Planteamiento
En el siguiente apartado, JZB analiza otra cuestión relevante en el debate entre realismo y antirrealismo científico: la continuidad de la referencia. A lo largo del tiempo las teorías cambian, y una teoría que en su momento explicaba satisfactoriamente un ámbito de la realidad es substituida por otra que presenta un mayor alcance y/o precisión. Como consecuencia, los conceptos teóricos utilizados por la teoría anterior son substituidos por otros nuevos que pueden ser muy, poco, o nada similares. Este hecho supone un problema para el realismo, puesto que, si pensamos que los conceptos y estructuras que forman parte de una teoría razonablemente satisfactoria se corresponden aproximadamente con aspectos estructurales de la realidad, la substitución de unos conceptos teóricos por otros comporta admitir que estábamos equivocados sobre nuestra comprensión de la realidad cuando creíamos en la validez de la teoría anterior, porque ahora vemos que la realidad no es como aquella teoría estipulaba, sino (supuestamente) como lo hace la nueva. Pero no podemos estar seguros de que la teoría actual, ni ninguna otra futura, sea la definitiva, y, por tanto, no tenemos ninguna base para aceptar que los objetos teóricos de cualquier teoría sean adecuados para describir verdaderamente la realidad. Es evidente que el realista tiene un problema.
La idea de la continuidad de la referencia viene a intentar resolver este problema. Un realista podría decir que, aunque cambien los conceptos o las estructuras entre teorías sucesivas, se mantiene una cierta continuidad significativa a través de estos cambios, de manera que no hay ruptura entre ellas, sino más bien una aproximación progresiva al auténtico conocimiento de la realidad.
El debate sobre si la historia de la ciencia apoya o no la continuidad de la referencia de los conceptos teóricos es interminable. Encontramos ejemplos que pueden considerarse favorables a la postura continuista y otros que pueden considerarse favorables a la rupturista: conceptos que han sido reemplazados por otros en los que puede verse el núcleo significativo de los anteriores, y conceptos que han sido reemplazados por otros tan diferentes que cuesta encontrar alguna continuidad.
La continuidad, de la filosofía a la ciencia
Puesto que esta vía no sirve para dilucidar la cuestión, JZB propone una muy diferente: considerar lo que quieren decir los propios científicos cuando eligen una de las dos formas de hablar, es decir, cuando deciden que dos entidades teóricas son diferentes o cuando deciden que son la misma. El objetivo es, nuevamente, traspasar el debate desde el ámbito filosófico al ámbito científico.
La respuesta que ofrece es que la decisión de los científicos no se toma, ni puede tomarse, como consecuencia de considerar válida una u otra teoría sobre el significado de los conceptos teóricos, es decir, porque se crea que los conceptos teóricos se refieran a entidades reales o no: los científicos no deciden si entre dos conceptos teóricos hay o no hay una continuidad de significados por el hecho de que sean realistas o instrumentalistas. (¡Menos mal!, pienso yo. Si lo hicieran así, estarían inoculando a la ciencia el virus del desacuerdo interminable que es consustancial al debate filosófico). JZB considera que las decisiones que toman en estos casos se deben probablemente a motivos pragmáticos, y entre ellos uno tan elemental y razonable que es difícil no estar de acuerdo: favorecer un consenso básico para que todos puedan saber que están hablando de lo mismo cuando utilizan esos conceptos. En cualquier caso, la conclusión es que el problema de la continuidad de la referencia no es un problema filosófico, porque de hecho no es “un” problema, sino un conjunto de decisiones que los científicos toman sobre la marcha basándose en cada caso en los criterios que, como científicos, consideran adecuados.
Uno se pregunta por qué, en general, tendrían los científicos que tomar decisiones sobre la continuidad de la referencia entre los conceptos que utilizan actualmente en sus teorías y los que se han utilizado anteriormente y luego se han desechado. Por qué tendrían que tomarlas como científicos, es decir, por qué esas decisiones podrían tener relevancia en la actividad científica. Uno piensa en Hegel (y a uno se le presentan pocas ocasiones para pensar en Hegel): la lechuza de Minerva inicia su vuelo al caer el crepúsculo. La reflexión filosófica sobre la continuidad de la referencia empieza cuando el científico ha completado sus teorías y se ha ido a dormir. Si el científico se entrega a ella, será porque el insomnio le convierte en filósofo o porque sueña que lo es. Y si lo hace durante su horario laboral, será porque son relevantes para su tarea: porque de la decisión que tome se derivan consecuencias que tendrán alguna repercusión en la labor científica.
JZB pone un par de ejemplos que representan perfectamente cada una de estas dos posibilidades. El primero es el concepto de átomo: la “cosa” esférica e indivisible a la que llamaba átomo un científico del siglo XIX, ¿es la misma que la “cosa” a la que llama átomo un científico actual, que no es ni esférica ni indivisible? Creo que un químico actual no tiene por qué plantearse esa pregunta en horas de trabajo, porque la respuesta es irrelevante en ese ámbito. Puede planteársela, por ejemplo, a petición del periodista del suplemento dominical de un periódico, y quizá improvise la respuesta. O quizá se ponga filosófico, lo que no excluye la primera opción.
El segundo ejemplo es sobre el agente que provoca una determinada infección, que ya ha sido aislado, pero sobre cuya naturaleza existen (aún) dudas: ¿Es un virus o un prion? Este es un caso totalmente diferente. La pregunta se plantea ahora en el curso de una investigación, y solo puede ser respondida aplicando criterios científicos. El hecho de que se plantee la pregunta demuestra que esos criterios científicos no están claros (aún), pero puede imaginarse un momento final de la investigación en el que se llegará a una respuesta que todos (los científicos del ramo) aceptarán. Mientras tanto, sería absurdo que viniera un filósofo a aclararles las cosas. ¿Cuáles son esos criterios que utilizan los científicos para tomar una u otra decisión? No veo que sean relevantes para el problema de la continuidad de la referencia. El escenario donde se plantea el problema de la continuidad de la referencia no es ese. Es un escenario en el que tenemos dos teorías que en momentos sucesivos se han considerado válidas para explicar lo que sucede en el mismo ámbito de investigación: se ha considerado real una “cosa” que luego ha cambiado hasta el punto de que podemos preguntarnos si la “cosa” que ahora consideramos real es la misma o es diferente. En cambio, en este segundo ejemplo lo que sucede es que se plantean dos hipótesis incompatibles sobre la identificación de una “cosa” y (es de esperar que) finalmente la situación finalizará con la aceptación de una de las dos y el rechazo de la otra. Lo que es seguro es que tiene que haber un desenlace, puesto que la tensión lógico-dramática es insoportable: las hipótesis son incompatibles. No puede haber sucesión y, por tanto, no puede plantearse si hay continuidad de referencia. Puesto que son casos tan diferentes, no veo qué utilidad puede tener aplicar a uno ellos los criterios utilizados para resolver el otro.
«La conclusión más importante de esta subsección para mi argumento general es que la «continuidad de la referencia» es algo que los propios científicos tienen que decidir (y deciden) simplemente al elegir una forma u otra de hablar al comparar unas teorías con otras, y para hacer esto no necesitan argumentos filosóficos, sólo las estrategias lingüísticas o argumentativas que podrían haberse desarrollado dentro de sus disciplinas.» Tienen que decidir, y deciden, si un agente infeccioso es un virus o un prion. Cuando lo hayan hecho y se vayan a dormir, llegará el momento de reflexionar sobre la continuidad de la referencia. Pero no tienen que decidir sobre si el átomo decimonónico es o no el mismo que el actual. No tienen necesidad de mantener consensos sobre ese tema porque el átomo decimonónico solo tiene en la actualidad interés para los historiadores de la ciencia. El recurso a los casos en los que los científicos tienen que decidir solo tendría interés para el problema de la continuidad de la referencia si esos casos fueran los únicos en los que vale la pena, o es apropiado, plantear el problema. Dicho de otra manera: si en los casos en los que el problema se lo plantean los filósofos y no los científicos fuera inapropiado plantearlo, es decir, si el problema filosófico de la continuidad de la referencia fuera un falso problema. Pero no veo que el argumento de JZB permita llegar a esta conclusión. Con una indiferencia por el corporativismo que le honra, JZB parece decir a los filósofos: “¿Queréis resolver el problema de la continuidad de la referencia? Fijaos en como lo hacen los científicos: así es como se hace”. Pero yo sigo pensando (no he encontrado en el argumento de JZB motivos para dejar de hacerlo) que, si pueden resolverlo los científicos, entonces no es el problema filosófico de la continuidad de la referencia; si es el problema filosófico de la continuidad de la referencia, entonces los científicos no se lo plantean porque no necesitan hacerlo, y, si lo hacen, su respuesta debe ser valorada, como cualquier otra, en relación con lo que aporta para resolver el problema filosófico. Y no veo que motivos pragmáticos u otros cualesquiera de los que llevan a los científicos a tomar decisiones en el ámbito de sus competencias, puedan dar una respuesta al problema de la relación entre verdad y realidad.
¿Pragmatismo o realismo?
Pero aceptemos el argumento de JZB para ver dónde nos lleva. Dice: «Lo más parecido a una explicación “filosófica” de por qué ciertas continuidades son aceptadas en la historia de la ciencia y por qué otras no lo son, probablemente sería algo así como una teoría aplicada de la pragmática filosófica, pero lo propongo solo como una sugerencia para futuras investigaciones.» Tomémoslo, pues, como sugerencia. Esta sugerencia lleva al pragmatismo, como ya hemos visto antes. Sin embargo, yo veo razones muy claras para llegar a la conclusión de que la actitud filosófica que se advierte en los científicos con respecto a la continuidad de la referencia es una actitud realista sin paliativos, que favorece, por tanto, dicha continuidad. Lo que propongo para ver que esto es así es desplazar el foco de la continuidad del significado a la continuidad del significante: al hacerlo, vemos que los científicos apoyan claramente la continuidad terminológica. El término “átomo” es un ejemplo excelente. Hace más de un siglo que el átomo ya no es indivisible, y, puesto que “átomo” significa indivisible, hace más de un siglo que el nombre es obsoleto. Y, sin embargo, permanece. Esta permanencia podría explicarse por los motivos pragmáticos a los que recurre JZB: las personas de mi generación hemos visto cómo muchos nombres de países que memorizamos trabajosamente de niños han cambiado y hemos tenido que aprender (con mayor o menor éxito) los nombres nuevos y asociarlos con los viejos: es comprensible que lo científicos quieran evitarnos y evitarse ese problema. Pero creo que esta explicación es insuficiente. La actividad científica requiere rigor terminológico: para estar seguros de que todos están hablando de lo mismo cuando utilizan un determinado nombre, también es imprescindible asignar nombres diferentes a cosas diferentes. Y si no se ha visto la necesidad de cambiar el nombre cuando la cosa dejar de ser indivisible ni cuando deja de ser esférica, debe ser que se considera que la cosa sigue siendo la misma.
Todo hace pensar que el conservadurismo terminológico de los científicos es un indicio de su actitud ontológicamente realista. Aportaré otro caso que a mí me llama particularmente la atención: el uso del término “partícula” en la física actual para designar los componentes últimos de la realidad física. En este mismo blog estoy publicando mis particulares ideas sobre el tema. Se da aquí la circunstancia agravante de que, a diferencia del término “átomo”, el término “partícula” se usa en el lenguaje ordinario y todo el mundo sabe lo que significa: una pequeña parte de una cosa mayor; el uso científico del término arrastra, inevitablemente, esa referencia. Cuando se descubrió el electrón, por ejemplo, este uso parecía adecuado: la materia está compuesta de pequeños componentes que son los átomos, y los átomos, a su vez, están formados por otros componentes aún menores: partículas. Pero, en la actualidad, se llama partículas a entidades tan peculiares como el fotón, que no tiene masa y no es componente de ningún objeto material. Al llamar partícula al fotón, se induce a imaginarlo como una diminuta parte de materia ordinaria, y esta imagen es totalmente inadecuada (también lo es técnicamente, puesto que la materia ordinaria está compuesta por fermiones y el fotón no es fermión sino bosón). Esto podía considerarse como un efecto lateral indeseado de aplicar criterios pragmáticos, como podrían ser la conveniencia de mantener una cierta simplicidad y consenso en lo que hace a la terminología, pero más bien me da la impresión de que el efecto no es indeseado sino buscado, como si se quisiera mantener la idea de que las cosas materiales que vemos y tocamos están compuestas de otras cosas del mismo tipo: que hay una continuidad entre el mundo que es, sin duda, real (viene a ser algo así como el patrón de lo real), que es lo que que vemos y tocamos, y todas las otras escalas o niveles que no son perceptibles de entrada pero que vamos conociendo gracias al avance del conocimiento. Mi impresión se basa en dos evidencias. La primera, que el término “partícula” es fuente de confusión. No puede ser de otra manera si se llama igual tanto a elementos que claramente se ajustan al significado cotidiano del término (por ejemplo, los que se filtran en salida de gases de los motores Diesel para que no contaminen el aire), como a los fotones y a otros peculiares miembros de la variopinta fauna del modelo estándar de partículas. La segunda, que no se vislumbra en la comunidad científica el menor interés por resolver la incoherencia terminológica y dejar de provocar confusión. Las terminologías alternativas que se han planteado no han tenido ningún tenido éxito. Por citar una de ellas, me parecería muy sensato llamar “cuantones” a las entidades subatómicas, puesto que su naturaleza cuántica es sin duda lo que más las diferencia de los objetos de la materia ordinaria, y el término no induce a pensar en ellos como bolitas minúsculas. Hasta donde yo sé, nadie utiliza este término ni ningún otro diferente al de “partícula”.
No me resisto a hacer un último comentario (poco riguroso) sobre el tema de las llamadas “partículas virtuales”. Al utilizar este nombre, parece que los científicos digan algo así como: “Bueno, vale, tal vez no sean partículas, pero vamos a seguir llamándolas partículas y así nos seguimos entendiendo”. Para mí lo que dicen es: “Bueno, vale, tal vez no sean partículas, pero vamos a seguir llamándolas partículas y así nos seguimos confundiendo”.
El realismo como enfermedad infantil de la ciencia
Consciente de que me aparto ya del objetivo inicial de analizar la postura de JZB sobre el realismo, diré algo acerca de lo que yo creo que constituye la motivación subyacente de los científicos para mostrar una actitud continuista con respecto a la referencia y, en definitiva, una actitud realista. (Al fin y al cabo, esto no es una publicación académica sino una entrada de un blog personal). Ahí va.
El realismo es una creencia natural. Somos seres dotados de percepción y movimiento, y como parte del proceso adaptativo al entorno, hemos desarrollado una mente que, basándose en la percepción, construye una representación del entorno que orienta y optimiza nuestro movimiento. Creer que esa representación refleja fielmente el entorno es necesario para que hagamos un uso eficaz de ella. No podemos quedarnos indiferentes ante la percepción de una amenaza pensado que no es real: el realismo es una actitud básica, esencial, que forma parte del conjunto de recursos que hemos desarrollado para mejorar nuestra adaptación al entorno como seres con capacidad para percibir, movernos, y crearnos representaciones de ese entorno. Es, por tanto, natural creer que lo que vemos es lo que hay, y eso lleva, por ejemplo, a que el geocentrismo sea también una creencia natural. Pero con respecto al geocentrismo y a muchas otras creencias que forman parte de lo podemos llamar la representación básica, ligada directamente a la percepción, sucede que el propio perfeccionamiento de esa representación básica gracias, entre otras cosas, al desarrollo de prótesis perceptivas que no estaban disponibles durante su fase de construcción, ha permitido saber hace ya mucho tiempo que no es un reflejo fiel de la realidad que representa. La observación sistemática, el telescopio y las matemáticas permitieron elaborar una representación distinta a la geocéntrica que encajaba mejor con los nuevos datos disponibles. Pero eso no nos hace renunciar al realismo básico, porque es la actitud natural, y desde entonces vivimos en una esquizofrenia ontológica en la que, en nuestra vida cotidiana, utilizamos la representación que encaja mejor con la percepción básica (la geocéntrica), y cuando queremos hablar con precisión, utilizamos otra representación que es incompatible con la primera.
La ciencia pretende (y consigue) perfeccionar nuestra representación del entorno, lo que le lleva a desenmascarar una y otra vez los “trucos” o simplificaciones que nuestra mente utiliza para construir la representación básica de la realidad (no me parece justo decir que nos engaña, como se dice a veces: nos ayuda en el proceso de adaptación). Pese a ello, el realismo sigue siendo una creencia subyacente. Los científicos siguen sufriendo la misma esquizofrenia, y al pasar de la mentalidad básica a la científica, no abandonan la actitud realista. En mi opinión, esta reticencia a abandonar la actitud realista, que es la natural, es lo que explica la continuidad terminológica. Se utilizan términos que se refieren a aspectos de la representación básica para nombrar aspectos de representaciones (teorías) que no se parecen a lo que se designaba originalmente con ellos. Esto genera una ilusión de continuidad, pues hace pensar que la teoría no es más que una extensión o una profundización de la representación básica, porque sus componentes estructurales siguen siendo los mismos. Pero no es así, solo se designan con el mismo nombre, y creo que esta continuidad terminológica es una fuente de confusión a todos los niveles. Desde esta perspectiva, podría decirse que el realismo es una enfermedad infantil de la ciencia.
Para acabar diré que, aunque en estos últimos párrafos me haya desviado del objetivo inicial, creo que puedo utilizarlos para afianzar mi conclusión. Propone JZB fijarnos en qué hacen los científicos cuando tienen que decidir sobre la referencia de los conceptos que utilizan. Como ya he argumentado, creo que los casos en que los científicos necesitan tomar estas decisiones porque son relevantes en su investigación, no son relevantes para decidir sobre el problema filosófico de la continuidad de la referencia. Y los casos en que los científicos toman esas decisiones sin que sean relevantes para su investigación, como lo hacen implícitamente al mantener una continuidad terminológica a pesar de los cambios en los conceptos que esos términos designan, están adoptando una postura filosófica, meta-científica, que puede debatirse con los instrumentos propios del debate filosófico. Es lo que he pretendido hacer (esquemáticamente) en los párrafos precedentes.
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