Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
La extragua no es agua

La extragua no es agua

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“¡La extragua no es agua, la extragua no es agua!”
Decenas de miles de personas venidas desde todos los rincones del planeta se congregaban en la enorme explanada frente a la sede de la Federación Mundial para celebrar la toma de posesión de su líder como presidente. Como “Amo del mundo”, según la expresión que se había popularizado después de que un periodista alternativo la utilizara con intención provocadora en una rueda de prensa.
Los organizadores del evento habían diseñado una obra maestra de manejo de los volúmenes sonoros. Todos los asistentes consultaban una aplicación que les indicaba el momento y la cadencia con que debían gritar el eslógan, basándose en su geolocalización y en una serie de patrones diseñados para producir variados y llamativos efectos sonoros. En algunos momentos, desde la terraza en la que se hallaba el nuevo presidente, todas las voces se escuchaban en un perfecto unísono: la aplicación hacía que empezaran a gritar antes los que se encontraban más alejados para compensar el retraso producido en la transmisión del sonido al recorrer la distancia hasta la terraza. El efecto era un grito atronador, sobrecogedor, que impresionaba incluso a quienes seguían el acto a través de la retransmisión televisiva. Y todavía impresionaba más el instante de silencio seco que venía a continuación. En otros momentos, el sonido nacía en la periferia y se propagaba hacia la tribuna como una oleada imparable, luego iba y venía, cruzaba de un lado a otro, avanzaba y retrocedía, se atomizaba y volvía a fusionarse: “¡La extragua no es agua, la extragua no es agua!” Todos eran conscientes de estar viviendo un momento único.
El nuevo amo del mundo apenas podía contener las lágrimas. «Ya me puedo morir», volvió a pensar. Aunque se esforzaba por apartar la idea de su mente, le seguía retornando de forma obsesiva. No, no se podía morir, tenía que ejercer el inmenso poder de que disponía. «Lo que no puedes hacer es llorar», se decía, y levantaba el puño y lo agitaba rítmicamente el compás de los gritos, mostrando energía a los asistentes y, sobre todo, mostrándosela a sí mismo. «No puedes llorar. Ahora mismo en millones de televisores se está viendo un primer plano de tu cara. No puede haber en ella ni una sola lágrima». Debía mostrar energía y decisión, no solo porque eso era lo que esperaban de él, sino también para compensar el hecho de que era un anciano. «¿Es que eres un viejo sentimental que no puede aguantar las lágrimas ante cualquier emoción? —se decía— ¡No! ¡Tú no eres así!» Pero sí que era un viejo, y aquello no era una emoción cualquiera. Recordó su primera toma de posesión, hacía ya varias décadas. Entonces no sintió la menor tentación de derramar lágrimas. Ciertamente, no era lo mismo: aquella vez no tomó posesión como amo del mundo, sino como presidente de un país. Del país más poderoso, eso sí, pero solo de un país. Sin embargo, era consciente de que aquella no era la diferencia más importante. La diferencia más importante era que entonces estaba lleno de energía, hasta el punto de que solo deseaba que la ceremonia acabara cuanto antes para ponerse manos a la obra y aplicar su programa de manera inmediata y radical.
Y lo hizo. ¡Vaya si lo hizo! Al día siguiente, la delegación de su país se retiró de las negociaciones para la constitución de la Federación Mundial. En una semana se puso en marcha el programa de deportaciones masivas de inmigrantes, primero en aviones, después en barcos, para minimizar los costes. Era joven y tenía las ideas claras; tenía claras las soluciones: por eso lo habían elegido. Recordaba aquellos días y recuperaba aquella energía. El pecho le retumbaba a causa del ímpetu con el que latía su corazón. ¡Decisiones, decisiones, decisiones! Pero, inevitablemente, el recuerdo acaba deslizándose también hacia los últimos días. Las cosas no habían ido como él esperaba. Las consecuencias de las deportaciones masivas y del proteccionismo comercial resultaron fatales. Faltas de mano de obra barata, muchas empresas tuvieron que cerrar o aumentar el precio de sus productos o servicios, lo que provocó una inflación desbocada y un descenso de la actividad económica. Había prometido que los extranjeros no quitarían el puesto de trabajo a los trabajadores autóctonos y lo que sucedió fue que muchos trabajadores con buenos empleos tuvieron que elegir entre el paro o los salarios de miseria que percibían hasta entonces los trabajadores inmigrantes, y ello mientras los precios crecían sin parar. La dificultad para conseguir mano de obra y para importar componentes a precios competitivos llevó a muchas empresas multinacionales a cerrar sus plantas de producción y trasladarlas a otros países. La economía más poderosa del mundo entró en una crisis de proporciones inmanejables. Había prometido que las mejoras se notarían en poco tiempo y lo cierto era que cuanto más tiempo pasaba, más empeoraba la situación. Él estaba convencido de que lo que sucedía era solo la consecuencia inevitable de llevar a cabo una limpieza en profundidad, y que, una vez acabada la tarea, se entraría en la senda de crecimiento rápido e imparable que había prometido. Lo repetía una y otra vez, pero el hechizo se había roto y quienes antes lo habían considerado un salvador ahora lo consideraban un estafador; quienes habían visto en él un joven enérgico con las ideas claras, veían ahora un mequetrefe descerebrado. Llegaron las elecciones, demasiado pronto, en su opinión, y su partido fue barrido sin contemplaciones. Las políticas que le habían llevado al poder desaparecieron también de los programas de los partidos del resto del mundo. La ola aislacionista se detuvo y, en un rápido reflujo, se constituyó la Federación Mundial contra la que tanto había luchado. ¡La Federación que ahora presidía! ¡Quién podía haberlo imaginado!
El acto estaba ya finalizando, llegaba el momento de tomar decisiones. Y, a diferencia del líder joven, el líder viejo no tenía ninguna prisa por hacerlo. Más bien… más bien sentía miedo. «Ahora ya me puedo morir», volvió a pensar. «Si me muero, seré leyenda, si no…»
“¡La extragua no es agua!”, retumbó la explanada por última vez. El eslógan había sido la pértiga que le había impulsado otra vez hacia el poder, pero sabía que sería muy difícil llevar a cabo la política a que le comprometía: renunciar al agua extraterrestre. Los políticos de los demás partidos, los científicos, el establishment en general, estaban todos de acuerdo: sería un suicidio. La tierra vivía una crisis de disponibilidad hídrica imparable que había empezado a provocar consecuencias catastróficas. Solo la importación masiva de agua extraterrestre había permitido atenuar esas consecuencias y prometía estabilizar la situación a medio plazo. Pero él había ganado las elecciones comprometiéndose a acabar con esa importación, porque el agua extraterrestre, la extragua, no era agua.
Su regreso al poder era un fenómeno tan extraordinario que, mientras alzaba los brazos para despedirse de la multitud, pensó que no podía ser real, que era un sueño. Tras su fracaso juvenil había sido denostado, ridiculizado, aborrecido. Se había convertido en un paria. Hasta que al final fue olvidado. Y aunque aquellos años, los del olvido, fueron los más duros de su vida, tenía que reconocer que fueron los que hicieron posible el renacimiento. La gente lo olvidó, y cuando las circunstancias le permitieron reaparecer, solo sabían de él que era un antiguo político que iba a contracorriente del sistema. Repasó la cadena de acontecimientos extraordinarios que se sucedieron luego: eran innegables, todo aquello había sucedido, todo era real. Por muy inesperados e inimaginables que fueran, los contactos con los habitantes de aquel planeta remoto que parecía un gemelo de la tierra existieron, y encendieron una luz en la penumbra de sus esperanzas. En medio de la perplejidad general y de las indecisiones de las autoridades sobre cómo afrontar la situación, volvió a alzar la voz, firme y convencida, en contra de cualquier aventura extraterrestre. Y fue escuchado. El tiempo lo borra todo. Diversos movimientos nacionalistas, aislacionistas y antisistema que habían ido creciendo en diversas partes del mundo encontraron, paradójicamente, una causa que los uniera y un líder que los guiara. Reapareció en el panorama político y volvió a los medios, aunque solo como cabeza visible de una minoría radical y antisistema. Pero así había empezado la primera vez. Y, al mismo tiempo, se produjo el agravamiento de la crisis hídrica y el anuncio de las autoridades de que los humanos extraterrestres había desarrollado una tecnología para teletransportar agua y ofrecían hacer llegar a la Tierra toda la que se necesitase, puesto que ellos disponían de una cantidad inagotable. La propuesta encendió una prudente esperanza en la mayor parte de la población, pero fue considerado por su grupo como la puesta al día del mítico caballo de Troya, ahora en una versión infinitamente más letal. Hicieron mucho ruido, ensayaron diversos eslóganes apocalípticos, y tuvieron muy poca repercusión: el problema era grave y el gobierno aseguraba que se habían hecho pruebas que demostraban que lo que llegaba de los extraterrestres era agua, nada más que agua, y que una gota de aquella agua era indistinguible de una gota del agua terrestre. Y entonces se produjo el suceso definitivo. La prestigiosa científica que encabezaba el laboratorio en el que se hacía los análisis, afirmó que parecía haber una diferencia pequeña, sutil, cuántica, entre una gota teletransportada y una gota autóctona. No fue una declaración solemne y mucho menos una advertencia. Lo dijo durante una entrevista para un medio científico, e inmediatamente se apresuró a asegurar que aquella diferencia no tenía ninguna relevancia a efectos prácticos. «La identidad macroscópica, a nivel molecular, e incluso atómico, se preserva, por lo que ambas aguas son perfectamente intercambiables en todos los contextos que podamos imaginar». Casi nadie le dio importancia, pero él vio una grieta en la que podía hundir la palanca poderosa que acabara quebrando el consenso existente. Ese fue su mérito, ver que ahí estaba la clave de un hipotético éxito. Ese y el del eslógan, por supuesto. Sencillo, claro, directo. No iba más allá de una simple afirmación basada en datos científicos y por tanto era inatacable, y no expresaba ninguna amenaza concreta, pero permitía imaginar las peores. A partir de ahí no tuvo más que gritarlo una y otra vez y se vio encabezando un coro cada vez mayor. Otros se encargaban de esparcir por detrás las informaciones sesgadas, los rumores interesados, las predicciones apocalípticas sin fundamento. Como un virus mutante, el temor a los efectos que aquel elemento extraño al que algunos llamaban agua tuviera sobre la humanidad, infectaba a millones cada día. De nada sirvió que, para demostrar que sus palabras se habían malinterpretado, el gobierno mundial pusiera a aquella investigadora, la doctora Semperviva, al frente del organismo creado para importar el agua extraterrestre; de nada sirvieron sus diarias apariciones públicas transmitiendo de diversas formas el mensaje de que la importación de agua no presentaba ningún riesgo que pudiera comparase al de no hacerlo; de nada sirvió que la importación llegara a ponerse en marcha y no provocara ningún efecto adverso perceptible: el terror se había apoderado de una gran parte de la población y los argumentos racionales no pudieron hacer nada para disiparlo.

La doctora Semperviva era la primera persona con la que se entrevistaba después de haber sido vez investido. El resultado que arrojaría la reunión ya estaba escrito: “He convocado a la doctora Semperviva, he escuchado sus explicaciones con toda atención, y nada de lo que he oído me ha hecho dudar de lo que la mayoría de la población sabemos perfectamente: la extragua no es agua. En consecuencia, le he comunicado su cese, como un primer paso en la dirección de desmantelar el organismo que encabeza y suspender sus actividades.”
—Doctora, respóndame con un sí o un no: ¿La extragua es agua?
—Sí… y no.
—¡Eso no es posible! ¡O lo es o no lo es! Solo se trata de comparar las… moléculas, o los átomos, o lo que sea, y ver si son iguales o no.
—Las moléculas se compararon el día que nos llegó la primera gota, y también los átomos, y el resultado fue claro: son iguales.
—¡Pero no son iguales! ¡Usted lo dijo! ¡Alguna diferencia habrá!
—Verá, señor Putnam: comprobar las características de los componentes últimos de la materia no es tan fácil como comprobar, digamos, el color de un objeto. Si usted quiere saber si dos bolas de billar son del mismo color, las mira y lo ve. Si usted quiere comprobar si dos átomos son iguales, no puede mirar, porque no los ve. Y en el caso de los átomos todavía podría observarlos indirectamente a través de instrumentos, pero si hablamos de sus constituyentes, los protones, por ejemplo, o de los componentes de estos, los quarks, aquí no hay observación posible. Sus propiedades se deducen sometiéndolos a determinadas interacciones con aparatos especializados. Si usted observa los átomos que componen el agua extraterrestre, …
—Llámele extragua —la interrumpió—. Es más corto.
—Y me compromete con esas ideas suyas: agua extraña, agua… extranjera. Peligrosa, amenazadora. Prefiero ser más precisa y más neutral. Pues bien: como decía, si usted observa los átomos que componen el agua extraterrestre, los verá iguales a los de la terráquea. Pero si profundiza mucho, y subrayo mucho, encontrará que determinadas pruebas muy específicas detectan en ellos una diferencia.
Al tenerla delante la había encontrado menos guapa de lo que parecía en la televisión, pero ahora que la veía moverse y gesticular y veía cómo cambiaban las expresiones de su cara mientras hablaba o escuchaba, le resultaba mucho más atractiva.
—Pues no hay más que hablar: son diferentes.
—Supongamos que compara usted dos coches de la misma marca, modelo, color, etc. Resulta que entre el momento en que se fabricó uno y el momento en que se fabricó el otro, se cambió alguna pieza minúscula que no está a la vista, y la substitución no comporta ninguna diferencia en el funcionamiento del vehículo. Ese componente no es el mismo en uno y otro; todo lo demás, sí. ¿Diría que son diferentes?
—Si tienen algo diferente, son diferentes.
—Entonces no hay dos coches iguales, porque nunca son iguales en todo. Se diferencian, como mínimo, en el número de bastidor.
—No me enrede, doctora. Estamos hablando de agua. Bebemos un par de litros de ella cada día, y pasa a forma parte de nosotros: de niño me enseñaron que somos agua en un sesenta por ciento. Cualquier diferencia, por minúscula que sea, representa una amenaza enorme.
—En ese aspecto puede estar usted tranquilo. Conocemos bien los procesos químicos mediante los que se asimila el agua por parte de las células y sabemos que se producen exactamente igual cuando se trata de agua extraterrestre. Cuando bebe un vaso de una y un vaso de la otra, usted no nota la diferencia. Sus células, tampoco.
—Jamás he bebido una sola gota de extragua. O quizá sí, sin saberlo ni quererlo, porque ustedes la han estado mezclando con la nuestra. Pero eso va a cambiar. Vamos a detener esa barbaridad y, después, vamos a extraer toda la extragua que ustedes han traído y a deshacernos de ella.
—Eso va a ser difícil. No conocemos la manera de separarlas.
—Bueno, ya veremos —se impacienta el líder—, lo importante es que lo que me dice me confirma lo que ya pensaba: que la extragua no es agua.
—¿Y el agua del grifo? ¿Es agua? ¿Y el agua de mar?
—¿A qué viene eso?
—La diferencia entre una gota de agua del grifo y una gota de agua destilada es incomparablemente mayor que la que existe entre el agua terráquea y la extraterrestre. Y más aún si comparamos cualquiera de las dos con el agua de mar. Pero llamamos “agua” a la que sale del grifo y llamamos “agua” a la del mar, pese a lo mucho que se apartan ambas de lo que podríamos considerar el prototipo de agua, el agua pura, que sería la destilada. Si usted no llama “agua” a la extraterrestre, está trazando una frontera totalmente arbitraria. No se basa en ninguna razón objetiva para hacerlo.
—¡Me baso en que su composición es diferente! ¡Y es usted quien dice eso! Tienen que ser los científicos los que nos digan qué significan las palabras. Usted debería cumplir con su obligación y decir: “agua” es el líquido que tenemos aquí en la tierra; en otro planeta hay otro líquido que se parece pero que no es exactamente igual y, por lo tanto, hay que llamarlo con otra palabra: extragua.
—¡Ojalá fuéramos los científicos los que determinamos el significado de las palabras! Quiero pensar que habría más precisión en el lenguaje y menos malentendidos. Pero no es así. Es la gente que utiliza las palabras la que determina su significado. Sobre el asunto de llamar agua a la extraterrestre o usar una palabra distinta, lo que decidirá será el uso que hagan los hablantes del lenguaje, como siempre sucede. Y debo reconocer que usted está llevando a cabo una campaña muy exitosa para que la gente use el lenguaje como a usted le gusta.
—Como a mí me gusta, no. Como tiene que ser. A cosas diferentes, palabras diferentes. Y repito una vez más que es usted la que dice que hay diferencias entre el agua y la extragua.
—Bueno… no estoy totalmente segura.
—¿Ah, no? ¿Ahora no está segura?
—Parece haber una diferencia a nivel subatómico, aunque para detectarla llevamos nuestros aparatos de medida al límite de sus capacidades. Pero tal vez esa diferencia no es fundamental. Es decir: tal vez, si pudiéramos profundizar aún más, encontraríamos que, más en el fondo, por debajo de esa sutil diferencia, son iguales.
—Eso es un suposición que usted misma ha dicho que no se puede comprobar.
—Esa suposición tiene un fundamento… indirecto: eso es lo que nos dicen los extraterrestres. Como sabe, estamos en contacto con ellos e intercambiamos toda la información científica que podemos, a pesar de las dificultades. Ellos nos dicen que esa diferencia es aparente, y nos dicen cómo comprobarlo, pero… no podemos hacerlo, de momento.
—¿Por qué?
—Por las diferencias entre nuestra ciencia y la suya.
—¿Quiere decir que la suya es más avanzada que la nuestra? Aunque sea así, esos intercambios de información van a acabar inmediatamente.
—Nuestra ciencia y la suya parecen estar a un nivel parecido, pero ellos tienen un enfoque totalmente diferente al nuestro, y eso nos hace muy difícil entender sus teorías. A ellos les sucede lo mismo con las nuestras.
—¿Cómo puede ser eso? ¡La ciencia es ciencia! ¡La ciencia nos dice cómo son las cosas, cómo es… la naturaleza! ¿Cómo pueden haber dos ciencias distintas para explicar lo mismo?
—Verá: nosotros tenemos un modelo explicativo más orientado a las partículas; ellos lo tienen más orientado al flujo. Nosotros estudiamos qué partículas componen las cosas, qué partículas componen esas partículas, y así sucesivamente. Buscamos partículas y encontramos partículas. Para nosotros, los cambios son cambios en las partículas. Ellos se centran en entender cómo se producen los cambios, y lo que para nosotros son partículas, para ellos son fases, o momentos, o estados, de un flujo.
—Pero al final, lo que hay es lo que hay, ¿no?, y lo que hay que explicar es lo que hay.
—Le pondré un ejemplo: la electricidad. Lo que hay es la electricidad. Pues bien: para nosotros, la electricidad es el resultado de la actividad de los electrones. Los electrones son partículas elementales, son componentes básicos del mundo físico. La electricidad es un resultado, algo que ellos producen. Para los extraterrestres, en cambio, la electricidad es un flujo básico. Para ellos, en la realidad no hay electrones moviéndose, lo que hay es electricidad fluyendo. Lo que para nosotros es un electrón, para ellos es solo una… singularidad, o un momento, o más bien una unidad de medida, de ese flujo. Para ellos, los electrones no son reales. Esa visión nos hace muy difícil entender sus teorías, aunque los resultados, es decir, las predicciones que hacen sobre los fenómenos eléctricos, por ejemplo, son exactamente iguales.
—¡Nosotros debemos mantenernos en lo nuestro! ¡Si nuestra ciencia dice que los electrones existen, los electrones existen! ¡Enviaré al Consejo de la Federación un proyecto de ley que lo deje claro!
—¿Las leyes científicas las van a aprobar las instituciones políticas, ahora?
—Si es necesario para defender nuestra identidad, ¿por qué no? Hay que hacer leyes para preservar lo nuestro, nuestra cultura, nuestras tradiciones, nuestro valores. Y nuestra ciencia, si hace falta. ¿Por qué no?
—Porque existe un procedimiento objetivo para determinar la validez de las teorías científicas: el método científico.
—Pues resulta que hay dos teorías diferentes y no se puede determinar cuál es válida.
—¡Las dos son válidas! ¡Y eso es muy bueno! Nosotros tenemos un modelo explicativo; ellos, otro. Nuestro modelo parece explicar mejor lo que tiene que ver con la estructura de la materia. El suyo parece explicar mejor lo que tiene que ver con el fluir; por eso ellos son capaces de teletransportar agua y nosotros no. Y, de momento, no acabamos de entender cómo lo hacen, como ellos no entienden mucha de nuestra ciencia. Pero la combinación de esos dos modelos, de esas dos… visiones, tal vez acabe dando lugar a un modelo mejor que ambos, inclusivo, más general. Una visión de la realidad fruto de la colaboración de civilizaciones tan alejadas entre sí que, de momento, viajar de la una a la otra parece imposible.
—Eso no pasará. Estoy aquí para impedirlo. Los ciudadanos me han puesto aquí para impedirlo.
—Los ciudadanos lo han puesto aquí porque ha conseguido provocarles con sus paranoias un temor mayor al que les produce la escasez de agua. Y ese temor, el de la escasez de agua, sí que está justificado. Si lleva adelante su programa, la civilización retrocederá de tal manera que el contacto con los extrarrestres se volverá imposible. Dentro de unas pocas generaciones, los que hayan sobrevivido a las sequías, la miseria y las guerras que inevitablemente se producirán para luchar por los recursos cada vez más escasos, escucharán la leyenda de una civilización próspera en la que apenas existían la sed, el hambre, el frío y la guerra. Y escucharán que, enfrentada esa civilización al problema de la falta de agua, el hombre que los mandaba desechó la solución que se había probado y estaba funcionando, traer agua de otro planeta, y los condenó a una vida miserable de supervivencia. Una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve.
—¡Y me acusa usted de atemorizar a la gente!
—En cambio, si renuncia a su programa, si fortalecemos el contacto con los humanos extraterrestres y profundizamos en la comprensión de su ciencia, pasará usted a la historia como el líder que abrió la puerta a una nueva era en la historia de la humanidad. Del universo, quizá. No conocemos el nombre de quien nos enseñó a hacer fuego, o de quien empezó a domesticar animales o a cultivar la tierra, pero las generaciones sucesivas conocerán el nombre de quien hizo posible un progreso de la humanidad de una magnitud comparable a la que acarrearon aquellos logros. Y ese nombre será el suyo.

Cuando se abrió la puerta del despacho y salió el amo del mundo apresuradamente, su jefe de prensa percibió que la reunión no había ido bien. Y no solo por la descortesía de salir antes que la doctora Semperiva, sino, sobre todo, por la expresión que traía en la cara. Ella, en cambio, sonreía a su espalda.
—¿Saco ya el comunicado? —preguntó, poniéndose de pie.
—¡No!
—¿No? ¿Y qué decimos?
—Que ha ido bien, un primer contacto, que seguiremos hablando del tema.
Se lo largó sin detenerse mientras pasaba a su lado a toda prisa, acuciado por la presión tiránica de su próstata hiperplásica.
—¡Joder, ya es demasiado tarde! —se dijo el amo del mundo mientras se desabrochaba la bragueta— ¡Ahora ya no me puedo morir!

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