Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
5. Mi alternativa instrumentalista

5. Mi alternativa instrumentalista

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Justificación inicial

Es más fácil destruir que construir: los niños adquieren una destreza notable en lo primero antes de dar los primeros pasos en lo segundo. Si no presentara mi alternativa, habría llevado a cabo la parte fácil y me hubiera ahorrado la difícil. Creo que bien puede calificarse al realismo como una enfermedad infantil de la ciencia; si me hubiera ahorrado construir lo que escribiré a continuación, sentiría que yo mismo había caído en la enfermedad infantil de criticar lo que se me ofrece sin proponer yo mismo algo mejor.

Tengo otra razón más sustancial para presentar mi planteamiento. Si ante unos determinados hechos uno no dispone más que de una explicación que cumple básicamente el objetivo de permitir entender esos hechos, pero al analizarla con cuidado le encuentra alguna insuficiencia o alguna incoherencia, y si uno no se ve capaz de encontrar una explicación alternativa que dé cuenta por lo menos de los mismos hechos y presente menos deficiencias, quizá sería una buena estrategia dedicar sus esfuerzos a intentar solucionar los problemas de la única explicación disponible. Porque, si no ve alternativa, tal vez sea porque esa explicación es la correcta y el único problema es que contiene algunos errores menores. En relación con el tema que me ocupa, la postura de JZB es muy razonable y se apoya en buenos argumentos. Si no fuera capaz de presentar una alternativa como mínimo tan sólida como la suya, hubiera sido más honesto dedicarme a intentar una reforma de su postura en lugar de un derribo. Así pues, me propongo esbozar una postura alternativa al realismo científico que, como mínimo, pueda salir airosa de la contrastación con la que defiende JZB.

Ciencia y verdad

Tenemos al científico movido por el afán de encontrar una explicación verdadera de la realidad, esto es, de obtener un conocimiento de cómo es verdaderamente, y lo vemos elaborando teorías que, por una parte, son contrastadas exitosamente con la evidencia empírica, esto es, todas sus predicciones se cumplen, y además (y por esta razón) le provocan la convicción de que ha conseguido entender cómo es la realidad en los ámbitos a los que se refieren sus teorías. ¿Por qué pensar que el científico está equivocado en esta convicción? Expresado de una manera más directa: ¿Cómo puede ser que las teorías sean falsas y sus consecuencias empíricas sean correctas?

En realidad, nadie está sugiriendo que las teorías científicas (suficientemente verificadas) sean falsas; solo, que considerarlas verdaderas no comporta (en general: luego veremos los matices) aceptar la existencia real de las entidades que forman parte de ellas. Esta situación es diferente de lo que sucede en nuestro entorno cotidiano: cuando decimos “el conejo se comió la zanahoria” nos comprometemos con la existencia real del conejo y con la de la zanahoria… antes de que se la comiera el conejo. La razón de esta diferencia reside en que en nuestro entorno cotidiano tenemos un criterio claro de realidad, pero esto no sucede en el caso de las teorías científicas. Más adelante fundamentaré y desarrollaré esta idea, pero antes quiero hacer notar otra cosa: que la verdad siempre es dependiente de un contexto. Para que la exposición no resulte demasiado pesada (si es que aún estoy a tiempo de evitarlo), la amenizaré con un cuento. Ahí va:

Una malvada madrastra encerró al príncipe en un lóbrego sótano cuando era un recién nacido, y ahí ha permanecido siempre, sin ver nunca lo que hay fuera, cual prisionero en la caverna de Platón. Pero ha gozado de una ventaja con respecto al prisionero platónico: a ese sótano había ido a parar la colección de libros de astronomía de su bisabuelo, monarca ilustrado y astrónomo aficionado, y la compasiva sirvienta que le lleva la comida le ha enseñado a leer. El príncipe nunca ha visto el cielo, pero conoce perfectamente la estructura del sistema solar y las leyes que rigen el movimiento de todos los cuerpos que lo componen.

Imaginemos ahora que, un buen día, su hada madrina se entera de su triste condición y, mágicamente, le lleva fuera del castillo. Amanece, y el príncipe contempla extasiado el espectáculo. En eso que pasa por allí un campesino, inculto aunque espabilado y lleno de sentido común. Llamémosle Sancho. Sancho ve al príncipe y le dice: «¿Qué, mirando la salida del sol?». El príncipe se vuelve hacia él con cara de asombro y responde: «¡No! ¡Estoy mirando el giro de la tierra!». Sancho se rasca la frente, suspira, quizá piensa “¡Otra vez!”, y le dice, pacientemente: «No, mi señor, no es la tierra la que se mueve. ¿Acaso nota vuesamerced que el suelo que pisa está girando? Es el sol, que al alba se eleva sobre el horizonte por el este, recorre el cielo durante el día, y al final de la tarde se esconde por el oeste.» El príncipe no da crédito. «¡No, buen hombre! ¡Mirad! ¡Es el horizonte el que se ve descender, a causa del giro de la tierra en esa dirección! El sol está fijo, y al girar nosotros junto con la tierra que pisamos, lo iremos viendo cada vez más arriba, y luego cada vez más atrás.»

Bueno, ya está dicho lo importante. Al final el príncipe hereda el trono y nombra a Sancho gobernador de una ínsula, pero eso ya no es relevante para mi argumentación (y aún menos original). Lo que pretendía era plantear una pregunta. Tenemos una misma evidencia empírica y dos explicaciones fundamentadas pero incompatibles. ¿Cuál es la verdadera? Creo que no hay más que una respuesta razonable: ambas lo son. La de Sancho encaja perfectamente con la evidencia que tiene ante los ojos, y, por tanto, con respecto a esa evidencia, nadie podrá convencerle de que es falsa. La del príncipe encaja peor con esa evidencia (no notamos el giro de la tierra), pero teniendo en cuenta otras evidencias que Sancho no conoce y aplicando unos cálculos cuya validez Sancho no puede valorar, acaba también por encajar perfectamente. La del príncipe tiene la ventaja de que su explicación forma parte de una teoría que permite explicar no solo esa evidencia empírica, sino muchas otras conectadas con ella y que, por tanto, puede considerarse que abarca un ámbito mayor de realidad. Por esta razón, la respuesta a la pregunta: «¿Cuál es la mejor?» parece más fácil: la del príncipe. Pero solo lo parece, porque en tanto que el calificativo de “mejor” se basa en una valoración, Sancho puede seguir considerando que es mejor la suya. ¿Qué ganaría dedicando al estudio de la astronomía el tiempo que ha dedicado el príncipe para llegar a convencerse de que lo que ve es la tierra moverse y no el sol? A diferencia del príncipe, a él el tiempo no le sobra, y, si tiene que dedicarlo a aprender, debe ser algo que le vaya a reportar algún tipo de ventaja en su vida. Conocer el funcionamiento del sistema solar solo le serviría para, después de años de arduo estudio, mirar lo que ha mirado siempre y, al ver lo que ha visto siempre, creer que lo que está viendo es algo diferente a lo que hasta entonces creía ver. Por tanto, nadie podría calificar a Sancho de insensato por obstinarse en defender que su explicación es mejor.

Lo que me parece fuera de toda duda es que su explicación no es menos verdadera que la del príncipe. Pasa a serlo cuando se aplica a una evidencia empírica adicional. Es decir, hay sucesos en los que intervienen la tierra y el sol que Sancho no conoce y que no pueden encajarse con su explicación, pero es que su explicación solo pretende explicar lo que Sancho ve, y eso lo explica. Así pues, explicaciones sucesivas basadas en teorías mejores no son más verdaderas que las previas para explicar las evidencias que aquellas explicaban (siempre que fueran buenas explicaciones de aquellas evidencias, claro está). Por tanto, si se quiere decir que las explicaciones sucesivas son más verdaderas que las anteriores, eso solo puede querer decir que contienen mayor cantidad de verdades (mayor cantidad de explicaciones verdaderas) o explicaciones verdaderas de una mayor cantidad de evidencias empíricas, pero no en el sentido de que, en relación con ellas, las explicaciones de las teorías anteriores fueran falsas (o menos verdaderas, si es que esto es posible). Me parece que este es el único sentido en que puede entenderse el progreso de la ciencia como incremento de la verdad o de la verosimilitud. El incremento de la verdad es cuantitativo; el incremento de la verosimilitud solo puede reducirse a eso. Incluso si pensáramos que hay una gran verdad total y definitiva, solo podríamos decir que la ciencia se acerca a ella en el sentido de que incrementa el ámbito para el que provee explicaciones verdaderas. Y es importante ver que lo que aumenta es el ámbito cubierto, nada más que eso, no la cantidad de “gran verdad” que conocemos, puesto que, muy probablemente, algunas de las teorías que cubren partes de ese ámbito acabarán siendo sustituidas por otras. Quizá no, pero no podemos saberlo.

La verdad necesita un contexto, y todos somos perfectamente conscientes de ello. Es el contexto el que da significado a cualquier aserción. Si yo digo “te voy a matar” navaja en mano a alguien que me ha ofendido, no estoy diciendo lo mismo que si lo digo empuñando un mando de videojuegos delante de una pantalla. Si hablamos de ciencia, el contexto es la teoría dentro de la que se plantea la aserción. Por esta razón, una concepción minimalista de la verdad, o incluso una correspondentista, siempre que no pasen de contrabando una determinada ontología, no tienen ningún papel en el debate entre realismo o antirrealismo. El electrón existe en la física de partículas actual; el alumno que no haya conseguido deducir que era el electrón la partícula por la que se le preguntaba en un examen, no podrá reclamar la nota esgrimiendo su derecho a mantener creencias instrumentalistas. Sin embargo, podría obtener una nota brillante el alumno que argumenta la inexistencia de entidades como el electrón en un examen de filosofía.

Pero, seamos realistas, podría decir el realista: la teoría astronómica explica todas las observaciones que explica el conocimiento cotidiano relativo a los astros; sus explicaciones tienen más precisión y alcance, y, además, explica por qué las observaciones cotidianas nos hacen ver lo que vemos cuando, en realidad, lo que hay es lo que enseña la astronomía. La conclusión razonable de todo esto tiene que ser que la teoría astronómica es cierta y la cotidiana es falsa, aunque resulte práctica en nuestro día a día. Lo que parece más decisivo aquí es que la explicación astronómica explica por qué la explicación cotidiana parece ser correcta cuando en realidad no lo es: solo es una ilusión, y ahora conocemos el mecanismo que produce esa ilusión. Analicemos esto un poco más.

Para explicar por qué la verdad de la explicación cotidiana es solo una verdad aparente, la explicación astronómica la traduce a sus propios conceptos, y esa traducción no es inocente (“traduttore, traditore”). ¿Qué es el sol de la explicación cotidiana? Un círculo luminoso y caliente que se mueve por el cielo. ¿Qué es el sol de la astronomía? Una enorme bola de gas incandescente, o algo parecido. Por tanto, las dos teorías no hablan de la misma “cosa”. Si hacemos una traducción cuidadosa, las verdades sobre el sol astronómico no contradicen las verdades sobre el sol cotidiano, puesto que no son la misma cosa: las características del sol de la astronomía explican por qué es verdadero lo que sabemos del sol cotidiano. Si hacemos una traducción literal, aprovechando de manera abusiva que a ambas cosas les damos el mismo nombre, la verdad astronómica contradice la cotidiana, puesto que hacen afirmaciones incompatibles sobre la misma cosa.

«Vale, vale —se atrinchera el realista—, pero no me líes: la traducción cuidadosa demuestra que la cosa que existe en realidad es el sol astronómico, y que la otra no es una cosa diferente, sino la misma percibida en unas determinadas condiciones.» Y aquí el realista… tiene razón. Pero… (si no hay “pero” no hay alegría) no por lo que él cree. No porque el sol astronómico forme parte de una teoría superior, no porque tenga mayor capacidad explicativa, sino porque (en cierta manera) podemos acercarnos y verlo. En nuestro entorno cotidiano, a veces nos parece ver una cosa y cuando nos acercamos vemos que es otra diferente. En esos casos, aceptamos sin ningún problema que nos habíamos equivocado en la primera identificación porque, tal vez a causa de la distancia, no habíamos llegado a captar todos los aspectos relevantes. De la misma manera, si uno se sube a una nave espacial y viaja por el espacio (o si ve imágenes que tiene razones válidas para considerar que han sido tomadas desde una nave espacial), ve que sus ideas sobre lo que es la tierra, el sol y la luna, estaban equivocadas porque los veía desde lejos. Al verlos desde cerca, se da cuenta de que son otra cosa. El hecho de que el sol astronómico pueda ser percibido, le confiere una ventaja decisiva con respecto a cualquier otro objeto teórico que no pueda ser percibido directamente: ninguna teoría podrá hacerlo desaparecer, puesto que está ahí, puesto que lo vemos. Ese es un privilegio del que no gozaron otros objetos teóricos que desaparecieron en teorías posteriores o fueron desfigurados hasta hacerlos irreconocibles (eso sí: manteniendo el nombre). En la época del príncipe, la conciliación entre su verdad y la de Sancho era imposible, ya que no se podía viajar por el espacio. En nuestra época es posible, y puede haber conciliación. Pero eso sucede en este caso concreto (y en otros parecidos) porque el debate se centra en objetos teóricos que pueden llegar a ser percibidos. Si esto no fuera posible, como sucede muy a menudo, ¿cómo podría demostrarse que un objeto es real y el otro no?

En definitiva, si lo que nos interesa es la realidad, en lo que deberíamos fijarnos es en la percepción y no en la verdad o en la capacidad explicativa.

¿Qué hace falta para ser real?

Iba a titular este apartado “¿Qué es ser real?”, pero esa pregunta hubiera asustado al hipotético (e improbable) lector haciéndole pensar que me iba a enfangar en metafísica, y no es esa mi intención. Lo que quiero preguntarme es solo qué nos hace considerar que algo es real o no lo es. Me refiero solo al conocimiento objetivo, cuya forma más perfeccionada es la ciencia, y por tanto dejo de lado cosas como pensamientos, intenciones, la belleza, la bondad, etc. Si nos limitamos al conocimiento objetivo, creo que la respuesta es fácil: consideramos que es real aquello que todos podemos percibir de la misma manera. Cuando todos miramos hacia el mismo sitio y vemos lo mismo, eso que vemos es real. Podemos expresarlo diciendo que el criterio de realidad es la percepción intersubjetiva. Esa percepción intersubjetiva es posible, tal como JZB subraya, por la detección de diversas regularidades empíricas. Si lo que tenemos ante nuestros ojos fuera cambiando de manera continua y caótica, no sería posible ninguna percepción intersubjetiva, y, por tanto, no podríamos conocer una realidad objetiva. En ese sentido, la realidad comporta una cierta permanencia; por lo menos, la suficiente para que pueda compartirse su experiencia.

Este criterio puede aplicarse no solo a cosas, sino también a sus propiedades y relaciones, y también a las estructuras que diversas cosas pueden formar mediante algunas de estas relaciones. Las propiedades, relaciones y estructuras que todos podemos percibir, las consideramos también reales.

Intentemos ahora aplicar este criterio a los conceptos explicativos de las teorías científicas. Si fuera posible hacerlo, podríamos determinar sin lugar a dudas si son (o cuáles son) reales. Obviamente, no es posible hacerlo de manera clara; de lo contrario, el debate entre realismo y antirrealismo no existiría. Pero, de entrada, lo que sí podemos hacer es establecer una distinción. Hay objetos teóricos que, como hemos visto, llegan a ser perceptibles si amplificamos la percepción, y por esa razón los consideramos plenamente reales; por ejemplo, las células o los planetas. Son los ejemplos preferidos de JZB de objetos teóricos cuya realidad es indudable. Y lo es, pero la razón no tiene que ver con que formen parte de teorías suficientemente verificadas, sino con el hecho de que son perceptibles. Y, por otra parte, hay objetos teóricos que no son ni pueden llegar a ser perceptibles en función de su naturaleza, y, por tanto, su realidad ya no es indudable.

Es cierto que, en general, las entidades teóricas perceptibles no son perceptibles directamente, y para considerarlas reales hace falta estar de acuerdo en que los instrumentos amplificadores de la percepción no hacen más que eso, permitirnos percibir cosas que están demasiado lejos o son demasiado pequeñas para ser percibidas a simple vista. Pero no cuesta demasiado dar ese paso, puesto que, si nos centramos en la vista, sabemos que en nuestros ojos hay unas lentes que forman parte del mecanismo a través del cual vemos las cosas; añadir otras lentes externas no hace más que mejorar este mecanismo. Hay que decir que la situación ya no es tan clara cuando se utilizan instrumentos que, aunque acaben presentándonos una imagen visual, la generan a través de mecanismos que no son simplemente ópticos, como por ejemplo un microscopio electrónico. En estos casos, podríamos pensar que la imagen que nos presentan es engañosa, porque nos hace pensar que vemos lo que hay (que la realidad es como la vemos), pero lo cierto es que se nos está presentando una imagen visual que, en la medida en que ha sido construida, es diferente de lo que hay. En estos casos, solo puede interpretarse que vemos lo que hay (o una representación aproximada) si se acepta de entrada la teoría subyacente.

No entraré en este tipo de casos, puesto que hay otros elementos de las teorías científicas que, por su naturaleza, no pueden ser percibidos por mucho que amplifiquemos la percepción, y estos sí que son problemáticos sin ninguna duda. Por ejemplo, en la ley de la gravitación de Newton intervienen la masa y la fuerza gravitatoria (además de la distancia), y estos conceptos tienen una enorme potencia explicativa. Sin embargo, no son perceptibles; solo podemos medirlos por sus efectos y solo basándonos en las leyes de la mecánica clásica. Por tanto, aquí no puede haber percepción intersubjetiva. ¿Qué criterio podríamos utilizar para decidir si son reales?

En estos casos, el realismo científico sustituye la percepción intersubjetiva como criterio de realidad por la capacidad explicativa de lo perceptible, esto es, la capacidad que poseen esos conceptos, juntamente con la teoría de la que son parte esencial, de predecir efectos que sí que son perceptibles. De acuerdo con esta idea, una teoría científica suficientemente verificada nos descubre la parte invisible de la realidad gracias a la cual se explica la parte visible. Seguramente, Newton estaba convencido de la existencia real de la masa y la fuerza gravitatoria, porque gracias a ellas quedaba perfectamente explicada toda la mecánica terrestre y celeste, que a su vez explicaba perfectamente toda la evidencia empírica disponible. Y se tiende a creer que no solo es legítimo sustituir la percepción intersubjetiva por la capacidad explicativa como criterio de realidad, sino que esta es una sustitución ventajosa, en la medida en que la percepción puede engañarnos a veces, pero, en cambio, las matemáticas no engañan.

Por desgracia, el realismo científico sobre la base de ese criterio de realidad resultó ser un espejismo. Generaciones de científicos vivieron engañados por ese espejismo, pero, cuando la relatividad general reformuló los conceptos de masa y de fuerza gravitatoria (y también de distancia), quedó claro (o debió haber quedado claro, en mi opinión) que la capacidad predictiva no es un criterio adecuado de realidad. La ley de la gravitación de Newton vendría a ser como las ideas de Sancho sobre el sol y la tierra: perfectamente válida en un contexto determinado, pero perfectamente inválida en un contexto mayor. Y aquí, a diferencia del caso de la cosmología de Sancho, no podemos acercarnos y mirar para ver si la masa y la fuerza relativistas son las mismas que las clásicas o no. Porque no son perceptibles: solo las “conocemos” por sus supuestos efectos. Nos encontramos en la situación en la que se encontraban Sancho y el príncipe en su tiempo, cuando no podían viajar por el espacio para tener una percepción más precisa, pero con la diferencia de que nosotros sabemos que nunca podremos precisar la percepción y salir de dudas, porque aquí no hay percepción en absoluto.

Es irresistible pensar que la cosmología del príncipe estaba ya validada, con todas sus entidades teóricas, simplemente por el hecho de que era capaz de explicar mejor una cantidad mayor de evidencia empírica, y que la percepción que muestra la existencia de las entidades que contenía no es una verificación, sino simplemente una consecuencia previsible. Galileo, por ejemplo, mantenía explícitamente esta postura. Pero esto no es así: la existencia real de esas entidades teóricas solo quedó validada por la percepción. Hemos visto que la percepción intersubjetiva comporta permanencia, y eso quiere decir que, al percibir que el sol es realmente una gran bola incandescente, tenemos derecho a creer que el sol seguirá existiendo y seguirá siendo eso (salvo cataclismo). Más concretamente, el sol seguirá siendo eso en cualquier teoría astronómica que mejore el alcance y la precisión de la actual. La masa, en cambio, no tiene este anclaje en la realidad, y por tanto puede ser modificada libremente para explicar nuevas evidencias. El sol no desaparecerá de la noche a la mañana (salvo cataclismo y con la salvedad de la duda humeana, que pertenece al escepticismo radical, igual que la cartesiana), mientras que la masa podría hacerlo en la próxima revisión de la física, como desaparece a veces nuestra característica favorita en la versión más recientemente de una aplicación que supuestamente es mejor. Por lo que hace al derecho a ser considerado como real, la diferencia entre permanecer o poder desaparecer repentinamente por necesidades del guion, es fundamental. Por esta razón, hay que considerar reales a las entidades perceptibles intersubjetivamente, sean o no entidades teóricas de una teoría científica, y no pueden considerarse reales las entidades teóricas de una teoría científica que no pueden ser percibidas intersubjetivamente, aunque se acepte que la teoría está suficientemente verificada.

Podría argumentarse que las entidades teóricas también están vinculadas con la percepción intersubjetiva, puesto que se basan en ella y la predicen, pero es evidente que esa vinculación no es (metafísicamente) necesaria. En cualquier momento puede descubrirse que no es una explicación tan buena como parecía (como en el caso de la mecánica clásica). Y, aunque sea una buena explicación, no puede excluirse que pueda haber otra igual de buena: no es la única posible. La percepción intersubjetiva es en ella misma garantía de realidad; la capacidad predictiva no lo es.

En realidad, la creencia de que la capacidad explicativa puede utilizarse como criterio de realidad no aparece con la ciencia moderna. La novedad que aporta la ciencia es que complementa la capacidad explicativa con la predictiva, lo que hace pensar que sus explicaciones son más fiables. Pero la creencia de que son reales las entidades invisibles que explican lo visible, seguramente aparece ya en el mismo momento en que se empieza a intentar explicar lo visible a partir de lo invisible. Las explicaciones de tipo mitológico se basan en esa idea: las entidades, sean del tipo que sean, que explican lo que sucede en el mundo que vemos, son tan reales, o más, que ese mundo que vemos. Ahí hay una confusión que se arrastra hasta el moderno realismo científico: identificar principio explicativo con causa. Con respecto a la causalidad, es razonable decir que la causa es, como mínimo, tan real como el efecto, porque si no fuera real no podría producirlo. Incluso resulta natural creer que la causa tiene más realidad que el efecto, puesto que este depende de la causa, mientras que la causa puede existir independientemente del efecto. Esto lleva a decir, por ejemplo, que Dios es más real que el mundo que ha creado, puesto que el hecho de que lo haya creado demuestra que es necesario con respecto a él y también que el mundo es contingente con respecto a Dios. Y más tarde, cuando se proponen explicaciones que ya no utilizan principios sobrenaturales, esta misma idea sigue presente. Por ejemplo, el realismo idealista de Platón considera que las Ideas son más reales que las cosas, puesto que las hacen ser lo que son. Y después, el realismo científico nos quiere hacer pensar que el mundo que percibimos es una ilusión (como pretendían también los anteriores tipos de realismo), y que lo que existe realmente son las entidades, relaciones y estructuras, gracias a las cuales la ciencia explica lo que percibimos.

Así pues, el problema del realismo científico es que no puede establecer un criterio de realidad que sustituya eficazmente la percepción intersubjetiva. Esta es la razón por la que el argumento del no-milagro no es concluyente: aunque no podamos creer en milagros, necesitamos un criterio de realidad que nos pueda servir para decidir objetivamente qué es real y qué no lo es. En tanto no proporcione ese criterio, el realismo científico no tiene una base sólida.

Conocimiento y realidad

El conocimiento es una forma de interacción con el entorno que hemos desarrollado con la finalidad de mejorar nuestra adaptación. Para ello, construimos una representación de ese entorno en el que integramos los datos sensoriales y los organizamos basándonos en las regularidades que presentan. Estas regularidades fundamentan la intersubjetividad, que a su vez fundamenta nuestra creencia en un mundo objetivo. El mundo objetivo sería aquello que el conocimiento (objetivo) representa. Pero ese mundo objetivo no podemos conocerlo más que mediante la representación que nos formamos de él (en realidad es esa representación), y, por tanto, la “verdad” o “validez” o “fidelidad” de esa representación, es decir, la valoración de en qué medida esa representación se parece al mundo que representa, no podemos basarla más que en la propia representación.

Tenemos una tendencia difícil de vencer a considerar que esa representación es un simple reflejo del mundo: abrimos los ojos y vemos lo que hay. Ya expliqué que este “realismo natural” es imprescindible para que el conocimiento objetivo cumpla su misión: no podemos poner en duda que lo que vemos es lo que hay; hemos de actuar como si fuera así, porque lo que vemos lo vemos como lo vemos precisamente con la finalidad de tener éxito si actuamos creyendo que es lo que hay.

El realista ingenuo podría argumentar que la manera más segura que podrían haber encontrado los ciegos mecanismos evolutivos de garantizar el éxito de nuestra adaptación al entorno basando nuestra conducta en la representación que nos hacemos de él, sería precisamente que esta representación reflejara fielmente el entorno. Esta idea es una ingenuidad, como era de esperar. Para rebatirla sin complicar demasiado las cosas me fijaré solo en un hecho: la visión se basa en la capacidad de captar determinadas frecuencias del espectro electromagnético. Captamos solo las ondas correspondientes al llamado espectro visible, que queda encajado entre el infrarrojo y el ultravioleta. Una percepción fiel debería permitirnos captar todo el espectro, desde las frecuencias más bajas hasta las más altas. Deberíamos captar las microondas, el wifi, el 5G, los rayos X… ¿Qué ganaríamos con eso? Nada: no podríamos procesar tanta información, la mayor parte de la cual nos resultaría inútil. Tanto realismo nos mataría. Sabiamente (es decir, a base de un larguísimo proceso de ensayo y error en el que cada error suele comportar la extinción de una especie), la evolución ha ido seleccionando para nosotros únicamente lo que nos puede resultar útil teniendo en cuenta nuestras características y las del entorno concreto en el que sobrevivimos. Vemos lo que nos conviene ver, no lo que hay. Y, sobre la base de lo que vemos, conocemos lo que nos conviene conocer. En ambos casos, lo que nos conviene no lo ha decidido nadie; el hecho de que sobrevivamos es lo que permite decir que, el caso de nuestra especie, la evolución ha acertado dándonos lo que nos conviene.

La comprensión de cuál es la finalidad y el funcionamiento básico de nuestros mecanismos perceptivos priva también al realista de otro posible argumento. Porque también podría decir que, aunque es cierto que el conocimiento y la facultad de construir representaciones del entorno se han desarrollado con una finalidad adaptativa y no contemplativa, es decir, para sobrevivir y no para hacernos sabios, los humanos hemos llegado a un nivel de desarrollo intelectual y material que nos permite utilizar el instrumento maravilloso del conocimiento para una finalidad diferente de la que en un principio tenía: conocer verdaderamente la realidad. No hay ninguna razón para negar la posibilidad de ese cambio de función; si miramos el proceso de la evolución biológica, sucede continuamente que un órgano que se había desarrollado para cumplir una determinada función se recicla, con las adaptaciones necesarias, para llevar a cabo una función diferente. El problema es que eso tampoco nos garantiza que podamos obtener una representación fiel de la realidad. Porque no podemos empezar desde cero; no podemos ni siquiera imaginarlo. Para crear conocimientos hemos de usar los mecanismos cognitivos de que disponemos, y estos, tanto los perceptivos como los intelectuales, están ya conformados de una determinada manera. Podemos ver lo más lejano o lo más pequeño, pero seguirá siendo “ver”. Podemos pensar en principios que van mucho más allá de lo que vemos, pero tendremos que pensar de acuerdo con los mecanismos en los que se basan nuestras capacidades intelectuales. Es cierto que estos mecanismos cognitivos no son inmutables, y que podemos esperar que seguirán evolucionando y que nos permitirán seguir mejorando nuestra adaptación al entorno. Podemos valorar también que ha aparecido un factor nuevo que puede cambiar las cosas: nuestra capacidad de influir en esta evolución (ya veremos —es un decir— si para bien o para mal). Pero es imposible saber qué nos traerá ese futuro.

Volvamos al presente. Cuando conseguimos integrar un conjunto de regularidades empíricas en una representación en la que estas se organizan coherentemente de acuerdo con los principios generales de nuestro intelecto (p. ej. la causalidad), y, que, en la medida de lo posible, permite predicciones empíricas, sentimos que entendemos. Entender es el objetivo del conocimiento, el recurso adaptativo más eficaz que hemos desarrollado los humanos. La ciencia es una forma de conocimiento que nos permite entender aspectos del entorno que antes no podíamos entender de manera satisfactoria, y también nos permite descubrir aspectos nuevos que, a su vez, deben ser explicados para ser entendidos. De manera natural, creemos que las representaciones que la ciencia elabora para permitirnos esa comprensión corresponden a la realidad, como sucede con las representaciones del conocimiento cotidiano. En principio, toda representación es una representación de algo. Pero la ciencia nos crea un conflicto, porque nos permite entender a base de elaborar unas representaciones a cuyos elementos no siempre se les puede aplicar el criterio de realidad. Esa tensión intelectual está en la base de la polémica entre realismo y antirrealismo. Y ninguna de las dos alternativas nos deja satisfechos. El realismo, porque no es realista: sobran motivos para darse cuenta de ello, como he intentado mostrar. Y el antirrealismo, porque nos hace renunciar a un principio básico del conocimiento: que las representaciones gracias a las cuales entendemos la realidad, son representaciones de la realidad. El instrumentalismo intenta paliar esa sensación de desamparo planteando que las teorías científicas son simples instrumentos explicativos, pero es un consuelo insuficiente, porque las teorías científicas parecen referirse a cosas, y resulta incompresible que esas cosas no existan y sus efectos sí.

Lo que sucede es que el conocimiento nuevo solo puede basarse en el conocimiento anterior, y las formas nuevas de conocimiento han de ser, en cierta forma, una prolongación de las formas anteriores. Solo podemos entender algo nuevo a partir de lo que ya entendemos. El conocimiento no es una luz que aparece en medio de la oscuridad y que nos hace entender aquello que ilumina, sino una construcción que necesita basarse en algo que ya entendemos para ir un paso más allá. Con respecto a la realidad, lo que entendemos que es real es la “cosa”, que viene a ser el átomo de nuestra ontología: una unidad que integra un conjunto de datos sensoriales con la suficiente regularidad para ser percibida intersubjetivamente. Lo que hay son cosas, con sus propiedades y relaciones. El conocimiento es el conocimiento de las cosas que hay, de sus propiedades y relaciones y de sus comportamientos regulares. Pero cuando el conocimiento científico se aleja de lo perceptible para intentar (¡y conseguir!) explicarlo, las cosas desaparecen. Y, mal que nos pese, hay que aceptarlo: las cosas solo existen en un ámbito delimitado por el alcance de nuestras capacidades perceptivas, porque son objetos teóricos creados en ese ámbito para integrar los datos sensoriales que captamos en ese ámbito. El mundo no está hecho de cosas. En nuestro ámbito y con nuestras capacidades perceptivas, organizar los datos sensoriales en cosas es un mecanismo que funciona maravillosamente para construir representaciones eficaces de nuestro entorno que mejoren nuestra adaptación: nuestro éxito adaptativo como especie lo atestigua. Pero no existen como realidad, sino como construcción, y solo en el ámbito cubierto por nuestras capacidades perceptivas encontramos los elementos necesarios para construirlas. En este sentido, podríamos decir que el realismo pretende cosificar lo incosificable. Se encuentra en la misma posición incómoda de quien pretendiera conocer la “cosa en sí” de Kant. Querría conocer la cosa que existe antes de que construyamos la cosa, pero, tanto si hablamos de cosas como si hablamos de casas, antes de construir la cosa o la casa, no existe la cosa o la casa (respectivamente). Si no tenemos percepción intersubjetiva, aunque sea indirecta (pero fiable), no hay cosa, y querer ver ahí cosas no hace más que complicar la cosa (como esta frase).

El instrumentalismo trae una buena nueva: no hace falta pensar en cosas para entender. Cuando vamos más allá de la percepción, las cosas desaparecen, pero la comprensión sigue siendo posible. Este es el nuevo testamento del que oficio como evangelista: aceptemos que hay explicación sin cosas. En realidad, todos lo sabíamos, pero nos resistíamos a aceptarlo porque creíamos que nos dejaba en un absoluto desamparo ontológico (entonces, ¿qué es real?), pero la buena nueva es que no pasa nada: muchos lo hemos aceptado y no nos sentimos desorientados (no más que antes). Dostoyevski escribió: «Si Dios no existe, todo está permitido», sin embargo hoy en día hay muchísima gente que no cree en Dios y no pasa nada (nada que no pasara antes).

Deslumbrado por la potencia explicativa de los números, Pitágoras se lanzó a predicar que los números eran reales, y, siendo los principios de la explicación, tenían que ser también los principios de la realidad. La fiebre se le bajó golpe cuando descubrió la existencia de números irracionales. Sorprendentemente, han seguido manteniéndose posturas realistas sobre los números (parece que los propios matemáticos tienden al realismo matemático, y aporto como prueba que se diga que el conjunto de los números irracionales forme parte del conjunto de los números reales), pero, en general, no se aprecia que haya ningún problema en considerar que los números son, simplemente, herramientas que se utilizan para construir explicaciones, y no entidades reales. Esto mismo es lo que predico en relación con las entidades teóricas de las ciencias empíricas: aceptémoslas con alegría considerando que nos ayudan a entender y no perdamos el sueño pensando que no se refieren a entidades reales. De hecho, viviremos más tranquilos: no nos angustiará la idea de que el 70 % del universo a nuestro alrededor está formado por materia oscura y energía oscura, que están ahí, rodeándonos, pero no las vemos y, si algún día nos arrastrasen hacia su oscuridad, ni siquiera lo veríamos venir. O, si conseguimos acostumbrarnos a esta idea y somos capaces de dormir sin pesadillas rodeados de oscuridad material, no nos sentiremos confusos y desorientados con respecto al mundo y la ciencia si algún día nos enteramos de que los científicos han descubierto una explicación más satisfactoria que obvia la necesidad de la existencia de esas entidades. Al igual que Nietzsche al aceptar que Dios no existe, también nosotros podemos sentirnos liberados de un gran peso al aceptar que los objetos teóricos no existen en realidad, sino que son solo instrumentos explicativos.

Apéndice: algunas cuestiones respondidas

¿Es real el electrón?

No. El electrón es una partícula subatómica, y como partícula, debería ser una cosa muy pequeña, pero las características que se le atribuyen no ofrecen el fundamento suficiente para aplicarle el criterio de realidad propio de las cosas. Si existiera a nuestra escala, el electrón sería como una pelota que al lanzarla contra la portería pasa a la vez por dentro y por fuera. Una cosa no hace eso. El electrón es un concepto teórico gracias al cual se explica muy satisfactoriamente un conjunto de evidencia empírica, pero no puede ser más que eso: un concepto teórico. Evidentemente, hay algo ahí, en la escala de las partículas subatómicas; se producen fenómenos físicos que podemos registrar de diversas formas utilizando diversos instrumentos. Pero atribuir esos fenómenos al comportamiento de una partícula no es adecuado. En general, las propiedades cuánticas de las llamadas partículas subatómicas impiden que se les pueda aplicar el criterio de la percepción intersubjetiva, y no conozco ningún otro criterio que permita considerarlas reales sin desfigurar el concepto de realidad hasta el punto de ya no sirva como criterio para establecer las distinciones entre lo que es real y lo que no es real en los casos en los que no tenemos ninguna duda.

En la escala de lo muy pequeño o lo muy grande, no funcionan las categorizaciones básicas que emergieron con el desarrollo de las capacidades cognitivas humanas para aplicarlas a nuestra escala. Hasta el modelo atómico de Rutherford, según el cual el átomo estaba formado por minúsculas bolitas, y que es el que la mayor parte de la gente tiene aún en mente, podía mantenerse la esperanza de obtener un conocimiento realista de la estructura última de la materia. A aquel electrón todavía se le podría aplicar el criterio de realidad objetiva. Por desgracia, la mecánica cuántica lo cambió todo, y en los modelos posteriores ya no puede considerarse que los electrones (y el resto de partículas) sean cosas.

Podría argumentarse que este es un hecho contingente (algún modelo de bolitas podría haber funcionado); incluso, que puede haber aspectos que todavía no conozcamos (variables ocultas) y que algún día se podrán obtener explicaciones sobre la estructura última de la materia compatibles con el criterio de percepción intersubjetiva. Algo así expresa la célebre frase de Einstein «Dios no juega a los dados». Esta posibilidad no puede descartarse, y, por tanto, que podamos obtener una imagen realista o no de la estructura de la realidad física sería una cuestión de hecho, no de principio. Frente a esta posibilidad, aporto mi versión del argumento del no-milagro: si fuera posible obtener una imagen científica (“final”) realista de lo muy grande y lo muy pequeño, se habrían producido no uno, sino dos milagros. El primero, que unos seres como nosotros, con nuestras capacidades cognitivas concretas, tanto sensoriales como intelectuales, habiéndose conformado estas en una escala física determinada para adaptarse a un entorno a esa escala, hubiéramos “acertado” en desarrollar una categorización de la realidad que fuera adecuada no solo para ese entorno a esa escala, sino para cualquier otro entorno a cualquier otra escala. Que la imagen de la realidad que hemos construido para poder sobrevivir a pesar del frío o el calor, la escasez de alimentos, las enfermedades y los depredadores, sea “la” imagen correcta, que contiene las bases para explicar todo lo que hay en el universo. Y para que este milagro fuera posible, haría falta que se hubiera producido previamente el otro milagro: que exista una continuidad en todas las escalas, todos los niveles, todas las dimensiones de la realidad, que haga posible aplicar a todos ellos los mismos principios básicos. A este respecto, téngase en cuenta que la mecánica cuántica incluye principios como la indeterminación, la superposición de estados o el entrelazamiento, que contradicen aspectos básicos de la categorización de la realidad a nuestra escala. Todo esto me lleva a mantener que desde el minuto cero de la existencia de la ciencia moderna, ya podía pensarse que, o se encadenaban una serie de milagros, o el realismo no podría mantenerse a medida que se profundizase en la explicación de la evidencia empírica.

¿Es el antirrealismo una forma de escepticismo?

No, naturalmente que no. Planteo la cuestión porque JZB parece querer llevarnos a esta conclusión. Dice, por ejemplo, que lo razonable es creer que una teoría suficientemente verificada es verdadera, y que la duda sobre la posibilidad de que sus predicciones sean correctas pero la teoría no sea verdadera sería como pensar que acierta por casualidad, y esta duda pertenece el mismo género que la duda cartesiana: el escepticismo radical, tan irrefutable como inútil. Si todas mis percepciones fueran consecuencia de unas causas diferentes a las que a mí me parece entender, ya que las provoca un genio maligno, o porque en realidad soy un cerebro en una cubeta y se hacen llegar a mi cerebro las señales adecuadas, o por cualquier otra situación fantástica de las muchas que se han propuesto, y si estas percepciones están diseñadas para hacerme pensar que las causas son las que yo creo que son, y si el diseño es coherente y sin fallos, ¿cómo podría saberlo? La idea es fértil para la ficción, pero inútil para el conocimiento. No hay manera de descartar que nuestra situación real sea esta, pero tampoco hay manera de demostrarlo. Por tanto, lo más razonable es ignorar esa posibilidad y seguir considerando que nuestra situación real es la que parece ser.

Sin embargo, entre el escepticismo radical y el realismo hay muchas posibilidades intermedias y, sobre todo, hay argumentos que pueden ser analizados y valorados. En consecuencia, la identificación del antirrealismo con el escepticismo radical no es inevitable. Con relación al genio maligno omnipotente, o al malvado científico omnisciente que mantiene a nuestro cerebro engañado en su cubeta, no podemos hacer nada, puesto que no hay manera ni siquiera de atisbar su existencia. En relación con el realismo científico, en cambio, sí que podemos hacer algo, puesto que la duda que se nos plantea con respecto a él no es cartesiana sino razonable. Vendría a ser como si el genio maligno o el científico malvado no fueran tan astutos como creen y hubieran dejado alguna rendija por la que podemos vislumbrar los engranajes con los que producen su engaño. Nuestra situación sería más bien como la de “El show de Truman” o la de “Matrix”: podemos darnos cuenta del engaño e intentar escapar de él.

Ya he explicado que el engaño se produce de forma natural, puesto que estamos programados para creer que lo que percibimos es real. Y no hay problema en mantener ese principio; lo que sucede es que hay muchos objetos teóricos a los que no se les puede aplicar. He explicado también el sentido en el que puede decirse que una teoría es verdadera: explica satisfactoriamente la evidencia empírica que debe explicar, pero esto no comporta que sean reales los objetos teóricos que incluye a no ser que sean perceptibles intersubjetivamente (y entonces serán reales por esta razón, no por su papel en la teoría). Por tanto, si puede decirse que hay aquí un cierto escepticismo, hay que decir también que está muy acotado: solo por lo que hace a la realidad de los objetos teóricos no perceptibles. Pero, igual que el loco que se cree cuerdo y le parece que todos los demás han perdido el juicio, el instrumentalista puede considerar que su postura es la más razonable teniendo en cuenta todo lo que hay que tener en cuenta, y que, por el contrario, el realismo es una forma de delirio, como un espejismo que ve agua brotando en medio del desierto, puesto que ve cosas donde ya no tiene derecho a verlas.

La extrañeza ante el hecho de que las teorías verificadas expliquen correctamente lo que deben explicar a pesar de que contengan objetos teóricos que no corresponden a nada real, se amortigua si uno piensa en las matemáticas. Como he dicho antes, los números reales incluyen los irracionales, pero además están los imaginarios, y aquí el nombre no dejan lugar a dudas: son irreales. Alguien puede obstinarse en defender que los números son reales (metafísicamente) en algún sentido, pero nadie puede defender que la raíz cuadrada de -1 exista en algún sentido. Y los números imaginarios se utilizan todos los días sin ningún problema en multitud de cálculos. O si uno piensa en la geometría: hay disponibles diversas geometrías, todos ellas consistentes y diferentes entre sí: euclidiana, elíptica, hiperbólica, y la ciencia utiliza una u otra según convenga, como quien elige el taco más adecuado para fijar un determinado tornillo.

Fuera del realismo, ¿solo hay relativismo?

No, y si planteo esta cuestión es solo porque alguien podría pensar algo así como que mi afirmación de que la cosmología de Sancho y la del príncipe son ambas verdaderas en sus respectivos contextos le autoriza a él a defender una cosmología terraplanista. Una teoría puede considerarse (provisionalmente) válida si explica satisfactoriamente toda la evidencia disponible en el ámbito a que se refiere. La cosmología de Sancho lo hace, pero acotada a un ámbito muy restringido. El terraplanismo podía aceptarse como hipótesis probable mientras no se disponía de más evidencia que aquella de la que disponía Sancho, pero cuando se dispone de una evidencia mayor, no hay duda de que esa evidencia queda perfectamente explicada mediante el modelo del sistema solar, mientras que no queda bien explicada mediante el modelo terraplanista. Es decir, el terraplanista podría serlo mientras no quiera mirar más allá de lo que ve a simple vista, pero entonces su teoría se referiría solo a ese trozo de tierra que ve (y aun así sería discutible). Si pretende que su teoría se refiera a toda la tierra, incluyendo América, Australia o la Antártida, su teoría es falsa, puesto que puede refutarse fácilmente mediante la observación.

En definitiva: el encaje con la evidencia empírica hace (puede llegar a hacer) a las teoría ciertas o falsas, y eso es independiente de que sus conceptos teóricos correspondan a la realidad o no. Y si, a pesar de todo, alguien me acusa de relativista por defender simultáneamente la verdad de teorías incompatibles, aunque sea a diferentes niveles, le responderé que soy relativista en el mismo sentido en que lo es él cuando, pese a tener una mínima cultura científica, habla en su vida cotidiana de salidas y puestas de sol o calcula velocidades o trayectorias utilizando las fórmulas de la mecánica clásica en vez de las relativistas.

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