Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
4. La hora del cuento cuántico

4. La hora del cuento cuántico

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Salgamos ya del núcleo del átomo, que está demasiado lleno de partículas. Relajémonos en los amplios espacios en que habitan los electrones. En el núcleo se aprietan unas contra otras diversas partículas pesadas; en la periferia, revolotean libres los electrones livianos. Bueno, libres, no. Giran alrededor del núcleo en unas órbitas determinadas, y en cada una de ellas no puede haber más de dos, a causa del principio de exclusión de Pauli. En relación con ellos, la pregunta que nos había quedado pendiente era: puesto que están cargados negativamente, ¿por qué no son atraídos hacia el núcleo, donde están los protones cargados positivamente? No pueden esperar que sean los protones quienes den el primer paso, puesto que los mesones les traspasan continuamente una fuerza que es más intensa que la atracción que sienten por lo negativo. Pero los electrones no sufren los efectos de ninguna fuerza parecida. ¿Por qué no se acercan ellos a los protones?

Para responder a esta pregunta hay que explicar primero los conceptos básicos de la teoría cuántica, tarea de la que hasta ahora había logrado librarme. Pero se acabó ya el procrastinar.

Empiezo por el principio: ¿Por qué se llama cuántica? Eso es muy fácil. Tú vas al mercado, buscas la parada de embutidos, te llega el turno y la dependienta te dice «¿Qué te pongo, guapo?». Eso me dice a mí, no sé si se lo dirá a todos. Tú le contestas: «Jamón dulce», y ella te pregunta «¿Cuánto?». Vale, ya casi está. La teoría cuántica se llama cuántica porque eso es lo que nos pregunta la dependienta: «¿Cuánto?». Falta algo, pero sigamos con el diálogo y se acabará de entender. Imagínate que tú le respondes: «Cien gramos». Vale, no hay problema, eres un cliente normal. Todo va a salir bien. Pero ahora imagínate que, en vez de eso, lo que le dices es: «Un gramo». En el mejor de los casos, lo considerará una broma. En el caso siguiente menos malo, te mirará mal y te dirá: «No puede ser», y ya no te llamará guapo.  Pero tú podrías insistir (y si lo hicieras te merecerías que todo acabe saliendo mal): «Tu báscula pesa de gramo en gramo, el precio de un gramo puedes calcularlo dividiendo por mil el precio del kilo, tienes un cuchillo muy afilado que te permite cortar muy fino. No digas que no puedes, di que no quieres.» Yo no hablaría así a una persona que tiene en la mano un cuchillo muy afilado, pero objetivamente tienes razón: servirte un gramo es posible. No sigamos por ese camino; evitemos el derramamiento de sangre. Imagínate, en cambio, que lo que le pides es: «Medio gramo». ¡Ah, eso es diferente! Con toda seguridad, ella te responderá: «No puedo. La báscula está cuantizada, y el cuánto mínimo es un gramo. La porción mínima que te puedo servir de cualquier producto es un cuanto, o sea, un gramo. Así que, ¿cuántos cuantos quieres, guapo?» Vale, pues ya está entendido. Quizá en otros sitios no lo explican exactamente así, pero en esencia es así.

En el ámbito de lo más pequeño, nada sucede de manera continua, todo es como una stop motion (sí, esas pelis como de dibujos hechas con muñequitos que se mueven a base de pequeños saltos). Pensemos, por ejemplo, en el mando de volumen (real o virtual) de un aparato reproductor. Los hay de dos tipos. En los continuos, tú puedes ir aumentando o disminuyendo el volumen progresivamente, y puedes afinar tanto como quieras, sin más limitación que la precisión de tus dedos. En los discretos, hay una serie de pequeños pasos o topes, de forma que, si están numerados, tú puedes subir el volumen al dos, al tres, al cuatro… pero no puedes fijarlo en un punto intermedio entre un valor y el siguiente. En el mundo macroscópico, en el de la vida cotidiana, las magnitudes aumentan o disminuyen (generalmente) de manera continua. Tú puedes, por ejemplo, ir elevando el volumen de voz poco a poco sin tener que ir saltando entre unos niveles determinados. Cuando discretizamos las magnitudes, cuando hacemos que aumenten o disminuyan dando pequeños saltos, lo hacemos por nuestra comodidad o por alguna otra razón práctica, como podría ser, en el caso del mando de volumen, para tener unas referencias fijas: el dos, el tres, el cuatro… En el mundo subatómico no es así. La energía no puede incrementarse y disminuirse de manera continua, sino que ha de hacerlo dando unos mínimos saltos, que son los cuantos. Y ya se sabe que al final todo es energía: la luz, la fuerza, incluso la masa (recordemos la celebrity de las ecuaciones físicas, E = mc2, que establece una forma de equivalencia entre energía y masa). Por tanto, en el mundo subatómico, todo, absolutamente todo, está cuantizado. Nota al margen: las tecnologías de la información han avanzado enormemente gracias a la digitalización de lo analógico, pero hay nostálgicos que piensan que la digitalización comporta una pérdida de cualidad, porque la realidad es analógica. Pues bien, parece que, en el fondo en el fondo, no es así. En el fondo del fondo, la realidad está cuantizada, y si la percibimos continua es únicamente a causa de las limitaciones de nuestro sistema cognitivo: no somos capaces de percibir los cuantos.

«¿Cuánto es un cuanto?», se preguntará la persona lectora amante de la precisión. Muy poco, casi nada. Medido en julios por segundo viene a ser 6,62607015 × 10-34. Para quienes se marean a la vista de un exponente negativo, como me sucedía a mí hasta que me curtí, aclaro que el valor del cuanto sería el resultado de dividir 6 y pico por un 10 seguido de 34 ceros. Muy poco pero muy largo. Por eso, quienes lo trata habitualmente le llaman h, y quienes no le tienen tanta confianza, constante de Plank.

Vale, pero hablábamos de electrones. ¿Qué tienen que ver con los cuantos? Pues que esa granularidad cuántica del mundo físico en la escala más pequeña, es lo que obliga a los electrones a situarse en órbitas diferentes alrededor del núcleo del átomo. En cada órbita ya hemos visto que puede haber un máximo de dos, siempre que tengan un espín de signo contrario. Pero ahora también podemos saber que las órbitas no pueden estar tan juntas como se quiera: tiene que haber entre ellas una separación mínima de un cuanto. Un cuanto de energía, concretamente. Un h, para los amigos. Ese girar incesante alrededor del núcleo hace que podamos asignar a cada electrón un determinado nivel energético, en función de su masa y su velocidad. Si el electrón se acerca al núcleo, la órbita es menor y el electrón pierde energía. Si se aleja del núcleo, la órbita es mayor y ha ganado energía. A un electrón, las fuerzas de la naturaleza o las argucias del investigador pueden añadirle o quitarle energía, pero siempre hay un límite mínimo, y se llama h. La cantidad mínima de energía que se le puede añadir es h, y eso le hace saltar a una determinada órbita superior, sin que pueda quedarse en ninguna intermedia. Lo mismo sucede con la cantidad mínima de energía que se le puede quitar.

En realidad, la explicación anterior está un poco simplificada, como cuando me dijeron que los átomos eran las partículas más elementales que forman la realidad. Bueno, no tanto. Pero lo cierto es que hablar de electrones como bolitas dando vueltas alrededor del núcleo es dar una imagen un poco infantil del asunto. Más adecuado es hablar de que el núcleo del átomo está rodeado de una nube electrónica compuesta por diversas capas, cada una de las cuales corresponde, según como se mire, con un par de electrones. Ese “según como se mire” esconde una segunda intención. Incluso una tercera. En breve lo aclaro. Bueno, lo intento aclarar. Pero ya no será hoy. Hoy ya he escrito cuanto quería escribir.

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