Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
La felicidad eterna

La felicidad eterna

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—Ya he desprecintado la felicidad. Nunca más podré imaginarla.

—Podrás recordarla.

A Vanessa se le arrugó la barbilla y se le torcieron las comisuras de los labios.

—Qué triste… Vivir del recuerdo y no de la imaginación…

—Podrás revivirla. No, ¡qué digo! Podrás vivirla. La podrás seguir viviendo todo el tiempo que tú quieras. Todo el que quieras —y con las manos le secaba las lágrimas de las mejillas.

Ella se puso seria y se esforzó por mantener la voz serena.

—Júrame que nunca me dejarás conocerte del todo.

—Te lo juro.

Juraba en falso. Esa noche se le había dado a conocer como nunca lo había hecho con nadie. Del todo. Sentía que ya no le quedaba nada más por desvelar.

—Júrame que nunca querrás conocerme del todo. Miénteme, si hace falta.

—Te lo juro, si es lo que quieres. Tal vez te esté mintiendo.

—Júrame que me mentirás muchas veces, y que jamás me dirás que me has mentido.

—¿De verdad es lo que quieres? No sé si puedo jurar eso. Ni en falso. No me veo capaz de mentirte.

—Y que aceptarás mis mentiras, y que nunca creerás del todo mis verdades. Que nunca me tomarás del todo en serio salvo cuando hablemos de arte.

—No me importa que me mientas o me digas la verdad. Solo que me hables. Y que me dejes interrumpirte para besarte. En cualquier momento.

Hizo un amago de intentarlo, pero la actitud distante de ella lo disuadió.

—El momento más feliz de tu vida no ha acabado —insistió—. No permitiré que acabe mientras me dejes estar contigo. Eso sí que te lo puedo jurar sin mentir.

—La felicidad eterna no es posible. Yo lo sé, tú lo sabes. Todo el mundo lo sabe.

—Nosotros vamos a intentarlo. Somos diferentes. No somos todo el mundo. Demostraremos que todo el mundo está equivocado.

La paciente insistencia de Tomás consiguió que el estado de ánimo de Vanessa fuera mejorando, y esa noche ambos se empeñaron en demostrarse que podían seguir tocando la felicidad.

Durmieron poco. Por suerte, ninguno de los dos tenía que madrugar. Seguían medio abrazados cuando se despertaron y pudieron volver a besarse sin apenas moverse. Con la mente sumida aún en una pereza dulce, Tomás empezó a fantasear sobre cómo sería su vida a partir de ese momento, cómo sería de maravillosa. Cómo sería vivir sabiendo que cada noche volvería a ser igual a aquella, cómo sería ver exposiciones con Vanessa, comentarlas, ver películas, escuchar música, cómo sería un fin de semana sin separarse ni un segundo, cómo serían las vacaciones, los viajes… Imposible renunciar a una vida tan bella. Pero una sombra emergió del recuerdo de la noche anterior y emborronó la belleza del panorama.

—¿Estás… tranquila? —preguntó con precaución, para tranquilizarse él mismo.

—Sí. Anoche dije muchas tonterías. Es que… las emociones me… confunden. Perdóname.

—No hay nada que perdonar. Solo siento agradecimiento porque me dejes compartir la felicidad.

Y la abrazó con más fuerza.

Al cabo de un momento ella se separó, se puso seria otra vez, se incorporó ligeramente y le habló sin mirarle, como hablándose a sí misma.

—Pero en el fondo era verdad lo que te dije, y tengo que pedirte algo. Si quieres que estemos juntos me has de prometer una cosa. Solo una. Que no tendremos otro objetivo que la búsqueda de la felicidad completa, absoluta, eterna. Todo acabará si nos desviamos un milímetro o nos olvidamos durante un segundo. Solo eso. La felicidad eterna. No nos conformaremos con menos.

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