Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
Un profeta

Un profeta

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(1)

—No hay quien te entienda, Pablo. Has conseguido algo insólito, poner un libro de filosofía entre la lista de libros más vendidos, y sin embargo parece que te haya sucedido una gran desgracia.
—¿Un libro de filosofía? ¿Cuántos de nuestros colegas consideran que mi libro es de filosofía? ¿Lo crees tú?
—¡Sí, claro! Nadie puede cuestionarlo seriamente. Nadie diría que, por ejemplo, Epicuro, no escribió filosofía.
—¡Epicuro!
—¿Epicuro es demasiado poco para ti?
Pablo sonríe con amargura.
—No, tienes razón, es una comparación perfecta. Su pensamiento tenía fundamentos metafísicos sólidos, el atomismo, el empirismo, el determinismo, pero para la mayoría de la gente el epicureísmo solo es una justificación filosófica para entregarse a los placeres de la comida, la bebida, el sexo… Justamente los que él consideraba inferiores. Yo he querido exponer una postura metafísica que tiene consecuencias prácticas y la gente se ha quedado solo con esas consecuencias prácticas. Y además, las consecuencias concretas que sacan traicionan mi postura.
—¿Traicionan tu postura?
—Sí. Como si les hubiera dado una justificación para creer que sus ideas absurdas tienen un fundamento filosófico. Toda esa… masa que ha leído mi libro se queda con la idea de que justifica la religión, el esoterismo y cualquier forma estrafalaria de misticismo. Y eso provoca que nuestros colegas no se molesten en leerlo y que me consideren un… una especie de profeta New Age.
—Te quejas de que los que te leen no te entienden, te quejas de que los que te podrían entender no te leen… Creo que esperas demasiado de la humanidad.
—Sí, puede ser. Por eso me voy.

El norte: el mar, el viento purificador, el verde de la vegetación invadiéndolo todo, los acantilados solitarios, las galernas sobrecogedoras, la lluvia que te escupe en la cara cuando abres la puerta… Solo había estado en aquella casa una vez, de niño, y estaba seguro de que los recuerdos que conservaba estaban idealizados. Imágenes de paisajes nuevos, colores diferentes, vivos pero matizados por la luz mortecina de un cielo permanentemente encapotado, olores menos intensos, como aguados, neblinosos, sonidos de actividades desconocidas para un niño de ciudad. Pero recordaba sobre todo una sensación de limpieza, de autenticidad, como si el viento y el agua despojaran aquella tierra de todo lo sucio y falso. Y recordaba cómo surgía en su pecho un impulso vital intenso, un deseo de aceptar el desafío: ser capaz de seguir adelante en aquel entorno inhóspito.
En el autobús pensaba que la región que iba a encontrar no encajaría con aquellos recuerdos vagos, y seguramente no le produciría las mismas sensaciones, pero eso no importaba: esas sensaciones las llevaba él consigo, las había interiorizado. Solo quería llevar una vida en consonancia con ellas, afrontar los días con la actitud que derivaba de ellas, y suponía que le sería más fácil hacerlo en el lugar en donde habían surgido. La responsabilidad sería suya, solo suya. No podía esperar que el entorno le cambiara la vida. Era él quien debía cambiarla y, en todo caso, hacer que su visión del entorno se acomodara a sus expectativas.
De aquel pequeño pueblo del norte provenía una rama de su familia, y aquella casa había ido transmitiéndose de unos a otros hasta llegar a él. Sería su retiro durante un tiempo indefinido. No para reflexionar sobre algo concreto, no para escribir un nuevo libro o revisar sus ideas. Solo quería cambiar de vida. Y no sabía qué vida quería llevar, pero sí sabía que no soportaba más la que llevaba.

Le estaba costando adaptarse a la cadencia de aquella gente, y eso que no tenía más interacciones sociales que las imprescindibles. Pero, aun siendo esporádicas, esas interacciones le resultaban incómodas. Comprar el pan, por ejemplo. Con suerte encontraba la panadería vacía, aunque eso no era garantía de que la operación sería rápida. Si no había clientela, tampoco había nadie tras el mostrador. Tenía que llamar y esperar a que saliera la panadera. Casi siempre, su llamada era respondida inmediatamente. «¡Voy!», sonaba en algún rincón impreciso de la casa. Pero casi nunca venía. Podía tardar poco o podía tardar mucho, pero tardaba. «El tiempo es arbitrario», se decía él a veces para soportar mejor la espera. «La sensación de estar perdiendo el tiempo deriva de la dictadura a que nos somete el conocimiento objetivo, pero tú te has propuesto liberarte de esa dictadura porque sabes que el conocimiento objetivo no es el verdadero, sino solo el más conveniente para la supervivencia», profundizaba otras veces. Incluso bromeaba consigo mismo: «No sabes muy bien qué has venido a hacer aquí. Esperar no es mejor ni peor que cualquier otra cosa. Y mientras esperas, no tienes que buscar razones para hacer una cosa u otra».
Pero si había clientela, la situación era aún peor. Que hubiera gente esperando no era garantía de que hubiera alguien atendiéndoles. Y que estuvieran ya atendiéndoles tampoco era garantía de que la cosa fuera rápida. Comprar el pan, o la fruta, o el pescado, o una regadora, eran antes que nada actividades sociales. Que a la sobrina embarazada le hubiera dado un mareo y hubieran tenido que llamar al médico era algo incomparablemente más importante que las transacciones comerciales que se estuvieran llevando a cabo. Estas se detenían en señal de respeto mientras la tía explicaba los detalles y respondía a las preguntas que demandaban información adicional. Cuando la conversación se desviaba hacia un episodio similar (pero invariablemente más grave) que le había sucedido a otra de las presentes en su primer embarazo, tal vez la actividad comercial se reanudaba, aunque a medio gas, a un ritmo compatible con el seguimiento atento de lo que se decía.
Por otra parte, él se sentía allí como un extraterrestre. Sonreía, sonreía a todo el mundo, sonreía siempre, pero era un gesto de pura hipocresía. Hubiera preferido no verles, hubiera preferido no ver a nadie, no tener que hablar con nadie, servirse él mismo mediante una máquina de vending. Y notaba las miradas curiosas de soslayo, o a veces directas, y en algunas veía un interés por entablar relación, una sonrisa que respondía a la suya invitándole a presentarse, a darse a conocer y dejar de ser un extraño. Aborrecía sobre todo una situación límite: él y otra persona, una mujer normalmente, solos en el local, esperando en silencio que salieran a atenderles. Era peor que estar en un ascensor con un desconocido, porque por lo menos el ascensor sabes que no tardará en detenerse y que se abrirá la puerta. Y además, la persona con la que compartía aquel recinto ya no era una desconocida; con el tiempo había coincido ya con toda la clientela habitual, de manera que el silencio resultaba aún más extraño. De aquellas situaciones derivaba un sentimiento de fracaso, o de traición a sí mismo. No sabía muy bien qué tipo de vida había venido a llevar, pero aquello no era compatible con ningún tipo de vida que pudiera considerar honesto o valioso. Había ido allí a integrarse en el entorno, a compartir el espíritu que percibía en él, y eso no solo quería decir llegar a sentirse parte del paisaje o adaptarse al clima; también quería decir integrase con las personas. Esa parte no le gustaba, esa parte la dejaba de lado, pero hacerlo le producía una desagradable discordancia interior.

Un día entró en la panadería y la persona que esperaba no era una de las que conocía. Era un hombre, y su forma de vestir le daba un aire distinto al que resultaba habitual allí. Al oír la puerta, se volvió para saludarlo.
—¡Buenos días! —le dijo sonriendo.
—Buenos días —respondió él con otra sonrisa.
Al verle, la expresión de la cara de aquel hombre cambió. La sonrisa se disolvió en una mirada atenta, escrutadora.
—Perdona, tú no eres… no recuerdo el nombre. ¿No eres el autor de “La construcción de la trascendencia”?
—Sí. Pablo, llámame Pablo.
—Mucho gusto en conocerte, Pablo —y extendió la mano hacia él—. Yo soy Roberto. Tu libro es estupendo —siguió mientras le daba un apretón enérgico.
—¿Lo has leído?
—Sí. Algún capítulo más de una vez. Es… muy enriquecedor. ¿Estás de vacaciones?
—No. He venido a vivir aquí.
—¡Qué bien! ¡Será genial tenerte de vecino!
—¿Tú eres de aquí?
—No. Bueno, no sé, hace ya varios años que vine. Creo que ahora ya podría decirse que sí. ¿Verdad Amparo? —se dirigió a la panadera, que había salido mientras tanto y escuchaba atentamente la conversación.
—¡Oh, sí! ¡Claro que sí! Si no fuera por ustedes, el pueblo estaría muerto.
—Pues, mira, ahora tenemos aquí un escritor famoso, un filósofo.
—¡Vaya! —dijo la mujer, satisfecha de saber por fin algo de él después de haberle vendido tantas barras de pan.
—Oye, se me ocurre… —volvió a dirigirse a él— Llevas aquí poco tiempo, ¿no?
—Sí.
—Organizamos casi todas las semanas una cena, y, bueno, tertulia y todo eso. Más de una vez hemos comentado ideas de tu libro. Ahora venía a buscar el pan para esta noche. Se me ocurre que podrías venir. Para darte la bienvenida. Así conocerás a algunos de los que vivimos aquí. Y estoy seguro de que todos estarán encantados de conocerte. Es gente muy… normal, muy… interesante. Tenemos muy buena relación, y nos ayudamos… En fin, no te sientas obligado, pero estaría muy bien que vinieras.

Descubrió que en los últimos años un cierto número de urbanitas habían tenido la misma idea que él y se habían instalado en el pueblo. A diferencia de él, parecían tener claro a qué venían. Buscaban una vida más natural, más tranquila, el contacto con la naturaleza, producir ellos mismos lo que consumían. Unos pocos se dedicaban exclusivamente a tareas agrícolas y ganaderas a pequeña escala; algunos incluso se habían enrolado en la tripulación de alguna de las pocas barcas de pesca que aún quedaban y salían a faenar cuando era posible. La mayoría compaginaban la dedicación a la tierra con un trabajo más convencional que podía realizar desde allí, a distancia, y que era su principal fuente de ingresos. El nivel cultural entre ellos era muy alto: una gran parte eran universitarios, y todos tenían fuertes inquietudes intelectuales y artísticas.
Le gustó el ambiente que encontró durante la cena. Sencillo, amable, sincero. Y le gustó más aún cuando la conversación, inevitablemente, derivó hacia su libro. Y no por ser el centro de atención y por la admiración que percibía en todos los presentes, sino porque los comentarios que oía denotaban que, en general, quienes hablaban lo habían leído con atención y habían entendido las ideas básicas. Le satisfizo el tono, alejado igualmente de las estupideces que decían algunos iluminados en los turnos de palabra de las presentaciones, mesas redondas o conferencias, y de la erudición vacía de los debates académicos. Demostraban un interés genuino por las ideas, y no solo por entenderlas, sino también por incorporarlas a su actitud ante la vida en la medida en que las encontraban valiosas.
Las cenas se sucedieron, los contactos personales se intensificaron. Empezó a participar en diversas actividades. Excursiones por los alrededores, sesiones musicales, fiestas. Incluso ayudaba esporádicamente en trabajos agrícolas. Empezó a sentir que estaba encontrando aquello que había ido a buscar.

La bicicleta era el medio de transporte más utilizado en el pueblo; los urbanitas lo habían impuesto por su condición de vehículo limpio y sostenible. No les detenía ni la lluvia ni el viento, tan frecuentes allí: todos tenían ropa adecuada para poder seguir pedaleando a pesar de las inclemencias del tiempo. Él no montaba desde la adolescencia, pero adquirió una y ahora la utilizaba también cotidianamente. Algunas mañanas se acercaba con ella hasta la orilla del mar, se sentaba sobre la arena, o sobre una piedra, y se quedaba contemplando el paisaje sin pensar en nada. En realidad sí que pensaba en algo: pensaba en el objetivo que perseguía con aquella contemplación, y tal vez el hecho de no poder dejar de tener presente ese objetivo le impedía acercarse a él.
Intentaba ver lo que tenía delante sin considerarlo parte de la realidad objetiva. “Cuando miramos, no vemos lo que hay: vemos lo que sabemos que hay”. Esa frase de su libro, que a él no le parecía especialmente original, se había hecho famosa y había hecho famoso a su autor gracias a que el editor decidió incluirla en la portada. No le parecía especialmente original y, lo que es peor, tampoco la consideraba correcta del todo. La suprimiría si fuera posible. Porque pensaba que es cierta si se interpreta en el sentido en el que él la escribió, pero no lo es en el sentido en que la interpretaba la mayoría de la gente. Y, puesto que daba pie a esa interpretación errónea, era imprecisa y engañosa. La mayoría de quienes la leían pensaban que no vemos lo que hay porque no miramos bien, pero que si aprendiésemos a hacerlo lo veríamos. Que hay una realidad, que esa realidad es como es, aunque normalmente no seamos capaces de verla, y que deberíamos dedicarnos a buscar caminos para llegar a verla. Y aquí empezaban los desvaríos: la religión cristiana, religiones orientales, drogas, chamanismo, diversas formas de meditación… Culpa suya, también, al menos en parte, por haber incluido la palabra “trascendencia” en el título del libro. Pero no, eso no era lo que él decía. Él decía que la realidad no es de ninguna manera determinada, que es solo una construcción; lo que hay son diversas maneras de construirla. No hay una realidad objetiva, y esas interpretaciones desviadas rechazaban la realidad objetiva a la que estamos acostumbrados pero inventaban otra, también objetiva, sustancial, independiente de nuestra visión, solo que inaccesible y misteriosa. Rechazaban una concepción errónea para caer en otras más erróneas todavía. Siempre había pensado que los filósofos académicos se pierden con demasiada frecuencia en matizar las ideas y en buscar matices de los matices; la experiencia con su libro le hacía pensar que, cuando se interesan por ideas filosóficas, a la mayoría de la gente les sucede lo contrario: son incapaces de captar cualquier matiz.
Él solo había pretendido poner el énfasis en que el conocimiento objetivo no es más válido que cualquier otro porque es, simplemente, una manera de ver la realidad. Lo que tiene a su favor es que es la mejor para sobrevivir en el medio en que vivimos: se ha desarrollado precisamente para eso. Pero a uno le pueden interesar otras cosas, además de sobrevivir, y para esos otros objetivos puede tener otra mirada que le muestre otra realidad. Lo que le parecía importante era saber que esas otras realidades no son menos reales o menos ciertas, sino que, simplemente, son el resultado de otras miradas que persiguen otros objetivos. De ahí el título: “La construcción de la trascendencia”. La trascendencia la hemos de construir; podemos trascender la realidad ordinaria, es decir, ir más allá de ella, olvidándonos de las categorías de acuerdo con las cuales clasificamos lo que percibimos y mirando con otra intención, o sin ninguna intención. Al hacerlo, creamos una realidad trascendente. La mayoría de los lectores ven en el título de su libro la palabra “trascendencia” y se centran en ella, sin tener en cuenta que aparece después de la palabra “construcción”. No existe algo trascendente, no existe otro mundo más allá de este, pero podemos construir visiones diferentes que van más allá de la visión objetiva, que la trascienden, y que no son menos válidas o menos reales.
Y eso es lo que intenta él frente al mar, a veces iluminado por los primeros rayos de sol, a veces difuminado por una niebla de la que emergen formas imprecisas que acaban convirtiéndose en olas al llegar a la orilla, a veces bajo una lluvia fina que parece traer una serenidad húmeda, a veces agitado por la furia de un oleaje que derrocha energía improductiva, a veces bajo el sol del mediodía que crea una coreografía de infinitos puntos brillantes que se encienden y se apagan en la cresta de las olas. Eso intenta él, de diversas maneras. Ver solo la belleza de la escena, sin pensar en qué tipo de cosas son las que forman parte de ella. Ver el mar, la tierra y a él mismo como algo continuo, diverso pero formando parte de una misma unidad. Centrarse en lo que siente cuando mira, y no en lo que ve, intentando percibir un mundo formado por sentimientos y no por formas y colores. Olvidarse del tiempo y dejar que el ritmo lo marque su propio flujo vital. Eso intenta, y aunque tiene momentos esporádicos de plenitud, mientras pedalea de vuelta a casa siempre tiene la sensación de que no acaba de conseguirlo.

Una mañana, al salir de casa, el cielo estaba nublado y soplaba un viento frío. Se puso el chubasquero, montó en la bicicleta y enfiló el camino de la playa. Al llegar al último repecho, vio que se abría una franja azul entre las nubes y el horizonte, y en ella apareció el sol. La luz caía sobre el mundo y lo revitalizaba. Ante sus ojos, todo se había transformado repentinamente. Y, medio cegado por aquel derroche luminoso, vio en lo alto del repecho el perfil de una niña que miraba al mar, los cabellos flotando al viento, y a su lado una cabrita blanca que la miraba a ella. La insoportable belleza de la escena le sobrecogió hasta el punto de hacerle olvidarse de todo lo que no fuera contemplarla. La bicicleta se salió del camino, chocó contra una piedra y le hizo caer. Quedó conmocionado, sin entender qué había sucedido ni dónde estaba. Su mente había quedado en blanco, aunque no era consciente de haberse dado ningún golpe. Poco a poco, mecánicamente, se fue desenredando de la bicicleta y se quedó sentado en el suelo, perplejo. Levantó la cabeza y vio, bizqueando a causa del contraluz, la cara de la niña a corta distancia y oyó que le decía: «¿Se ha hecho daño?» La cabrita baló subrayando las palabras. «¡No, no, no te preocupes!» se apresuró a responder. Y empezó a levantarse. «¿De verdad?», volvió a preguntar la niña. Y mientras se levantaba, la cara de la niña, que antes dominaba su espacio visual, fue alejándose y empequeñeciéndose, y al disolverse el contraluz, sus facciones se le revelaron con claridad y vio que eran angelicales, los ojos azules, las mejillas sonrosadas con unas pecas semitransparentes, el cabello rubio, la mirada inocente, y lo que antes percibía simplemente como una niña, un individuo perteneciente género humano y al sexo femenino que todavía no había llegado a la adolescencia, se le reveló como un ser vivo, una persona, alguien que tiene sentimientos y toma decisiones, y una persona concreta, esa persona, esa niña, alguien que existía al margen de él, que llevaba años existiendo y de la que él no sabía nada hasta que esa mañana sus caminos se cruzaron y la conoció, y al conocerla la percibió como alguien único, no había otra como ella, no podía haberla, y ahora que la conocía tenía también de ella una impresión única, diferente a la que tenía de cualquier otra persona. Y entendió que el proceso que había tenido lugar mientras se levantaba había sido un cambio auténtico, una transformación y no solo un cambio de perspectiva visual. La realidad ante él, la realidad en la que estaba él inmerso, había cambiado mientras se levantaba, había cambiado por el hecho de haberse levantado. No era que él se estuviera moviendo en el mundo, no era que la niña se estuviera moviendo en el mundo, era que la niña y él cambiaban el mundo al moverse, y el mundo en el que había tenido lugar su encuentro era un mundo único, que nunca antes había existido y que habían creado ellos al encontrarse.
Entonces se dio cuenta de que estaba de pie junto a la niña, mirándola, y advirtió en ella una expresión preocupada. «¿Está bien?», preguntó. «¡Oh, sí sí, estoy bien, no pasa nada!». Y para tranquilizarla levantó la bicicleta del suelo y volvió a montarse en ella. «¿Ves? No ha pasado nada». Y vio a la niña alejarse, recortada entre el brillo de la espuma de las olas, seguida por la cabritilla reluciente. «¡Era esto!», se dijo.
La niña corrió para bajar a la playa, y mientras desaparecía de su vista la oyó gritar: «¡Mamá, un señor que venía en bicicleta se ha caído!».

Nada volvió a ser igual después de aquella caída de la bicicleta. Había aprendido algo, algo importante, lo más importante, y no era una idea ni era algo cuya verdad se pudiera demostrar mediante un razonamiento. Ni siquiera era un verdad. Era una actitud, una disposición ante el mundo, ante la vida. Una manera de sentir, una manera de existir. Una manera diferente de relacionarse con lo que le rodeaba, una conciencia de sentirse partícipe del mundo a su alrededor. “Una apertura”, se resumió a sí mismo esa noche. Y esa fue la única vez que hizo un esfuerzo por entender, o simplemente por describir, el cambio que se había producido en él.

La madre se llamaba Valeria; la niña, Luzbel. Habían llegado hacía poco y estaban instaladas provisionalmente en la casa de los amigos que les habían animado a trasladarse allí. Valeria era pintora y le fascinaba aquel mar y aquellos paisajes. «Es que se ve a Turner por todas partes», decía. A Pablo le fascinó Valeria. Cuando le preguntó por qué había venido, o si pensaba quedarse mucho tiempo, o si había considerado la posibilidad de instalarse, se sintió íntimamente identificado: percibió en ella la misma actitud que le había llevado a él hasta allí. Las circunstancias eran del todo diferentes, empezando porque ella tenía una hija y acabando porque tenía el objetivo concreto de pintar, pero en el fondo la intención, o la falta de intención, era la misma. El desasosiego, la esperanza vaga, la sensación de saber cuál es el camino pero no ser capaz de recorrerlo sin desorientarse. Y es que la veía tan desorientada como él pero, al mismo tiempo, la admiraba, incluso la envidiaba. Porque tener una hija no te permite ir a la deriva, porque querer pintar implica que hay algo que quieres hacer. Y porque pintaba. Creaba algo concreto, visible, admirable, no como él, que solo sabía enredarse en ideas etéreas. Y porque lo que creaba era bello. Sabía crear belleza. Él buscaba una mirada diferente sobre la realidad. Ella la tenía, y era una mirada que sabía ver la belleza, y la expresaba en sus pinturas.
No pasó mucho tiempo sin que las dos se trasladaran a su casa. Era grande, y él solo había acondicionado una pequeña parte, lo imprescindible. Ahora, bajo la dirección de Valeria, la casa entera cambió y cobró vida. Y él la sintió suya. No en un sentido posesivo ni mucho menos exclusivo. Sintió que aquel era su lugar, el lugar donde era apropiado que estuviera. Y Valeria, y Luzbel, y el pueblo, y los amigos que habían hecho: de manera natural, todo se había puesto en su sitio.

—Lo siento, ya no puedo explicaros nada más sobre las ideas de mi libro —dijo un día en una de las cenas que organizaban en su casa—. Ahora veo que lo que dice el libro no es verdad, aunque tampoco es mentira. Es un medio, un instrumento, un camino para llegar a algún sitio. Como una escalera que necesitas para subir, pero que, una vez estás arriba, ya no te sirve para nada.
—¿Eso quiere decir que ya estás arriba?
—Decir “arriba” es una manera de hablar. También podría decir que estoy abajo. O al otro lado. Eso me gusta más: al otro lado.
Por debajo, o por encima, del nivel cultural y los intereses comunes, a los miembros de aquel grupo les unía algo más fundamental: todos buscaban, todos habían ido allí para encontrar. Todos decían saber qué era lo que buscaban, pero todos eran conscientes de que había algo más, algo inmaterial. Por eso les interesaba el libro de Pablo, porque al menos parecía indicar una dirección.
—Háblanos de ese otro lado.

—¡Si es que te llaman “El Maestro”!
—¡No, que va! —Pablo ríe— ¿De dónde has sacado eso?
—No encontraba la casa, he preguntado por ti en el pueblo y en seguida han entendido de quién estaba hablando: «¡Ah, El Maestro!», han dicho, así, con… veneración, como si hablaran de un profeta.
—Pues a mí nunca me lo han dicho. Me tienen respeto, eso sí, y… bueno, tal vez admiración. El libro, ya sabes.
Su colega y amigo lo visita aprovechando un viaje que le ha llevado a aquellas tierras. Le cuesta reconocer al Pablo de siempre.
—La verdad, te encuentro muy cambiado. No sé, creo que has caído en aquello que criticabas tanto.
—Bueno, cuando criticaba a quienes utilizan mis ideas para fundamentar creencias que no me gustan, recuerdo que tú me decías que no podía criticarlos, porque si el conocimiento objetivo no es más verdadero que otros sino solo más útil para cuestiones prácticas, cada cual puede elegir la visión de la realidad que sea más apropiada para él de acuerdo con su intereses vitales. Ninguna es mejor ni peor.
—Y tú me decías que había líneas rojas que no se pueden cruzar, que no se puede abandonar la creencia dogmática en el conocimiento objetivo para caer en otra creencia dogmática diferente.
—Es cierto, pero yo no soy dogmático. Estoy abierto. Eso es lo importante, la apertura.
—Tú puede que sí, pero… ¿Y ellos?
Estaban en el jardín, aprovechando que hacía un buen día. Pablo levanta la cara hacia el sol y cierra los ojos.
—La gente es más razonable de lo que pensamos. Yo creo que captan la idea.
Una pareja joven se ha acercado a la casa y ahora se detiene junto a la valla del jardín.
—¡Hola! —dice el chico desde allí—. Esta es la casa de la Sagrada Familia, ¿no?
Hay un instante de silencio. Pablo continúa encarado al sol con los ojos cerrados, como si no hubiera oído. Su amigo se ha quedado boquiabierto.
—Hemos venido al pueblo porque hemos sabido que hoy hay una ceremonia de iniciación a la trascendencia —dice la chica—, pero no sabemos a qué hora.
El amigo mira a Pablo con perplejidad.
—A las seis —responde él tranquilamente.

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