Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
La felicidad costeada

La felicidad costeada

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Tomás tenía que entrevistar esa tarde a una joven pintora emergente. Lo había citado en la terraza de un hotel de moda, con vistas impresionantes sobre la ciudad. La reconoció enseguida y se presentó. Se sentó, alabó la elección del escenario y le pidió permiso para empezar.

—Espera. Antes tengo que pedirte yo algo. No: exigirte algo. Ahora empezarás a hacerme preguntas y yo tendré que hablar de mí, tendré que exponerme ante ti. Aunque sólo me preguntes por mi pintura. Vierto en ella mis sentimientos más íntimos, así que me harás preguntas sobre esos sentimientos. Pero yo no te conozco de nada. No me importa desnudarme ante alguien, pero sólo si él también lo hace.

—Bueno… pero ¿Qué quieres? ¿Que te explique mi vida?

—No. Seguro que ninguno de los dos tenemos tiempo para eso. Lo reduciré al máximo. Sólo te haré una pregunta, y tendrás que responderme con sinceridad. La sinceridad que aprecie en tu respuesta será la misma que después pondré en las mías.

—Bien. De acuerdo, supongo. Falta ver la pregunta.

—Quiero que me expliques el episodio de tu vida que más refleje tu manera de ser. Te pasó algo, tú hiciste algo, reaccionaste de alguna manera, y, en fin, lo que sucedió te representa, representa tu vida. La historia de tu vida en una sola escena.

—¡Uf! Es… difícil. Tendré que pensarlo.

—No me importa. Siempre que tu respuesta valga la pena. Si no, igual me levanto y me voy.

Y la chica volvió a abrir el libro de arte que estaba hojeando cuando llegó Tomás. Él estuvo unos momentos con la vista perdida en los confines de la ciudad. Los edificios más lejanos se recortaban sobre el horizonte formando una línea irregular un poco imprecisa a causa de la polución; la cercanía del crepúsculo aportaba una tonalidad fantasmal.

—Vale —dijo al fin—. No es un episodio sino dos, pero son complementarios: los dos son imprescindibles. Y ninguno de ellos es una escena. Me has pedido algo muy difícil. Bueno, podrían considerarse dos travellings temporales.

La chica cerró el libro y le miró. Era morena y tenía unas pestañas largas que daban una gran fuerza a su mirada cuando observaba algo atentamente. Como ahora.

—A ver.

—Me he enamorado dos veces. Dos veces he tenido la sensación de que había encontrado la mujer con la que quería compartir mi vida. La primera vez fue cuando aún era estudiante. Ella también. Era una chica que vivía intensamente cada momento sin pensar en lo que vendría después. Era intensa, fogosa. El sexo con ella era una experiencia extraordinaria, y diferente cada vez. Era volcánica. Ninguna otra época de mi vida la he vivido con tanta pasión, y no creo que lo haga en el futuro. Claro que entonces era muy joven. Es la edad de vivir así, supongo. Pero con el tiempo me fui cansando de aquello. Mejor dicho: me cansé de que con ella todo se redujera a aquello. Y comprobé que no había nada más. Ella no podía darme nada más. No le interesaba nada que no fueran las satisfacciones instantáneas. Acabé por sentirme asfixiado, nuestra relación se deterioró y lo dejamos. La segunda fue bastante después. Mi vida se había sosegado y estaba satisfecho con la forma en que transcurría. Me centraba en la cultura, el arte, la música, los libros. Todas estas cosas me proporcionaban un goce menos intenso, pero yo lo valoraba más. Me hacían sentir mejor. Eso no ha cambiado y tampoco creo que cambie en el futuro. La segunda mujer era una… digamos intelectual. Más inteligente que yo, sin duda, más culta, más profunda. Conectamos por nuestros intereses comunes. Me deslumbró la perspicacia de sus comentarios, la originalidad de sus puntos de vista. Conversar con ella era una delicia. Su compañía era un sueño para alguien como yo. Me halagaba que se hubiera fijado en mí, sentía un agradecimiento infinito. Pero era fría. Aceptaba mis besos y mis caricias sin tomar nunca la iniciativa, y siempre me daba la impresión de que lo hacía como una concesión inevitable, con una cierta resignación. Al principio hacíamos el amor con frecuencia. Mejor dicho: le hacía el amor, porque ella me entregaba su cuerpo como si fuera una muñeca. Poco a poco me fui enfriando yo también. Me di cuenta de que sólo se excitaba exponiendo teorías, analizando argumentos, desarrollando refutaciones, contraargumentos. Era como si entrelazar las mentes le produjera un placer tan intenso que despreciaba el placer de entrelazar los cuerpos. Se lo expliqué un día y, simplemente, me dio la razón. Entendió perfectamente que yo estuviera insatisfecho porque ella no me daba lo que yo necesitaba. Y aceptó sin inmutarse que la dejara. Intelectualmente, era la conclusión inevitable de un conjunto de premisas evidentes. No había nada más que decir. Para ella los sentimientos no tenían nada que hacer frente a la fuerza de un argumento indiscutible.

Se hizo el silencio. La joven pareció reflexionar durante unos momentos, como valorando las explicaciones de Tomás.

—Muy bien —dijo al final—. Tu turno.

Y Tomás empezó a plantearle las preguntas que traía preparadas. Ella cambió de actitud al hablar de su pintura. Se expresaba con una especie de pasión contenida. Movía las manos con movimientos amplios pero delicados, como si manejara un pincel invisible sobre una superficie transparente. Su cuerpo exhalaba serenidad y su voz apenas expresaba emoción, pero sus ojos parecían desenfocados, como si miraran demasiado cerca, dentro de sí misma, o demasiado lejos, más allá de lo que había a su alrededor. Transmitía una profunda convicción.

Finalmente, Tomás dio por finalizada la entrevista y dijo:

—Bueno, por mí ya está. ¿Lo dejamos aquí?

—¿Te espera alguien para cenar? —contestó ella.

—No —respondió sorprendido—. ¿Me estás invitando?

—Quería saber si hay una tercera. O cuarta…

—Te he dicho que sólo hubo dos.

—Me has dicho que sólo te enamoraste dos veces. ¿No te has conformado con menos que estar enamorado?

—No. Pero… ¿Cómo sabes que te estoy diciendo la verdad? ¿Cómo sabes que antes te decía la verdad?

—No me importa la verdad. Me interesa lo que tú tienes que decirme a mí. Lo que te inspiro. La verdad importa a los científicos, a los jueces, a las personas celosas. Yo soy nada de eso.

—¿No eres celosa?

—No. Si alguien me importa, me importa lo que hace cuando está conmigo, no lo que hace cuando no está conmigo. ¿Tú eres celoso?

—No lo sé. Nunca he creído tener motivos para estar celoso, así que seguramente no lo soy. Pero no sé lo que haría si creyera tenerlos.

—¿Cuál era más guapa?

—La primera no era especialmente guapa, pero desprendía sensualidad. La segunda era una especia de belleza clásica. Como una estatua griega. Bella, pero hecha de mármol frío.

—¿Qué pérdida sufriste más?

—La segunda. Con la primera, la vida que llevaba se me hizo insoportable y acabar fue una liberación. Además, yo era muy joven y pensaba que el mundo está lleno de posibilidades. Con la segunda sentí que perdía algo que no era fácil de encontrar. Sabía que dejaba escapar algo muy valioso, y que probablemente ya no volvería a tener nada igual durante el resto de mi vida.

—La vida está llena de giros inesperados. Los guionistas son muy chapuceros.

—Sí. Es una suerte que existan buenos escritores que nos presentan versiones más creíbles. Y esto me hace pensar que, ahora, la entrevista ha quedado desequilibrada a favor tuyo. Quiero decir esta entrevista de ida y vuelta que nos estamos haciendo. Acepto que me hayas hablado de tu vida al hablarme de tus pinturas, pero… perdona que te lo diga, hablas de una forma un poco enigmática. Basándome en lo que me has explicado, pero sin conocer ningún episodio de tu vida real, lo cierto es que no sé nada de ti. Es como si tuviera la sintaxis de tu lenguaje artístico, pero no la semántica. Tengo unos signos que sé cómo se articulan, pero no a qué se refieren. Sin conocer aquello de lo que habla tu lenguaje no puedo captar ningún significado.

—Mis pinturas no tienen ningún significado.

—Sí, ya lo sé, perdona mi torpeza. Lo que transmiten.

—Mis pinturas son autocontenidas. Hay lo que ves. Ves lo que hay. Lo que transmiten está en ellas mismas. Hablan de mí, pero lo que dicen está todo en ellas mismas. Yo no puedo añadir ni media palabra. Creía que eso había quedado claro.

—Vale, intento fallido. Dame otra oportunidad. Vamos a ver: yo no soy tú. Veo tus pinturas y me despiertan emociones. Me has explicado las claves de tu lenguaje y ahora me emocionan todavía más. Pero yo conecto mis emociones con mis propias experiencias vitales. Es inevitable. Creo que todas las personas normales lo hacemos. Siempre he pensado que los verdaderos artistas podéis manejar emociones puras, y modelarlas y expresarlas. Pero yo no soy artista. En todo caso, aficionado. Y las emociones que me provocan tus cuadros las asocio con experiencias vitales mías. Tú, como persona, quedas al margen de todo. Tus pinturas me dicen algo de mí, no de ti. Tú continúas siendo la artista enigmática de la que no sé nada. Por eso te decía que la entrevista está desequilibrada. Tendrías que contarme episodios de tu vida real para que quedásemos al mismo nivel. Por lo menos algún episodio que creas que define cómo es la persona que pinta tus cuadros.

—¿Pedimos cena? —respondió ella.

Una mujer madura, con el pelo blanco, elegantísima con su traje largo de noche, se sentó ante el piano que había en el centro de la terraza e interpretó piezas de música romántica. Chopin, Debussy, combinadas con versiones de viejas canciones de Gershwin o Nat King Cole. La conversación entre los dos moría en ocasiones cuando les atrapaba la música o la expresión de la pianista, cuya cara veían de frente, y que cerraba los ojos en algunos pasajes como sucumbiendo a tanta belleza. O el dibujo complejo que trazaban las líneas de la iluminación nocturna de la ciudad, o la serenidad de la noche percibida desde aquel fantástico observatorio. Hablaron mucho de ellos, y la conversación fluía con la misma serenidad con la que fluía la noche, pero también dedicaron mucho tiempo a sentir lo que veían, lo que oían, lo que comían, lo que bebían, lo que palpitaba a su alrededor y en ellos mismos, en cada uno de ellos y también en el otro.

Cuando la cena había acabado y ya no sonaba el piano, mientras contemplaban las luces de los aviones que ascendían y descendían a lo lejos, ella dijo:

—¿Bajamos a la habitación?

 

Les despertó la alarma del móvil de ella. Se miraron. Se sonrieron. Se besaron.

—¿Ha acabado ya el juego? —preguntó él.

—Sí —contestó ella—. Tenemos que dejar la habitación dentro de un rato.

—Tu idea ha sido genial. ¿He estado a la altura de tus expectativas?

—No lo plantees como que te estoy poniendo a prueba. Si se tratara de superar una prueba, la nota la tendríamos que poner entre los dos. Somos el jurado. Y parece que estamos de acuerdo: ha sido genial.

—Bien, somos una pareja genial. Pero como mínimo déjame decirte que estabas espectacular en tu papel. Tu personaje… compusiste un personaje irresistible. Y eras tú, en el fondo, y no lo eras. Era como otra imagen de ti. Como otra tú. Esta noche ha sido como hacer el amor con otra… tú. Como engañarte contigo misma.

—De eso se trataba.

—El hotel también es genial. La cena en la terraza… con aquel piano… Sublime. Te debe haber salido muy caro.

—Tal vez la felicidad eterna no sea barata.

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