—¿Quieres subir? Solo un momento, para…
—Sí, quiero —interrumpió ella con solemnidad fingida.
Se habían conocido esa misma tarde. Hacía solo un rato, en realidad. En una exposición de arte abstracto. Tropezaron cómicamente espalda contra espalda cuando cada uno de ellos se alejaba del cuadro que estaba viendo para obtener algo más de perspectiva. Se volvieron, cruzaron una disculpa rápida y, un instante antes de darse otra vez la vuelta, se descubrieron. Retardaron brevemente el movimiento que habían iniciado y sonrieron con una complicidad espontánea e inesperada. Ahí acabó la exposición para los dos. Luego solo les interesó verse el uno al otro. Se intuían cuando no se tenían a la vista, se sonreían cuando se cruzaban. Y se cruzaban muchas veces, porque sincronizaban sus movimientos sin esforzarse, porque el instinto les guiaba para que ejecutaran sin fallos aquella danza ritual, la del galanteo de la pareja de aficionados al arte en una galería.
Como era de esperar, el ritual finalizaba haciéndolos coincidir a la salida e intercambiar unas frases casuales.
—¿Viste la del invierno pasado?
—Sí, pero esta me ha gustado más.
—A mí también. Más… luminosa.
Hicieron como si por casualidad los dos hubieran tenido previsto visitar a continuación otra galería próxima, así que fueron juntos. Y ya no se separaron. Estuvieron hablando sin que les importara demasiado lo que decían, solo por tener una excusa para mirarse a los ojos. Luego pasearon sin rumbo, deteniéndose a cada momento para poder mirarse y sonreírse otra vez.
—No estamos muy lejos de mi casa… —dejó él la frase flotando entre los dos.
—¡Ah! —dijo ella.
Y se encaminaron hacia allí, y él le propuso subir, y ella aceptó sin que él tuviera que argumentar la propuesta.
Los dos dieron por finalizada la fase de galanteo en el momento en que entraron en el piso. Se aproximaron despacio, se sonrieron y se besaron. Fue un beso largo, interminable, como si quisieran saciarse después de una larga privación, como si redescubrieran un paraíso olvidado, como si acabaran de obtener la golosina más maravillosa y no pudieran dejar de saborearla, convencidos de que algo tan bueno no les provocaría empacho.
Y hubo otro beso después, y otro, y otro. Y se besaban mientras se acariciaban, y se besaban mientras se exploraban debajo de la ropa, mientras apartaban las prendas que obstaculizaban los caminos que trazaban sus caricias. Tropezaron con el dintel de la puerta al entrar en la habitación, abrazados, se sonrieron una vez más y siguieron besándose mientras se dejaban caer en la cama. Allí se calmó el besuqueo, pero no porque estuvieran colmados de besos, sino porque necesitaban interponer algo de distancia para poder mirarse, como debe hacerse ante algunos cuadros. Se miraba, se tocaban y se dejaban tocar, y se iban quitando las prendas que hasta entonces solo se habían descolocado, como en una obra de Picasso.
Él estaba excitado como nunca, pero no deseaba un alivio rápido. Quería volver a besar, quería rozar, apretar, sentir el otro cuerpo. De ninguna manera deseaba que acabara enseguida el descubrimiento, la exploración, el intercambio.
Ella estaba excitada como nunca y, aunque no le parecía posible, todavía se excitaba más cada vez que él volvía a acariciarla en una zona sensible o cada vez que oía cómo jadeaba él cuando ella lo acariciaba en una zona sensible. Y cuando a la vez se besaban, y jugaba con su lengua, y aspiraba su aliento.
Fue largo, interminable. Fue dulce. Como dejarse arrastrar por la corriente de un río cuyo curso se compone de una larga serie de meandros encadenados, como si discurriera entre prados floridos y árboles poblados de pájaros cantarines, como si el sol flotara sobre un horizonte acolchado de nubes rojizas. Pese a la excitación, conseguían que fuera un caudal sosegado, continuo, sostenido, que permitía saborear cada instante, que parecía que pudiera seguir fluyendo indefinidamente. Pero al fin llegaron a la desembocadura, y cerraban los ojos para concentrarse, y los abrían para mirarse, incrédulos, sorprendidos de lo que les estaba pasando, asombrados de que aquello pudiera pasar, de que les estuviera pasando a ellos.
Se desenlazaron para recuperar aire y energías. Para pilotar el descenso hacia la realidad ordinaria. Y cuando él todavía estaba aterrizando, oyó que ella estallaba en llanto.
—¿Qué te pasa? ¿Algo ha ido mal?
—No, no —se esforzó por contenerse y poder decir unas palabras—. Nunca había sido tan feliz.
—¿Entonces?
—Ya está. Ahora ya ha pasado. Nunca volveré a ser tan feliz.
—¿Pero… por qué dices eso?
—Porque ya he… desprecintado la felicidad.
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