antes y… es una pena. Nos hacemos mayores y si no cuidamos a los amigos, nos vamos distanciando y… es una pena, sí, tú y yo… después de tantos años… bueno, sí, hombre, sí que me ha afectado lo del proyecto, claro, pero… es lo que hay… sí, sí, entiendo que no podías hacer otra cosa… claro, claro, no hace falta que me lo digas, seguro que me defendiste… ¡claro!, seguro, sí, hombre, no te preocupes… nada, nada, oye, no le des más vueltas, mira, yo ya he hecho el duelo, como suelo decirse, ya he pasado página… sí, sí, seguro… bueno, oye, pensaba yo, ¿y si quedamos un día y volvemos a jugar al ajedrez?… ¡eso, una torneo de rápidas!… sí, bueno, y charlamos un poco, claro, sí… ¡No, no, no! No quiero oír una disculpa más… vale, venga, ¿qué día te va bien?
Al acabar, sonrió. El agujero negro ya era translúcido.

Cuando consiguió dejar de odiar a los que le habían humillado, perdió el interés por demostrarles nada. Y una vez quedó liberado de ese gran peso, se sintió liviano, como de niño, casi ingrávido. Capaz de volar.

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