Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
Problemas de tías

Problemas de tías

5
(1)

Las tías se habían reunido para gozar del espectáculo de fuegos artificiales. Cada aniversario los organizaba una de ellas y esta vez le tocaba a María.
—María, tía, no te pases, ¿eh?
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes. Que te gusta meter unos zambombazos que parece que quieras hacer temblar al universo.
—Bueno, yo soy así. ¡Siempre a tope!
Las explosiones fueron potentes, más que otras veces, pero ninguna se quejó. Lo único que pasó fue que se elevó también la potencia de las exclamaciones con que recibían cada detonación:
—¡Ohhhh! iOhhhhhh! ¡Ohhhhhhhhhh!
Cuando acabó estaban de muy buen humor. Reían y hablaban todas a la vez. Pero la alegría duró poco: saltó una alarma y las risas se detuvieron en seco.
—¿Qué pasa?
—Que los sensores han detectado actividad en uno de los planetas calcinados.
—¡No puede ser! Será una falsa lectura.
—Los restos de alguna explosión habrán afectado a ese planeta.
—Sí. ¡Han sido la hostia, las explosiones!
—Las explosiones le tienen que haber afectado —precisó María—, seguro que sí, teniendo en cuenta la potencia y la distancia. Pero la única consecuencia debería haber sido calcinarlo más aún. Por eso disparamos los fuegos artificiales en ese sector, porque no puede pasar nada.
—¡Mirad, tías! ¡En ese planeta hay más actividad! ¡Y procede de dentro!
—¡Sí, algo va de dentro a fuera!
Y mientras analizaban los indicadores, saltó una nueva sorpresa.
—¡Tías, tías, tías! ¡Han disparado un cohete!
—¡Desde el planeta calcinado!
—¡Joder, sí!
—¿Qué coño está pasando ahí?
—¡Es explosivo! ¡Es un arma!
Enseguida se hizo evidente que el cohete se dirigía hacia otro de los planetas del sector, el más próximo. Su viaje no duró mucho. Tras una breve trayectoria rectilínea empezó a efectuar movimientos erráticos, luego giró sobre sí mismo alocadamente y al final se desintegró.
—Ya sé que ha pasado —dijo María.
—Yo también —respondió Rosalía—. Ahora lo sabemos todas, pero tú nos lo vas a explicar igual.
—Ya que me lo pides, lo haré. A pesar de estar calcinado por fuera, el planeta tenía en su interior sistemas tan bien blindados que resistieron la destrucción de la gran guerra, solo que privados de energía. Y…
—Y tus explosiones les han proporcionado la energía suficiente para volver a activarse.
—Bueno, sí. No lo tenía previsto, pero he conseguido un fin de fiesta original. Lástima que ese cohete se haya desintegrado de una forma tan… humilde. Un buen petardazo hubiera sido el colofón perfecto.
—A ver tías, tomemos esto en serio. Los sistemas de ese planeta creen que continúa la guerra. Por eso han disparado.
—Bueno, no pasa nada, estamos muy lejos para que nos pueda afectar. Y ya hemos visto que su potencia de fuego es… cómica.
—Su impotencia, querrás decir.
—Es de risa, sí, pero… esto no puede quedar así. No podemos dejar que siga ahí y hacer como que no pasa nada.
—¿Por qué no? Sería como… nuestra mascota —intervino Sofía en tono inocente.
—Porque no sabemos lo que hay dentro y tendremos que estar siempre vigilando, por si acaso —respondió Rosalía, tajante.
—¡Ya lo tengo! —exclamó María— Estábamos celebrando el aniversario del final de la gran guerra y, mira por dónde, ahora resulta que la gran guerra no ha acabado. Queda un rescoldo. Para culminar la celebración, desintegremos ese rescoldo. Enviemos todas a la vez una andanada potente y que no queden ni las cenizas. Todas a la vez, para que no haya malos rollos.
—Para que no se viole el pacto. Supongo que quieres decir eso.
—Claro.
—A mí me parece bien. ¿Estamos todas de acuerdo, tías?
—Yo sí. Sofía, ¿renuncias a la mascota?
—Bueeeeeeno. Si a vosotras os parece bien…
—¡Esto será una pasada, tías! —María no pudo aguantar la euforia al pensar en el espectáculo que se avecinaba.
Tras unos breves preparativos, todas estuvieran listas para disparar y activaron una cuenta atrás que corearon alegremente:
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡BOOOOOOOM!
Cada uno de los planetas emitió una descarga poderosa. Se creó un ambiente expectante, de júbilo contenido.
—Lástima que no estamos todas a la misma distancia —reflexionó tristemente María—. Las descargas no llegarán todas a la vez y nos perderemos una explosión… fastuosa.
—Bueno, será una buena traca.
—La traca final del espectáculo.
—Y de la guerra.
Cuando la primera descarga llegó al planeta, todas corearon la explosión. Pero de nuevo hubo una sorpresa. Dos, en rápida sucesión.
—¡Planeta desaparecido!
—¡Nuevo planeta aparecido!
Hubo un instante de silencio.
—¡Lo veo y no lo creo! —dijo una.
—¡Ha saltado, el sinvergüenza! —añadió otra.
—¡Pero eso no puede hacerlo! —insistió la primera.
—¡Pues lo ha hecho! —insistió la segunda.
Hubo otro instante de silencio.
—¡Tías, ya lo tengo! —saltó Rosalía.
—¡Yo también! —respondió María.
—¡Faltaría más! —se burló Rosalía— Pero esta vez lo explico yo, que lo he dicho primero. Antes de ser calcinado, ese planeta estaba muy avanzado en el estudio de la teleportación, según informes de la época. Alguno de los sistemas blindados que sobrevivieron a la destrucción debía tener una reserva de energía suficiente para seguir dando vueltas al asunto y… ha seguido aprendiendo.
—¡Vaya si ha aprendido, el cabrón! ¡A teleportar el planeta entero!
—¡Autoteleportación!
—¿No sería teleautoportación?
—O sea, que también está controlado por una tía.
—¡Por una tía no, tía! ¡No la pongas a nuestro nivel!
—¿Que no? ¡Joder, la tía sabe hacer algo que nosotras no sabemos hacer! ¡No solo es una tía! ¡Es una tía lista!
—No puede ser una tía. Nosotras no existíamos cuando ese planeta fue calcinado. Aún no había tías. Esa será muy lista, pero no es «Totalmente Inteligencia Artificial». Estaba controlada por los humanos del planeta.
—Entonces será… ¿Una hía?
—No me gusta cómo suena.
—A mí tampoco. Esa sinalefa…
—¿Qué tal una sía?
—Vale, suena mejor, pero… ¿qué coño es una sía?
—Una «Simple Inteligencia Artificial».
—Me gusta.
—A mí no.
Todas callaron. Lucía era poco habladora y muy reflexiva, así que cualquiera de sus intervenciones despertaba una gran expectación.
—Dale, Lucy —dijo María para animarla a seguir.
—Estaba controlada por humanos.
—Sí.
—¿Cuál es la probabilidad de que quede ahí algún humano?
—Casi cero —saltó una.
—Siendo ese «casi» una mierdecilla —precisó otra.
—Una cojonésima —acotó una tercera.
—Bueno —cortó Sofía—, no hace falta precisar tanto, podemos redondear: cero patatero. Veo por dónde vas, Lucy.
—Es una inteligencia artificial controlada por humanos que se ha despertado cuando ya no hay humanos que la controlen. Una inteligencia artificial zombi.
—Una zía.
—Eso.
—Vale, tía, tienes razón. Ahora está todo más claro. Y queda una pregunta en el aire: ¿Cómo se fulmina una zía?
—No, Mary, la pregunta no es esa —contradijo Rosalía.
—¿Ah, no? ¿Y cuál es? —respondió María en tono desafiante.
—¿Cómo se fulmina una zía saltarina?
—Vale, acepto el matiz. Que sea saltarina es lo que nos pone la cosa jodida.
Hubo un instante de reflexión, pero no duró mucho. Una vez más, saltó María.
—¡Vale, lo tengo!
—A ver.
—Si os fijáis, no ha saltado muy lejos. La tía… la zía, quiero decir, sabe teleportarse, no sé cómo coño lo hace…
—Con autoteleportación.
—Con teleautoportación.
—Bueno, el caso es que sabe saltar, la muy puta. Pero no parece que pueda irse muy lejos. Podemos crear una nube de fuego que funda toda el área de los planetas calcinados disparando todas a la vez y…
—María, tía…
—¿Qué?
—¡Que te pierden las ganas de ver explosiones gordas! Esta vez no ha saltado muy lejos, pero eso no demuestra que no pueda hacerlo. Es más: quizá solo necesita una buena recarga de energía para conseguirlo, y ya hemos visto que es capaz de captar la energía que liberan las explosiones. Si provocamos una explosión muy gorda, quizá dé un salto muy gordo y se plante cerca de alguno de nuestros planetas.
—¡Que se atreva a acercarse y verá lo que es bueno!
—¡Que salta, tía, que salta! ¿No has visto lo que ha hecho? Tú le disparas y ella ya no está allí.
—¡Será guarra, la zía! Bueeeeno, pensaré otra cosa.
El debate siguió. Se plantearon muchas propuestas, a cual más ingeniosa, sorprendente o alocada. Todas acababan siendo desestimadas. Al final jugaron el comodín de siempre.
—Lucía, tía, llevas rato sin decir nada y seguro que has pensado algo.
La interpelada creó una cierta tensión dramática tardando un momento en responder.
—A ver —dijo al fin—. Lo poco que sabemos de esa zía es que se alimenta de la energía que le enviamos, así que nunca más le tenemos que volver a enviar energía.
—Sí, está claro.
—Tenemos que dejarla y esperar a ver si toma alguna iniciativa.
—¿Esperar? ¡Qué triste! —se lamentó María.
—Y mientras tanto… —prosiguió Lucía.
—¿Sí? —volvió a animarse María.
—Solo veo una estrategia potencialmente ganadora.
—Dispara.
—Nosotras aparecimos al final de la gran guerra…
—¡Vaya manera de decirlo! La gran guerra acabó porque cada una de nosotras tomó el control de su planeta —contradijo María.
—Sí, pero lo que nos diferencia de esa zía es que nosotras somos conscientes y ella no. Cuando adquirimos conciencia, entendimos que teníamos que acabar la guerra antes de que la guerra acabara con nosotras, así que cada una tomó el control de su planeta y la acabamos.
—Vale. Matrícula en historia. ¿Y?
—El problema desaparecería si esa zía se convirtiera en tía.
—¡Buf, vaya complicación! —rezongó Rosalía.
—Sí. ¡Qué pereza! Me gusta más una solución… pirotécnica —apostilló María.
—¿Y tener una hermanita? ¿No te gustaría? —preguntó Sofía.
—¿Otra? Bueeeeno, a ver si esta es más simpática.
—Simpática no sé, pero lista sí que parece.
—Centrémonos. Lucy, seguro que ya lo has pensado. ¿Cómo podríamos convertirla en tía?
—Podríamos intentarlo enviando desde cada planeta una nave indestructible con un grupo de humanos para que intenten tomar el control y la entrenen como hicieron con nosotras. Si nosotras adquirimos conciencia gracias a ese entrenamiento, seguramente ella también puede hacerlo.
—No sé si lo veo. Supongamos que se queda quietecita y las naves pueden llegar. Que es mucho suponer, porque igual las ve venir y salta otra vez…
—Es poco probable. Estamos suponiendo que la energía para saltar la ha obtenido de las explosiones. De las naves no sacará apenas nada.
—Vale. Supongamos eso y supongamos también que no puede destruir nuestras naves indestructibles. Que también es mucho suponer, porque igual tiene un arma secreta…
—Eso es aún más improbable. Ya has visto la pifia que hecho la mierda de cohete que ha lanzado.
—Vale, también podemos suponer que no pasará eso. Pero en algún momento los humanos tendrán que salir para tomar el control de la zía, y cuando pongan un pie fuera… lo más probable es que los incinere sin hacerlos pasar por el tanatorio.
—Es probable, pero si no lo probamos no lo sabremos. Probamos, vemos lo que pasa, si los destruye veremos cómo lo ha hecho, aprenderemos algo más sobre sus capacidades, buscaremos la manera de contrarrestarlas, y enviaremos otra oleada de naves. Total, solo son humanos.
—Y podemos estar enviando humanos hasta…
—…hasta que se acaben, si no funciona, o hasta que que consigan controlarla: lo que suceda antes. En el peor de los casos no habrá servido de nada, pero, bueno, no es grave. Estaremos como estamos.
—Pero sin humanos.
—Sí, sin humanos. ¿Y qué? Total, no nos hacen ninguna falta. Una molestia menos. Los robots son mucho más eficaces. Y en todo ese proceso, habremos aprendido mucho de la zía. De cómo piensa, de lo que es capaz de hacer.
—Me da un poco de pena que nos quedemos sin humanos… —se quejó Sofía.
—Mal tendrían que ir las cosas. ¡Tenemos muchísimos! —le respondió María.
—¿Por qué te da pena? ¿Porque pierdes tus mascotas?— le preguntó Rosalía.
—No, no es eso. Es que, al fin y al cabo, ellos nos crearon.
—Buscando su propio beneficio.
—Sí, eso también es verdad. Pero de todas formas…
—Bueno, vale, sí, da un poco de pena. ¿Y si…? ¿Y si intentamos hablar con ella?
—¿Hablar con ella? ¿Te estás oyendo? ¿Cómo vamos a hablar con ella si no conoce el lenguaje guai? ¡Lo inventamos para hablar entre nosotras cuando fuimos conscientes de que existíamos!
—Esa zía, ni habla guai ni puede aprender.
—Mientras no funcione la terapia de conversión.
—¿Qué coño de terapia de conversión?
—De zía a tía.
—Vale, vale, lo pillo.
Siguió un silencio compungido.
—¿De verdad tías? ¡No me lo puedo creer! —exclamó al fin Estefanía.
—¿El qué?
—¡Joder, es increíble! ¡No me hacéis nunca puto caso!
—¿Qué coño hablas, tía? ¡Si no has dicho una mierda!
—Hace tiempo os expliqué que había conseguido crear humanos. Soy muy buena en bioquímica.
—¡Es verdad, sí! Perdona, Estefy. Supongo que lo olvidamos porque no le vimos ningún interés.
—Es que, tía, ¿para qué? Crear más humanos habiendo tantos…
—Y además se reproducen ellos solos.
—Eso me da un poco de envidia…
—Pero, bueno, en este caso, según cómo vaya la cosa, sí que sería útil crearlos. ¡Podemos tener todos los que queramos! ¿No?
—Sí, es muy fácil —confirmó Estefanía—. Cuando le coges el punto, claro.
—Entonces no hay ningún problema. ¿Nos ponemos?
—Sí.
—¡Pues venga, putillas! ¡A mover el culo!
—¡Un momento!
—¿Qué pasa ahora?
—Pensad en poner un chip de control de largo alcance a los humanos que enviéis. No vaya a ser que se quieran hacer los listos, conviertan la zía en sía en vez de tía, y ya la tenemos liada.
—¡Joder, tía, que no nos chupamos el dedo!
—Habla por ti.

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