Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
Pintar las ideas, pintar las cosas

Pintar las ideas, pintar las cosas

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En la cima de su carrera, a Diego se le atravesó una pregunta: «¿Qué pretendo transmitir con mi pintura?»

La había conocido en la inauguración de una nueva galería. Era joven, increíblemente joven para escribir crítica de arte en el medio en el que lo hacía, y transmitía sinceridad en cada frase, como si fuera incapaz de guardar nada. Iniciaron la conversación a partir de unos comentarios triviales que se hicieron por cortesía al coincidir ante el mismo cuadro; continuaron porque ambos encontraron interesantes los puntos de vista del otro. O al menos así le pareció a él. Y, tocado por aquella sinceridad desacostumbrada, llegó a sentir algo, algo impreciso en la frontera entre realidad e imaginación. Una conexión subliminal. Un trémolo que quedaba flotando al final de algunas frases, una luz en alguna mirada. Y la sensación de que ese algo era compartido.
Fuera lo que fuera, aquello se diluyó cuando otras personas intervinieron en la conversación y más aun cuando cada uno hubo de atender a los conocidos que iban encontrándoles. «Algo que pudo ser y no fue», se dijo mientras volvía a casa. «Que aún podría llegar a ser…» Pero pasaron los días y el recuerdo de ese algo fue diluyéndose también en el tiempo.

«Su pintura es hermosa, elegante, impecable. Enfermizamente perfeccionista. Sorprendentemente cercana a un cierto ideal de perfección canónica. Por eso a una le entristece tanto constatar que no se ve en ella ninguna idea.»
De entrada vio en la crítica una traición. ¿No se había llegado a establecer entre ellos una cierta complicidad, no se lo había hecho entender ella durante aquella conversación? Entonces… ¿le había engañado? «No se puede construir nada que valga la pena si no está basado en la sinceridad», se dijo luego. Y al pensarlo un poco más, y otro poco más, y otro poco más aún, se dio cuenta de que ella no había hecho más que concretar en palabras, en frases claras y cargadas de sentido, lo que él mismo llevaba tiempo intuyendo. Quizá ella lo había percibido a partir de lo que le dijo en aquella exposición, quizá él se lo había transmitido sin ser consciente de que lo estaba haciendo. Como si durante aquel breve intercambio de opiniones ella hubiera llegado a entenderle mejor de lo que se entendía él a sí mismo. En todo caso, ahora ya no podía seguir ignorándolo: su pintura no transmitía nada.
El fastidio que le producía tener que poner títulos a sus cuadros era un síntoma indudable. Al final, era su marchante quien acababa haciéndole propuestas, y él, invariablemente, las aceptaba. A él solo le interesaba pintar. ¿Y qué pintaba? Pintaba lo que creía que quedaría bien una vez lo hubiera pintado. Un perfecto círculo vicioso de vacío. Tenía una cierta habilidad, la de pintar; la tenía desde niño, desde siempre, era consustancial a él. La había desarrollado y perfeccionado, había aprendido a hacerlo cada vez mejor. Cuando pintaba sentía que estaba haciendo aquello que sabía hacer, aquello que tenía que hacer. Pero solo era eso: ejercitar una determinada capacidad que, gracias al entrenamiento, se había desarrollado y perfeccionado. Era como alguien bien dotado para correr que gracias al entrenamiento es capaz de correr más y más, y la percepción de esa mejora continua le motiva a correr sin parar. Lo que él pretendía con su pintura era lo mismo que podía pretender ese corredor: nada. Simplemente, hacer algo que le gustaba y que sabía hacer bien.
Su pintura era elegante y bella: en eso estaban todos de acuerdo. ¿No era bastante, eso? Si creaba belleza, debía tener una cierta idea de belleza, debía transmitirla a través de sus cuadros. Eso era algo. «No, eso no es nada» ¿Cuál era su ideal de belleza? Ninguno. «Pinto lo que sé que quedará bien, y en el fondo sé que quedará bien porque será parecido a otros cuadros que he visto y que quedaban bien». Ni siquiera creaba belleza: la reproducía.
«Un cierto ideal de perfección canónica», había escrito aquella joven. «¿Puede describirse mejor la pretensión de una actividad artística falta de pretensiones?», reflexionó él. Hubo un tiempo durante su época de formación en que la búsqueda de la pureza le llevó a una forma de abstracción que combinaba solo formas geométricas y colores. Sí: hubo un tiempo en que quiso crear un estilo que fuera una evolución del de Mondrian, una superación de la idea que subyace en él. Pero se aburrió. Esa era la verdad: se aburrió. Pintar aquellos cuadros le resultaba aburrido. Pensar solo en contrastes cromáticos, en proporciones, en simetrías o asimetrías, era demasiado poco. Abandonó aquella pretensión y volvió a pintar de la forma que le resultaba natural. Y encontró la manera de justificarse: lo que había estado haciendo no era pintura, era decoración. El lugar ideal para los cuadros de Mondrian es el papel pintado que recubre las paredes de una habitación o la funda de un edredón o el tapizado de un sofá. Hay belleza, sí, como también la hay, por ejemplo, en el peinado de fantasía con que algunas mujeres se presentan en una fiesta. La peluquería también crea belleza, y por tanto también se puede considerar una forma de expresión artística. Pero la pintura… debería ser otra cosa. Debería ir más allá. La peluquería está fuertemente condicionada por las limitaciones del material con el que trabaja: el cabello humano da poco de sí. En cambio, la pintura puede representar cualquier cosa. Puede copiar el mundo, puede mejorarlo o empeorarlo, puede representar otros mundos, otras realidades. Transmitir una cierta visión. Las infinitas posibilidades que ofrece no deberían reducirse hasta el extremo de conformarse con mostrar belleza y nada más.
«Mis cuadros también son papel pintado», se dijo. Un papel que él pintaba de una manera más elaborada, pero en el que no había nada más que algo agradable de ver. ¿Qué decían los críticos más complacientes? Tonterías. Recuerda una serie de la que un crítico escribió que transmitía una “desasosegante sensación de soledad”. ¡Claro! ¡Eran paisajes vacíos, desolados! Él no puso nada, no creó nada nuevo, solo pintó los paisajes que veía. La soledad no la puso él, estaba ya en el modelo. Era como si hubiera pintado una serie de cuadros sobre caballos y alguien dijera que transmitían un intenso sentimiento equino. Él se limita a pintar lo que ve, y tiene la capacidad de hacerlo de tal manera que el resultado es bonito. “Es bonito”: ese es el único comentario apropiado para cualquiera de sus cuadros. Todo lo demás son palabras vacías.

Soledad y tiempo para encontrarse a sí mismo: eso era lo que necesitaba. Debía mirar dentro de sí, encontrar lo que había, y expresarlo. Debía encontrar ideas que le marcaran la dirección en la que orientar sus pinturas. Ideas con la función de puntos de fuga: debía descubrir dónde ubicar los puntos de fuga para que sus pinturas adoptaran una perspectiva personal, para que se proyectara en ellas su propia visión del mundo.

Dejó de pintar. Su actividad diaria se reducía a largos paseos por el paseo marítimo, a horas sentado en un banco del parque, a la contemplación del horizonte urbano desde la terraza de su casa. A buscar, sin saber muy bien cómo ni dónde. Ni siquiera qué. Una idea que fuera suya, una visión que fuera suya. Un sentido para su pintura. Un sentido para su vida. Un sentido para el universo.
Decidió que la ciudad le atrofiaba la mente. Tenía que irse a algún lugar donde pudiera estar solo, donde a su alrededor no hubiera más que naturaleza. Había oído hablar de un convento situado en una remota región montañosa donde los escasos monjes que aún quedaban alquilaban celdas austeras a quienes desearan pasar unos día de recogimiento. Era lo que él necesitaba.

Al fin solo. Únicamente veía a alguien a las horas de las comidas. Los monjes se sentaban en silencio en la mesa común, larga y casi vacía. Él lo hacía en una más pequeña que compartía con el otro huésped. El ambiente silencioso los contagiaba y apenas hablaban entre ellos, pero una mínima presentación fue inevitable y le permitió saber que su compañero estaba allí para escribir un libro de poesía.
—No, no diría que soy poeta. Soy cartero. Esa digna profesión me da de comer. No puedo vivir de la poesía, pero no podría vivir sin poesía. Vengo aquí porque este es el entorno ideal para escribir. Disfruto aquí de mis vacaciones.
Ante su insistencia, el cartero poeta le dejó un ejemplar que traía consigo del último libro que había publicado. Diego leyó varios poemas. No fue capaz de formarse una opinión. No había en ellos ninguna forma de belleza que pudiera apreciar: ni rima, ni ritmo, ni metáforas inteligibles. No encontró tampoco un sentido, no fue capaz de entender de qué hablaban. Parecían palabras puestas al azar una detrás de otra. Pero tampoco le dejaron indiferente. Releyó el primero. «Es afilado», se dijo sin saber por qué.
En varias lecturas en días posteriores acabó el libro. Y quedó intrigado. Tenía la sensación de estar perdiéndose algo y, al mismo tiempo, tenía la sensación de estar descubriendo algo. Volvió a empezar y, rutinariamente, en determinados momentos del día, repasaba con atención unos cuantos poemas. Y seguía tan confuso como al principio, pero cada vez estaba más seguro de que le gustaban.

Sin haberse puesto de acuerdo, los dos hombres empezaron a coincidir a la caída de la tarde en el claustro del convento. Se sentaban juntos en un banco de piedra, entre dos columnas con viejos capiteles de piedra desgastada por la intemperie; todavía quedaba en ellos algún vestigio de los motivos vegetales y geométricos que antaño los decoraban. Hablaban poco. A veces la conversación se animaba cuando las sombras se adueñaban ya del recinto y traían de acompañante al frío de la noche. Como si sintieran que el ambiente fantasmagórico que se creaba era el apropiado para intercambiar las frases deslavazadas en que consistía su diálogo. O como si quisieran obligarse a no prolongarlo demasiado, sabiendo que en cualquier momento el relente les dejaría helados y tendrían que retirarse a sus celdas.
—¿De qué tratan tus poemas? —se decidió a preguntarle.
—¡Ah, no sé! No tengo ni idea.
—¿Y cómo haces para escribirlos, entonces?
La respuesta tarda en llegar, pero no se impacienta. Ese es el ritmo de sus conversaciones.
—Lo pienso a veces y tampoco lo veo muy claro. En realidad yo no los compongo, yo solo los elijo.
Hay un nuevo silencio. Las columnas frente a ellos van desapareciendo en la sombra.
—Algo los compone en mi interior. Las Musas, dirían los clásicos. La inspiración, dirían los románticos. Los circuitos cerebrales fuera del control de mi conciencia, dirían los científicos. Yo solo elijo.
Y vuelve a callar. Esta vez Diego teme que el silencio sea definitivo y quiere evitarlo.
—¿Elijes? —dice, al cabo de un tiempo de espera prudente.
—Elijo —Diego lo mira y no distingue apenas sus facciones, pero se da cuenta de que hace un movimiento afirmativo con la cabeza—. Cuando pienso en un nuevo poema, diversas frases empiezan a formarse en mi mente. Frases sin mucho sentido, ya sabes —y ahora intuye que se vuelve ligeramente hacia él—. Muchas me dejan indiferente. Pero, de vez en cuando, alguna me… afecta. Me sacude, algunas veces, me acaricia, otras, o me… interpela. Y me digo: «¡Era eso!». Eso era lo que buscaba. Cuando la veo, lo sé.
—Ya —responde Diego, pensativo.

De vuelta en la ciudad, sorprende a su marchante pidiéndole que le monte una exposición. Siempre sucede al revés: él es el reticente y al otro le cuesta convencerlo. Por primera vez, quiere ponerle un título: “Las ideas y las cosas”. A su marchante le parece perfecto. Y también por primera vez quiere escribir él mismo una nota introductoria en el catálogo. Ya la trae preparada:
«Frente al antropocentrismo de quienes creen que el pintor debe utilizar las cosas para hacerles expresar sus propias ideas mediante la pintura, existe otra visión más humilde, más respetuosa con las propias cosas. Es la actitud del pintor que cree que es él quien se deja utilizar por las cosas para que ellas mismas se expresen en sus cuadros. El pintor antropocéntrico se siente satisfecho consigo mismo si al contemplar su obra se da cuenta de que ha conseguido plasmar en ella una cierta idea preconcebida. El pintor respetuoso se siente agradecido con las cosas si al contemplar su obra es capaz de ver en ella lo que las cosas querían decirle. Lo que las cosas dicen en su lenguaje misterioso e ininteligible, el pintor consigue a veces, misteriosamente, hacerlo perceptible.
Esto último se ha pretendido al pintar los cuadros que componen esta exposición. No expresar alguna idea del autor, sino expresar las ideas que las cosas quieren mostrar.»

Cuando la ve, ella está leyendo la nota introductoria del catálogo. Él espera. Al cabo de un momento, ella levanta la cabeza, pensativa, y lo ve.
—Hola.
—Hola.
—¿Qué te ha parecido? —pregunta él, y al darse cuenta de que podría pensar que le está preguntado por lo que acaba de leer, mueve circularmente la cabeza señalando los cuadros que se exponen alrededor.
Ella repite varias veces un breve movimiento arriba y abajo de la mano en la que sostiene el catálogo, como sopesándolo.
—Acabo de llegar —dice al fin—. Voy a ver lo que veo.

—Piensas que no tengo ideas.
—No, nunca he dicho eso.
—Mi pintura.
—No es lo mismo.
—Yo me expreso a través de ella.
—Quizá no sé verlas.
—Si no puedes verlas, no puedes verme a mí mismo. Lo que soy yo de verdad.
—Me gusta lo que veo.
La luz matinal del domingo entra ya a raudales por el ventanal sin cortinas del dormitorio. Él ha dejado de leer; su libro descansa abierto bocabajo sobre el edredón. Ella no ha levantado la vista del suyo mientras hablaban. Él le sujeta una muñeca. Ella suspira levemente y baja las manos hasta hacerlas reposar sobre sus muslos. Cierra el libro. Le mira sin decir nada.
—¿Cómo te puedo gustar, si no entiendes mi pintura?
—¿Cómo te puedo gustar, si no entiendo tu pintura?

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