—¿Cuál es la realidad real? —le vuelvo a preguntar.
—¿Qué más da? —me vuelve a contestar.
¿Cómo va a dar igual? ¡A mí no me da igual! Tal vez ella tiene una… visión que le permite contemplar diversas realidades a la vez y mantener una actitud digamos… ecuánime, o indiferente, como quien contempla cuadros de diversos estilos en un museo. Tal vez ella es capaz de hacerlo, pero yo no. Yo necesito saber cuál es la realidad real para saber cómo actuar. Porque si estoy viviendo en varias realidades a la vez, cualquier cosa que haga podría ser correcta en una de ellas pero incorrecta en las otras. Hace un momento se me ha pasado por la cabeza la idea de buscar una manera de comportarme que sea algo así como neutral, compatible con todas las realidades, pero la posibilidad de enfrentarme a esa tarea me ha provocado una sensación de vértigo que casi me hace vomitar. Son realidades diferentes: pienso en una de ellas y la otra desaparece de mi mente, pienso en la otra y la primera se esfuma. Sería como esos pares de fotografías que si consigues superponerlas cruzando los ojos llegas a ver una única imagen tridimensional, pero en este caso ese resultado es imposible de conseguir, porque las realidades nunca llegarán a superponerse: son totalmente diferentes. No hay un único mundo, no hay una única realidad… O tal vez no hay un único yo, o tal vez yo soy diferente en una realidad y en la otra… Vuelvo a sentir náuseas.
A mi alrededor, la gente en el pub parece totalmente tranquila con respecto a ese problema, pero, claro, yo antes también lo estaba. No son conscientes de que haya más de una realidad, como yo tampoco lo era. De repente se me ocurre una idea brillante, una estrategia perfecta: de cara a ellos, haré como si no hubiera descubierto que hay otra realidad. De cara a ellos, de cara a los demás, me seguiré comportando como antes, como siempre, aunque sepa que nada de lo que hacemos tiene sentido desde el punto de vista de esa otra realidad. Pero, también de repente, la idea brillante se ha convertido en una idea estúpida: eso es justamente lo que estoy haciendo, estoy sentado tranquilamente, doy un sorbo a mi bebida de vez en cuando, escucho la música, ocasionalmente hago un comentario a la chica que se sienta a mi lado, la escucho cuando me responde. Esa estrategia que me había parecido tan brillante es justamente la que estoy siguiendo, y no me libra de la sensación de pánico provocada por la imposibilidad de saber cuál es la realidad real. Y esa sensación de pánico me genera una enorme inseguridad con respecto a mi conducta, y temo no ser capaz de seguir actuando como si no pasara nada, y si no soy capaz de hacerlo, entonces los que viven en esa realidad considerarán, no sé, que me he vuelto loco. ¡Pero ya estoy en esa situación! Si aún me consideran normal es porque finjo, pero si finjo es porque no quiero que vean lo que sucede en mi interior, y eso es porque lo que sucede en mi interior es algo que, si lo vieran, les haría pensar que estoy loco. Luego estoy loco, aunque intento ocultarlo. La verdad es que no estoy seguro de nada, no sé si estoy loco, si solo pienso que lo estoy, o si lo pienso porque lo estoy. O si no lo estoy, pero pensar que lo estoy me hace enloquecer.
—Es que ya vas de bajada y estás como en medio, a mitad camino. Pero no le des tantas vueltas. Escucha la música y deja de pensar.
Ella es la experta, ella es mi guru en esta experiencia psicodélica. Le tengo que hacer caso. Escucho la música. ¡Es maravillosa! El Adagio de Albinoni. Suena el órgano y de repente entran los violines. Entran de repente, pero cuando entran te das cuenta de que tenían que entrar. La consonancia entre la nota que da el órgano y la que da el violín es tan perfecta que necesariamente tenía que ser así: el órgano estaba pidiendo que entrara el violín con esa nota, el violín estaba deseando reunirse con el órgano para complementarlo. Y tenía que ser en ese momento: no había otro en que pudiera hacerse. Hubo alguien que escribió eso en una partitura, Albinoni, o un compositor moderno, dicen ahora, pero da igual quién fuera. No fue nadie: eso no lo pudo haber inventado un ser humano. Esa consonancia, que acaba de desdoblarse porque otra voz de violines entra para llenar un espacio sonoro que demandaba ser llenado, esa especie de voluta armónica que fluye en un ámbito etéreo de perfección, tiene una entidad propia. Albinoni, o quien fuera, no la creó, no la pudo haber creado: la descubrió. La trajo, la desveló a nuestros oídos, pero él debía ser perfectamente consciente de que no estaba creando nada, sino transcribiendo lo que oía a través de una especie de oído mental que algunos privilegiados poseen. Y al entretejer esas líneas melódicas, el órgano y los violines parecen producir unas armonías hermosísimas, pero no las producen: las reproducen. No, ni siquiera eso: las invocan. La ejecución musical es una liturgia mediante la cual se consigue hacer presentes fragmentos de una realidad superior. Es superior porque es perfecta, limpia, incontaminada e incontaminable por la oscuridad y las miserias de esta otra realidad a ras de tierra. En el pub casi nadie atiende a la liturgia, casi nadie, o nadie, capta esos retazos de pura belleza que se presentan ante nosotros, y seguramente nadie, ni siquiera los que prestan atención a la música y gozan de ella, es consciente de que les está siendo presentada otra realidad, otro ámbito, otra dimensión, diferente e incomparablemente mejor que la aquella en la que creen vivir.
—Me parece que está un poco intranquilo.
—Sí. Chútale más.
—Ahora no puedo. Demasiado riesgo. Hay que ir poco a poco. Dame unos minutos.
—¡Joder! ¿Es que nada va a salir bien, hoy?
El Adagio de Albinoni… El pub… La bajada del ácido con Marina… Eso… ¡Eso ya ha sucedido! ¡Eso fue hace mucho tiempo! Marina… ya no me acordaba de ella. Sí que la recordaba, claro, cómo olvidarla, pero no la recordaba como una persona de carne y hueso; en mi memoria era más bien una figura de un escenario, algo así como un papel que alguien representó durante un tiempo en la historia de mi vida. En cambio, hace un momento… era ella, era la persona concreta, el cabello rizado, el olor de pachuli, la mirada decidida, la sonrisa jovial. Era como si hace un momento la hubiera invocado, como la ejecución del Adagio de Abinoni invocaba al verdadero Adagio, a la realidad de sus maravillosas armonías. Pero no es lo mismo: el Adagio de Albinoni puede existir inmaterialmente en un ámbito de pura belleza, pero Marina era una persona y cambiaba a lo largo del tiempo en esta realidad a ras de tierra. No, no es lo mismo. ¿Qué estoy diciendo? No es posible que la Marina de la bajada del ácido en el pub existiera en otra realidad, esperando a que alguien (yo) la invocara, porque entonces tendrán que existir a la vez las innumerables Marinas que hayan ido existiendo sucesivamente como consecuencia de su evolución vital. Entonces… ¿Qué está pasando? ¿Cómo es que estoy con ella en el pub? Temía volverme loco, entonces, creía que me estaba volviendo loco. ¿Me volví loco? Quizá me volví loco y estoy viviendo en la locura desde entonces. Quizá eso es la locura: revivir, o imaginar, o pensar cosas que no puedes distinguir de las cosas que realmente están sucediendo ahora y aquí.
El Adagio de Albinoni… ¡Yo lo estoy oyendo, aquí y ahora! Y no estoy en el pub, no estoy con Marina. ¿Dónde estoy? Estoy… no sé donde estoy, solo sé que estoy atrapado en ideas de las que no puedo salir. ¡No puedo salir, no sé dónde estoy, ya no sé muy bien quién soy! ¡La angustia es insoportable, me voy a morir!
Esa angustia… esa sensación de muerte inminente… estoy… estoy en el avión con Marina, en aquel viaje con tantas turbulencias. Estoy angustiado porque estoy atrapado. Cada sacudida me encoje el estómago, me corta la respiración. No piso un suelo firme, estoy en el aire, no depende de mí, no soy dueño de mí mismo, saldría corriendo pero estoy encerrado, no puedo ir a ninguna parte, me entran arcadas, me veo levantándome del asiento, corriendo hacia la puerta, abriéndola y tirándome, me he vuelto loco, pánico, pánico, pánico…
El Adagio de Albinoni… lo estoy oyendo, eso es algo, algo concreto, algo que está sucediendo, aquí y ahora. Me centraré en eso. Es lo que intentaba en el avión, centrarme en algo. No prestar atención a nada más, hacer como sin nada más fuera real. Me tranquilizo. Estoy en uno de esos momentos de tranquilidad en el avión, no noto que se mueva, recupero el control pero temo que volveré a perderlo. Sé que volveré a perderlo y me aterra. Tengo que centrarme en el Adagio de Albinoni… ¡Ya no suena! Suena una guitarra eléctrica, un riff poderoso… Eric Clapton… ¡Layla!
—Esta canción te ha animado, ¿eh? —me dice Marina— La de antes era un poco muermo. Te veo mejor.
Los aullidos de esa guitarra me perforan la mente enroscándose como un gusano eléctrico, abren una brecha hasta el magma incandescente que ahora descubro que llevo dentro y lo desparraman en regueros a mi alrededor. Soy energía. ¡Soy energía! Podría fundir a Marina si la toco en este momento, podría fundirlo todo, las mesas, las personas, el pub entero, el edificio. Ya no pensarían que estoy loco, pensarían que ellos no se enteraban de nada.
Pero… ¿Qué coño estoy pensando? ¿Fundir? ¿Qué es eso de fundir? ¡Bailar, y gritar, eso es lo que quiero! Porque en realidad la energía no está en mí, es esencial, yo solo participo de ella, esa música me conecta con ella, y me conectaría aún más bailar o gritar, pero me conformo con darme golpecitos en el muslo y mover la cabeza a un lado y otro. Lo mejor de esta canción no es que me conecta a la energía esencial: es la manera como la invoca, a través de la melodía, del ritmo, de esa repetición machacona que es una reafirmación, un desafío, una invocación, una convocatoria a la que es imposible resistirse. Pero… ¿y el Adagio de Albinoni? Aquella otra realidad de melodías dulces y armonías trascendentes no es la misma que esta realidad energética, eléctrica, magmática. ¿Cuál es la realidad real? Reprimo esta vez el impulso de preguntárselo a Marina, no sirve de nada. Ella me mira con cara de preocupación. ¿Qué pensará de mi? Que no debería haberme invitado al ácido, que soy un mal compañero de viaje. Pero estamos en el avión, hace tiempo que nos conocemos, ya sabe cómo soy, solo pensará que me da miedo volar. Es solo un pequeño defecto, lo demás que conoce parece que le gusta, si no, no estaríamos aquí; lo demás que conoce compensará este pequeño defecto. Pero no es un pequeño defecto. Soy un núcleo de pánico recubierto por una capa ligera de autocontrol. No es que tenga miedo a volar: lo que sucede es que las sacudidas del avión han abierto una brecha en esa capa. Ahora, ella y todos los demás me verán como lo que realmente soy: un loco peligroso.
Ese núcleo de pánico, ¿no es el mismo núcleo de energía que activa la guitarra de Eric Clapton? Sí, podría ponerme a bailar y todo estaría solucionado, pero no puedo desabrocharme el cinturón y ponerme a bailar en medio del pasillo. ¡Ponerme a bailar en el pasillo de un avión! ¡Es de locos!
—Ahora veo que tiene historial psiquiátrico.
—¿Ahora? ¿Ahora lo ves? ¿Ahora que lo tengo abierto?
La respiración, hay que controlar la respiración. La respiración establece la conexión entre los dos mundos, el interior y el exterior. Eso me lo dijo un amigo de Marina un día que habíamos fumado. Si controlas la respiración, controlas esa conexión. Y… ¡Sí, claro, ese es el problema! ¡Eso ya lo sé! Pero si intento controlar la respiración, la respiración se me descontrola. Ese es el problema, mi problema. Si intento no pensar en nada, no puedo dejar de pensar en cosas, si intento respirar pausadamente, siento una sensación de ahogo y empiezo a jadear. No me sé controlar, no me puedo controlar.
Ahora está sonando la parte del piano. ¡Qué dulce debía ser Layla! ¡Qué deseable, capaz de provocar los impulsos eléctricos de la guitarra y, a la vez, qué delicada, como la melodía de ese piano! ¡Layla! Es como si la conociera, sí, la conozco, la he conocido siempre… quizá solo la he conocido interiormente, pero la he conocido… su sonrisa… si consiguiera enfocarla del todo…
¡El mundo exterior y el mundo interior! ¡Ahí está la clave! Hay que mantener un equilibrio, y yo me desequilibro todo el tiempo. La música viene del mundo exterior, yo la percibo en mi mundo interior, y es tan desmesurada la vivencia de belleza que me provoca que me desborda y vuelve al mundo exterior. Mi mundo interior me desborda con facilidad: ese es el problema. Las sacudidas del avión me provocan desasosiego, una especia de angustia en el estómago, y esa angustia sale de mí y lo llena todo, y es el avión el que está angustiado, el piloto, el cielo, el mundo, no hay nada más que angustia, angustia, angustia…
Hay que restablecer el equilibrio. Respirar graduando lo que entra y lo que sale. Graduando, regulando, adaptando. Yo soy el que gradúa, yo soy el que tiene la llave, solo es cuestión de abrirla o cerrarla justo lo que convenga. Qué suerte, haber aprendido a controlar la respiración. Antes no era capaz. Ahora recuerdo aquella época en la que no era capaz y aún revivo la sensación de angustia. Pero ya no. He aprendido a no pararme cuando voy corriendo y no puedo más. Siempre se puede regular para encontrar el punto de encaje entre el cansancio y la carrera. Bajar el ritmo un poco más, relajar la musculatura de una pierna mientras te impulsas con la otra, ayudar al diafragma para que la respiración sea más profunda. Incluso caminar, si todo lo anterior no es suficiente. Caminar no es parar. El mundo no para de moverse, el avión no puede detenerse, te has de adaptar. Y te puedes adaptar: solo depende de ti. No hay un mundo interior y un mundo interior: lo que hay eres tú graduando las proporciones de la mezcla. Lo que hay es la mezcla, y la mezcla depende de ti.
¡Qué gracia, ahora que lo pienso! Me decía que mi afición a correr era consecuencia de mi impulso de huir ante las dificultades, como hubiera querido hacer en el avión, como he estado haciendo toda mi vida, y resulta que lo que ha sucedido es que correr me ha enseñado que la solución no es huir, sino regular el equilibrio entre dentro y fuera.
¿Y esa música? “Walk on the wild side”. Lou Reed. El lado salvaje. Sí, hay un lado salvaje. Tengo un lado salvaje. Albergo un demonio. Fundiría todo a mi alrededor, cuando me encuentro lleno de energía. Derribaría el avión. Provocaría el apocalipsis, aunque supiera que también sería el fin para mí, solo por darme el gusto de una última carcajada. Lo mantengo a raya, correr me ha ayudado a conseguirlo sin sufrir demasiado, pero está ahí, siempre ha estado ahí y siempre estará. En cualquier momento puede pillarme desprevenido y llevarme a un paseo por el lado salvaje. Él también soy yo, aunque no forma parte de mi yo consciente. Yo soy mi yo consciente, pero mi yo consciente es solo una parte de mí. La conciencia es una fina capa en cuya naturaleza está considerarse el todo. Pero no es todo. También está él, el demonio. El mal. Lucho por mantenerlo a raya. Y eso es mi vida: una lucha, una lucha contra el mal, una lucha contra el mal que llevo dentro. Vaya mierda.
—Chútale más, chútale de una puta vez. Asumo la responsabilidad. Para evitar que lo mate la anestesia voy a acabar matándolo yo con el bisturí.
Marina me sonríe en el avión y su sonrisa me hace bien, me tranquiliza. Pero no lo suficiente, porque pienso que su sonrisa no es sincera, que me sonríe solo para que me tranquilice. ¿Y qué, si es así? ¿Por qué tengo que buscar siempre el por qué y el por qué del por qué? Está bien que quiera tranquilizarme, está bien que lo haga sonriéndome y no dándome una bofetada, por ejemplo. Está bien, está bien… lo que no está bien es que esa cara sonriente, la de Marina, no es la cara sonriente que yo busco, que yo anhelo, que yo necesito. Miro a Marina que me sonríe y tengo una intuición: lo nuestro no llegará muy lejos. No tiene los ojos claros, tiene las cejas demasiado espesas, y esa barbilla… No se parece en nada a la cara sonriente que tantas veces he visto aparecer durante un instante detrás de mis ojos y desvanecerse luego sin dejar más rastro que una especie de nostalgia desolada. Es mujer y sonríe: solo se parece en eso. No puedo quedarme satisfecho teniendo al lado alguien que no es quien querría tener. De ahí mi intuición de que lo nuestro no tiene futuro.
¿Pero qué intuición puedo tener ahora, si lo nuestro acabó hace ya mucho tiempo? He sentido que estaba en el avión intuyendo eso, pero en realidad no lo intuí entonces, lo estoy haciendo ahora. Me estoy diciendo que entonces ya lo sabía, ya sabía lo que acabaría pasando, aunque no me atreví a aceptar lo que sabía. Pasaron muchas cosas entre ella y yo y busqué muchas explicaciones a lo que pasó, pero ahora, tanto tiempo después, estoy siendo sincero, por fin: a mis sentimientos hacia ella les faltaba… pulso, o verdad, no sé cómo decirlo. Solo podría entregarme incondicionalmente a aquella cara sonriente que no era la suya. Solo con aquella cara sonriente podría encontrar la satisfacción total, incondicional, infinita.
Como la belleza de la música. John Mayall. Lo reconozco aunque hacía siglos que no lo oía. Qué maravilla cómo cambia cada instrumento la nota que está dando y el cambio produce una armonía diferente de la anterior, no permanecen las notas, permanece la armonía, y tampoco es la misma, lo que permanece es la belleza armónica. Es evidente que no son los músicos los que producen la música, sino que solo la invocan. Cada uno toca lo que tiene que tocar, cambia cuando tiene que cambiar, y el conjunto suena maravilloso. Es la música la que les dice lo que tienen que tocar, es la música la que guía sus manos, sus pies o su boca, ellos son solo servidores de la música. Ellos perciben un modelo e intentan hacerlo presente para que los demás podamos captarlo a través del sonido. A diferencia del Adagio de Albinoni, o de cualquier otra pieza clásica, supongo, la interpretación es aquí un poco juguetona. En el Adagio, los músicos intentaban ponernos delante el modelo de la manera más fiel posible; aquí, los músicos juegan un poco con él. A veces la guitarra distorsiona ligeramente la nota que debería dar, a veces la voz entra un poco mas tarde de lo que debería hacerlo y luego se acelera para reunirse con los demás en el siguiente golpe de ritmo. Juegan con el modelo porque ya lo han evocado en nuestra mente, y luego parecen hacernos creer que se apartan de él, y durante un brevísimo instante nos provocan una expectación intensa por ver cómo harán para volver. La verdad está en el modelo, no en su representación, en la cara sonriente, en mi interior, porque solo en él puedo captar lo esencial.
Lo interior… ¿Y lo exterior? ¡Ya estamos otra vez! También está lo exterior, y no se puede ignorar. Regular… ¡Regular! ¡Solo se trata de regular, había vuelto a olvidarme! Yo soy el que gradúa, yo soy quien maneja la llave de la espita. Cuando corro, yo no soy el que se cansa, yo no soy el que respira al borde de la asfixia, yo soy el que, compasivamente, le dice al que corre que baje un poco el ritmo, solo un poco, que deje de encoger el estómago, ese es el origen de todos los males, que se relaje y perciba que en su vientre hay solo aire, movido arriba y abajo por el diafragma, con firmeza pero con suavidad, no pasa nada, no vas a asfixiarte, te has salido un poco del punto de equilibrio pero no pasa nada, vas a a volver a él, yo te guío, yo te doy la mano para que no creas que estás solo.
La mano… ¡Las manos, ese es el problema! En el pub, en el lavabo, buscando aislamiento, me miro en el espejo y me veo mirándome con angustia, intento relajarme, intento esbozarme una sonrisa, y uno las manos delante del pecho, y… ¡no siento que cada mano toca a la otra! Si no estuviera delante del espejo, pensaría que había perdido una mano. Me concentro, me fijo en la derecha y la siento, pero ¡no siento la izquierda! Ahora sí que la siento, pero es que me he olvidado de la derecha. ¡No siento la derecha! Tengo los dedos entrelazados, pero lo sé porque lo estoy viendo en el espejo. No siento que se estén tocando, no puedo cerrar el circuito, me siento dividido, el que percibe la mano derecha, el que percibe la izquierda… Estoy roto, definitivamente roto, soy un guiñapo…
¿Por qué me preocupo ahora por aquello? No me preocupo: lo estoy viviendo. Pero no lo puedo estar viviendo. Aquello pasó hace mucho tiempo, y luego aprendí a regular, a controlar. ¿Lo aprendí? ¡No, no lo aprendí, lo estoy aprendiendo ahora! Bueno, no sé, es cierto que cuando corro me regulo, pero no me digo todo eso que me estoy diciendo, hasta ahora no había entendido que lo que estaba regulando era la conexión entre lo interior y lo exterior. Estoy… estoy reviviendo… no, estoy reinterpretando, estoy intentando entender cosas que en su momento no entendí, la música, la cara sonriente, Marina, Layla, por qué me gusta correr, pero hay cosas que no puedo entender, el demonio, la desconexión entre las manos… ¡Es que estoy idealizando eso de regular la conexión entre lo interior y lo exterior! En realidad tiene su límites. La angustia de no poder salir del avión para aliviar el pánico puede controlarse, pero ¿y si el avión cae de verdad? ¿Qué puedes controlar entonces? ¿De qué te sirve controlar el pánico si unos instantes después estarás muerto? Corriendo puedes controlar el ritmo para poder seguir moviéndote o respirando, pero imagínate que estás asido a una cornisa y empiezas a notar que tus músculos no pueden más, o que estás sumergido en el agua, llevas un rato aguantando la respiración y empiezas a notar que no puedes más. Los músculos acabarán por fallarte por mucho control que tengas sobre ti mismo, La falta de oxígeno provocará que acabes abriendo la boca y respirando agua por mucho control que tengas sobre ti mismo. Regular… no es más que un autoengaño, un engaño infantil que me creo porque necesito poner las cosas en su sitio… No, en mi sitio.
A ver. Regular se basa en adaptar lo interior a lo exterior porque no tenemos control sobre lo exterior pero sí sobre lo interior. Pero ahí hay un error. Tampoco controlamos del todo lo interior. A veces irrumpe en nuestra mente lo interior desconocido y nos espanta porque percibimos que tiene vida propia, quiero decir que tiene una vida independiente de la… nuestra, es como un demonio o una parte demoníaca de nosotros mismos. Pero no hay que luchar contra él. Luchar contra algo es reconocerle la capacidad de destruirte, y potencialmente toda lucha puede llevar a la destrucción mutua. Hay que reconducirlo compasivamente, aceptando que es parte de ti, pero una parte insuficientemente desarrollada. Es como ser agredido por un niño pequeño: no debes defenderte como si tuviera la capacidad de destruirte, debes frenarlo enseñándole. Compasivamente. ¡Compasivamente! Ahí está la clave: compadecerlo, no intentar destruirlo, si lo consiguieras te destruirías a ti mismo. Compadecer, compadecer esa parte de ti y, dulcemente, amorosamente, con la cara sonriente, reconducirlo.
Vale, eso está muy bien. Pero ¿y cuando lo exterior te arrolla, por mucho que intentes controlar? Esa era la cosa, ¿no? Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él, dicen. Y, sí, esa es la cosa: al regular, estás dejándole entrar, solo un poco, de manera controlada. O dejándote salir un poco, solo un poco, sin volverte loco. Ya no soy el que se cansa, soy otro, soy el que controla el cansancio. Y si me llega la destrucción, puedo hacer lo mismo: dejar de ser el destruido, ser el que viene después. Porque la destrucción no es total: algo queda, después. No es destrucción, solo es transformación. La veo como destrucción si la miro desde el punto de vista del que soy ahora, pero desde el punto de vista de lo que vendrá después solo ha habido un cambio. Y yo ya no tendré el punto de vista del que soy ahora, eso será imposible, tendré el punto de vista de lo que vendrá después, aunque ahora no pueda imaginarlo, como no podía imaginar tantas cosas que luego he vivido.
—No me da miedo morir, me da miedo morir sin entender la muerte —afirmo con solemnidad. ¿A qué viene esa solemnidad, si no hay nadie escuchándome? ¡Estoy solo! O quizá no: allá al fondo parece que hay gente, pero están tan lejos que no les distingo las caras y no puedo saber quiénes son. ¿Un fuego de campamento, una tertulia, una clase, un discurso, una declaración ante un jurado? No sé. Están muy, muy lejos, muy lejos en el tiempo.
Marina me ha propuesto ir a la playa a ver la puesta de sol, pero yo quería estar solo y le he dicho que prefería quedarme en casa trabajando. Ella se ha ido con una amiga y yo he venido a la playa. Y en el momento de máxima belleza, vi que se acercaba una mujer. Pensé que era Marina. Venía en la dirección en que se ponía el sol, así que no pude distinguir sus facciones a causa del contraluz. Quien fuera, parecía sonreírme, y el estómago, que se había contraído con la idea de que fuera Marina, se abandona ahora a una maravillosa relajación el vislumbrar aquella cara sonriente. Solo hay aire, solo soy aire. Y aquella belleza flotante recortándose en el resplandor rosado.
¿Qué mas me da quién voy a ser si no sé muy bien quién he sido? Antes era el que se cansaba, luego el que controlaba, y en realidad no me daba cuenta muy bien de quién era hasta que había dejado de serlo, hasta que miraba al que ya no era desde el punto de vista del que ya era. No sé quién voy a ser y no me importa, porque ese alguien es menos alguien, mas etéreo, no es el que se cansa, no es el que puede ser destruido…
—Me parece que… ¡Es increíble¡ ¡Me parece que se está despertando!
—No, no se va a poder despertar, no te preocupes más.
¡Ohhhhhh! ¡El “Aria para la cuerda de Sol”! ¡La más hermosa de las despedidas! ¡El más maravilloso de los recibimientos!
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