—¡Galatea! —dice el hombre al verla. La mujer se recoloca las gafas en un gesto automático y lo examina con atención. Desde el fondo del piso llegan voces y risas de niños.
—¿Eres tú, Salicio? Quiero decir… ¿Miguel?
—¡Sí, claro, soy yo!
Los dos se miran manteniendo la distancia. Él sonríe. Ella no.
—No sé, no sé qué decir —y apoya la mano en el borde de la puerta—. ¿Cómo es que has venido?
—Me dijiste que volviera cuando quisiera, que me esperarías. Que cuando me diera cuenta de que me había equivocado, volviera contigo. Y… eso, he vuelto. Perdóname, Galatea, me equivoqué.
—Pero eso fue hace… no sé, ¿cuarenta años?
Galatea y Salicio están sentados en un banco del parque. Ella no pierde de vista a sus nietos que se divierten en el recinto de los juegos infantiles.
—Galatea…
—No me llames así, por favor.
—Está bien, Rosa —el hombre se frota las manos, nervioso, la mira a ella, vacila, mira al cielo, luego al suelo—. No te haces una idea de lo importante que eres para mí. Desde niño. Fuiste la primera persona a la que amé, la persona que, simplemente con su presencia, me enseñó que el amor existía.
Había sido un niño confundido, desorientado, siempre con la sensación de haber ido a caer en un mundo que no era el suyo. Pero cuando la veía, todo parecía ponerse en su sitio de repente. El mundo a su alrededor adquiría sentido y se convertía, por fin, en un lugar en el que podría vivir.
Por desgracia, la veía poco. Volvía una y otra vez a los lugares en los que se le había aparecido en alguna ocasión con una esperanza casi religiosa, deseando que se obrara de nuevo el milagro de su presencia. Pero no conseguía dar con el ritual apropiado para invocarla y sus apariciones fueron siempre esporádicas, imprevisibles y fugaces. Y jamás habló con ella. Se interpuso siempre el miedo a violentar las reglas de aquel mundo extraño, unas reglas cuyo desconocimiento no eximía ni de la obligación de cumplirlas ni del castigo que acarreaba incumplirlas.
Creció, su familia se mudó a otra zona de la ciudad, se vio obligado a concentrarse en encontrar caminos transitables hacia el futuro, y la olvidó.
—No, no te olvidé. Me olvidé de revivir tu presencia todas las noches cuando cerraba los ojos para dormir y de lamentar tu ausencia todas las mañanas al despertarme, como hacía de niño, y me olvidé de salir a la calle angustiado por la posibilidad de tener que vivir un día más sin verte. Olvidé el sentimiento de desolación con que regresaba a casa cuando no te había visto y la alegría de cuando te había encontrado. Una alegría ingenua, simple, pero absoluta, sin sombras, infantil al fin y al cabo. Olvidé cómo era aquella alegría sin sombras, pero a ti no te olvidé.
Sí, la recordaba en algunos momentos. La recordaba como un pinchazo de ausencia cuando todo parecía ir bien. La recordaba como una remota esperanza de salvación cuando todo iba mal. La revivía ante la belleza de una puesta de sol, ante la magia de una canción, ante la ternura de un poema de amor. Y esa añoranza esporádica era un recordatorio de que la felicidad era posible y de que él no era feliz. La fantasía de lo que nunca pasó entre ellos fue durante muchos años la más valiosa de sus posesiones.
—Imagina lo que sentí cuando un día, volviendo a casa de la universidad, te sentaste enfrente de mí en el autobús.
Llevaba el cabello todavía más largo que de niña, y era una delicia seguir aquellas ondulaciones que se desparramaban sobre sus hombros y se escurrían hacia su pecho, y que al descender viraban, juguetonas, del castaño claro al rubio.
—Te estoy viendo ahora mismo en aquel asiento desvencijado; podría describir hasta los menores detalles de la escena.
Llevaba unos pantalones de pana naranja, una camisa blanca, amplia, con los puños arremangados, y un chaleco negro bordado con flores rojas, azules y amarillas. Sandalias de cuero sin calcetines, bolso marrón de piel vuelta. Y aquellos ojos verdes en cuyas profundidades se debía ver, estaba seguro, si los mirabas mientras te miraban a una distancia en la que tu aliento se confundiera con el suyo, toda la belleza y la bondad que un ser humano es capaz de soportar.
Paralizado por la emoción, oía su voz y su risa mientras bromeaba con unas amigas sentadas al otro lado del pasillo. Gesticulaba con una gracia infinita, se apartaba descuidadamente los cabellos de delante de los ojos, se inclinaba hacia un lado para cuchichear algún secreto, se enderezaba para reír alguna gracia. Y cada uno de sus movimientos tenía la perfección de un cuadro de Miguel Ángel, y cada una de las expresiones de su cara era una faceta del paraíso.
—Sí, recuerdo que todo eso me lo contaste al poco tiempo de conocernos, y yo pensé que no podía haber en el mundo alguien de quien pudiera estar tan segura que me quería. Quizás es lo que buscabas, que pensara eso.
—¡No, no! ¡Era la verdad, la pura verdad!
—La verdad es muy grande y uno elige qué parte de ella cuenta. Tú me contaste esa parte, con ella te ganaste mi confianza, y luego te fuiste. Eso, que te fuiste, también es una parte de la verdad.
—¡No me fui enseguida! ¡Pasaron muchas cosas, antes!
—Que me seguiste.
—Sí, te seguí.
La siguió. Con los años había ido adquiriendo una cierta seguridad en sí mismo, y hablar a una desconocida que le atraía era algo que ya se veía capaz de hacer. Pero a ella, no.
—¿Qué querías que hiciera? No podía permitir que volvieras a desaparecer y no me atrevía a hablarte. No eras una persona, eras un mito. Yo era un simple mortal. Té eras… Afrodita.
—¿Fui Afrodita, antes que Galatea?
Él se había ido exaltando mientras hablaba; ahora agacha la cabeza.
—Perdona el sarcasmo, Miguel. Está fuera de lugar. Fuera de tiempo.
No bajó del autobús en su parada, bajó en la de ella. Y con la cabeza hundida entre los hombros, temeroso de ser descubierto, avergonzado de sí mismo, la siguió hasta el portal de su casa. Ella entró y él se quedó desconcertado en la acera. No tenía que estar allí, no tenía que estar haciendo aquello. Se dio media vuelta y caminó un par de pasos. Se detuvo, se volvió a girar y volvió a mirar el edificio. Era bastante nuevo, moderadamente lujoso. Y en alguna habitación de aquel edificio estaba ella. Comiendo, probablemente. O quizá duchándose; la mañana había sido calurosa. Tragó saliva.
En la acera de enfrente había un bar. Vio una mesa libre junto a la ventana. Entró y se sentó. Le llegaba el dinero para un bocadillo, aunque luego tendría que volver a casa caminando. Buscó la ubicación del teléfono del local y calculó que desde allí seguiría viendo el portal. Llamó a casa para decir que no iría a comer, que un cambio de horario inesperado le obligaba a quedarse en la facultad por la tarde.
Pasaron horas. Al final tuvo que levantarse para ir a los servicios a orinar. Volvió desmoralizado. Quizá ella había salido mientras tanto. Quizá ya no iba a salir. Y además, ¿qué estaba haciendo?
—¿Qué estaba haciendo yo allí, espiándote, espiando el portal de una desconocida, interrumpiendo el ritmo de mi vida, olvidando mis obligaciones, para espiar a una desconocida? ¿Para qué? ¿Qué esperaba conseguir? Me sentía fatal.
Llegó hasta la mesa, se quedó de pie junto a ella. Lo único sensato era irse. Decidió hacerlo. Continuó allí de pie. Volvió a decidir irse ya. No se movió. Sus ojos no podían dejar de mirar aquel portal. Y entonces la vio salir.
—Ibas vestida igual, llevabas el mismo bolso.
—Lástima, ya no podías imaginarme mientras me duchaba…
—Metiste la mano y sacaste de él unos pequeños auriculares de diadema. Te los colocaste. Recuerdo el gesto de echarte hacia atrás el cabello para dejar libres las orejas. Y que luego te inclinaste hacia el bolso, seguramente para poner en marcha el walkman. Y te encaminaste hacia el río.
Aquella era una zona urbanizada hacía no muchos años. Elegante, ajardinada, bien ubicada en un meandro del río, casi abrazada por el cauce. Recientemente habían convertido la orilla en un hermoso parque. Al llegar, ella descendió por las escaleras y se encaminó decidida hacia un árbol.
—Nuestro árbol.
—Entonces aún era mi árbol.
Era muy viejo y en algún momento debió sufrir una agresión, un rayo, probablemente, que dejó un hueco en su tronco. Ella se sentó allí, apoyando la espalda en aquel hueco. Sacó un libro del bolso y se puso a leer. El verde de la hierba, el azul del agua remansada, el cielo luminoso, y en medio, ella, en el claroscuro de la sombra de aquel árbol, absorta en la lectura. Sin darse cuenta, Miguel se puso a llorar.
—Lloré ante aquella imagen. Era… un fragmento del paraíso. No: todo el paraíso.
No podía hacer nada. Cualquier cosa que hiciera, cualquier cosa que hiciera cualquier ser humano en aquel lugar en aquel momento, comportaría una pérdida de perfección. Se aseguró de fijarse bien en todos los detalles, los repasó varias veces para estar seguro de que quedarían grabados fielmente en su memoria, y se fue.
Volvió al día siguiente, justo después de comer. El tronco estaba vacío y se sentó en él. Pasó allí la tarde, solo, leyendo a ratos, escribiendo versos de vez en cuando, escribiendo versos sobre ella, escribiéndole versos a ella. Repitió al día siguiente con el mismo resultado. Pasaron unos días durante los que no pudo ir, y luego volvió.
—Y ese día volviste tú también. Te vi caminando despacio junto a mí, mirándome con disimulo.
—Miraba el árbol, por lo que recuerdo. Habías ocupado el sitio que más me gustaba del parque.
Él se decidió y se levantó.
—Perdona, ya me iba.
—¿Qué?
—Bueno, lo digo porque… El otro día te vi aquí leyendo y pensé que era un lugar perfecto. Hoy llegué y estaba libre, pero ahora que has vuelto… me siento un ladrón.
Ella sonrió. Él se emocionó.
—No es mío, el árbol.
—Pero tú lo viste antes.
—Tal vez lo podamos compartir.
—«Tal vez lo podamos compartir», me dijiste. Ese fue el momento decisivo de mi vida. Luego vinieron otros muy importantes, el primer beso, la primera vez que hicimos el amor…
—Que fue un desastre.
—Bueno, técnicamente sí, pero fue la primera vez que compartíamos todo. Hasta entonces habíamos compartido la mente, ideas, libros, poemas… pero ese día compartimos también los cuerpos. Y el inicio fue aquella frase tuya: «Tal vez lo podamos compartir». El mundo cambió a partir de entonces.
Sentados el uno junto al otro, casi tocándose, leyeron poco y hablaron mucho. Él podía percibir el encantador perfume que desprendía ella, e incluso algo de la calidez de su cuerpo, y cuando se volvía hacia él para hablarle le regalaba, además, su aliento. Cálido también, y húmedo, y dulce, con un rastro como de menta o regaliz. Y él lo aspiraba con devoción, porque venía de dentro de ella, y era íntimo, pertenecía más a su esencia que la cara, los brazos o las piernas.
Compartían el gusto por la literatura y la afición a la poesía. Era otra perfección de ella, una más, una que él no había podido imaginar, con la que ni siquiera se había atrevido a soñar.
—Esa tarde estuvo fuera del tiempo. Como la siguiente. Como todas las que vinieron después. Como todos los momentos que hemos estado juntos tú y yo.
Ella deja de mirar a los niños y lo mira a él.
—Nada está fuera del tiempo, Miguel.
—El amor está fuera del tiempo. Estábamos de acuerdo en eso.
—¡Eran fantasías poéticas!
Una de aquellas tardes, no la primera, su fantasía poética, ferozmente estimulada por la compañía de ella, trató de encontrar imágenes que plasmaran la burbuja de felicidad que creaban los dos sentados bajo aquel árbol a la orilla del río. Y evocó una imagen que conocía bien, la Arcadia mitológica de las Bucólicas de Virgilio o las églogas de Garcilaso, en las que el entorno campestre se convertía en el ámbito que hacía posible olvidar los trajines y sinsabores de la vida real. Sencillos pastores compartían sus cuitas amorosas al margen de la cruda realidad. Y pensó que aquella sería su Arcadia. Aquel tronco con su oquedad, las hojas susurrantes del árbol frondoso, el manso río, el prado de hierba suave. Allí él sería un Salicio feliz y ella una Galatea amable.
—Siempre me pareció que aquello no encajaba del todo con la Arcadia feliz. Y aún encajábamos menos nosotros dos con los personajes que nos asignaste. Sobre todo yo, Galatea. Más dura que el mármol, más helada que la nieve: así la describe Garcilaso por boca de Salicio. ¡Yo no era así!
—Es la mujer de la que está enamorado Salicio. Y, bueno, al principio te resististe a mis… avances.
—Era obligado en el protocolo del galanteo en aquella época. Una chica tenía que hacerlo. Pero fue una resistencia simbólica, lo sabías perfectamente.
—¿Cuándo te enamoraste de mí, cuál fue el momento preciso? Nunca lo he sabido.
Ella calla un momento.
—Yo tampoco. No hubo un momento. Creo que nunca lo hay. Me gustabas porque eras… tierno, sensible. Compartíamos gustos literarios. Y me contaste aquello de que te atraía desde niña… Sí, creo que hubo un antes y un después de aquella confesión.
Ahora calla él. Luego dice:
—Yo… te engañaba, al principio. Aparentaba que éramos amigos, me comportaba como un amigo, pero me derretía por ti.
—Me engañabas al principio… y al final.
—¿Otra vez con el sarcasmo?
—Perdona.
Él reacomoda el cuerpo, frota los pies contra el suelo pelado debajo del banco.
—Yo… intentaba no pensar en cómo te hice sufrir. Porque sabía que te hice sufrir. Y esa idea siempre estuvo ahí, royéndome las entrañas.
—¡Royéndote las entrañas! ¡Cuarenta años royéndote las entrañas! Ni Prometeo debió tener que aguantar tanto dolor mientras el águila le picoteaba el hígado.
—Por eso he venido.
—¿Para dejar de sufrir?
—¡No! Para seguir donde lo dejamos. Porque el tiempo no existe.
Ella sonríe mientras mueve la cabeza en un gesto de negación.
—Y tú, ¿cuándo te desenamoraste de mí? ¿Cuál fue el momento preciso?
—¡Yo nunca me he desenamorado de ti! —protesta él con vehemencia— Si eso hubiera sucedido, ahora no estaría aquí.
—¿Por qué me dejaste, si seguías enamorado?
Él piensa qué puede responder, porque no quiere decirle que ella fue quien lo provocó. Porque no lo provocó haciendo algo mal: al contrario, lo provocó haciéndolo todo bien, haciéndole feliz, haciéndole sentir el hombre más feliz del mundo… y el más poderoso. El niño enfermizamente tímido, enfermizamente inseguro, había seducido a una diosa, a Afrodita. De entrada quedó aturdido por aquel golpe de felicidad absoluta e inesperada, pero cuando fue recuperándose del impacto percibió que la visión del mundo y la visión de sí mismo que emergía no era la misma de antes. Hasta entonces había vivido encogido, temeroso, sin atreverse a moverse, sin atreverse a tocar, sin atreverse incluso a mirar. Ahora, el éxito le permitía ver que todo estaba al alcance de su mano, que podía estirarla y coger lo que deseara.
—Quería… no sé, no quería encerrarme. Cómo decirlo. Quería ver mundo, perdona el tópico. Era joven, fogoso. Seguía enamorado, pero quería… experimentar, acumular experiencias. No perderme nada.
El amor platónico era dulce, pero doloroso. En cambio, la consumación del amor era maravillosa. Más intensamente dulce que ninguna otra cosa, sin rastro de dolor, y con una inesperada cantidad de matices que hacían que, aunque se repitieran los mismos gestos, las mismas acciones, cada vez conformaran una experiencia única. Y, a pesar de que no estaba saciado en absoluto, empezó a imaginar cómo sería aquello con otra persona, con otra chica, qué nuevos matices surgirían, cómo cambiaría la experiencia. Era una idea totalmente desconectada de la realidad, una especie de ensoñación etérea e inofensiva, pero con el tiempo fue conectándose a personas concretas. Un día, charlando con una compañera de clase que le resultaba atractiva, con la que en algún momento había fantaseado que podría ser un sucedáneo aceptable de su amor imposible, sintió algo parecido a un pinchazo de deseo. Y le vino a la mente una pregunta: ¿Cómo sería compartir la intimidad con ella? ¿Cómo sería consumar el amor con ella? Antes se había formulado alguna vez preguntas de ese tipo, pero siempre estaban envueltas en un aire de irrealidad, de incógnita, incluso de temor. Ahora, por el contrario, sabía cómo era el amor físico y la pregunta tenía un alcance totalmente distinto: ¿cómo sería hacer con aquella chica lo que hacía con Galatea? ¿Qué matices nuevos tendría su aliento? ¿Y sus suspiros en los momentos de placer? ¿Cómo sería de apasionada, cómo besaría, cómo… cómo amaría? Y había, además, una diferencia fundamental: ahora se veía capaz. Incluso más que eso: ahora creía saber cómo conseguirlo. Aquella profesora que le gustaba, ¿cómo sería con ella? Le trataba con amabilidad, incluso con simpatía; podía deberse a que era un buen alumno. Pero ¿y si intentaba ir un paso más allá? ¿Podría hacer que el interés hacia él como alumno se transformara en interés hacia él como… hombre? ¿Y cómo sería lo que vendría después?
—Las experiencias conmigo, aquellas que expresabas en tus poemas de una forma tan… intensa, tan… sincera, me parecía a mí, no eran bastante para ti.
—Me extravié. Me obsesioné con la idea de que quizá lo que me estaba perdiendo era mejor que lo que tenía. Y no, no era mejor. Nada podía ser mejor. Estaba equivocado.
—Pues has tardado cuarenta años en darte cuenta…
—¿Qué mas da eso, si fue mucho tiempo o fue poco tiempo? El tiempo no existe.
—No paras de repetir que el tiempo no existe. ¡Sí que existe! ¿Y todo lo que ha pasado desde entonces? Mírate, mírame, mira lo que ha hecho el tiempo con nosotros. El tiempo transcurre y pasan cosas.
—Aunque existiera, tú me dijiste que me esperarías siempre. Me lo dijiste. Estoy seguro de que me lo dijiste porque sabes que el tiempo no existe en el amor. Por eso dijiste “siempre”. Porque, en la dimensión del amor, esos cuarenta años no existen, el amor continúa. “Siempre” no es nada.
—¿La dimensión del amor?
—¡Sí! ¿No te acuerdas? Las cosas, los objetos materiales, existen y se mueven en las cuatro dimensiones espaciotemporales, pero los sentimientos existen en otra dimensión al margen del espacio y del tiempo. La llamábamos la dimensión del amor.
—La dimensión del amor… vale, aceptemos que existe esa dimensión. ¿Y qué? Si en ella están los sentimientos, en ella los sentimientos cambian. No cambian de lugar, no cambian de forma o de color, no cambian como las cosas, pero cambian como sentimientos.
—No. El cambio necesita del tiempo. Nuestros cuerpos envejecen en las dimensiones del espacio a lo largo del tiempo, pero los sentimientos no están en el espacio ni en el tiempo, están en otra dimensión. No pueden cambiar.
—Mis sentimientos han cambiado a lo largo del tiempo.
—¡No, Rosa, eso no puede ser! Aparecen nuevos, eso sí. Conoces otras personas y, lógicamente, te surgen sentimientos con respecto a ellas que antes no podías tener, puesto que no las conocías. Y con respecto a una misma persona también pueden aparecer sentimientos nuevos como consecuencia de tu relación con ella. Eso te pasó conmigo. Al principio tenías hacia mí sentimientos amistosos, porque me encontrabas… sensible, me gustaba la poesía, en fin, lo que has dicho antes. Pero luego, al profundizar nuestra relación en esa dimensión, apreciaste aspectos que hasta entonces no habías percibido y eso provocó que surgieran en ti nuevos sentimientos. Te enamoraste. Y ese sentimiento se añadió a los que tenías antes, no los anuló. Apareció como algo nuevo.
—¡Vaya! Entonces, si un día quieres a alguien y luego pasan cosas y llegas a odiarlo, lo sigues queriendo.
—¡Claro! ¡Los sentimientos no cambian! Eso que dices pasa continuamente. El mundo está lleno de personas que se quieren y, a la vez, se odian.
—Los sentimientos no cambian… ¿porque lo dices tú? ¿Por qué no podrían cambiar? Mi experiencia es que cambian.
—No cambian por lo que te he dicho: no están en el espacio ni en el tiempo, y solo puede cambiar lo que está en el espacio y en el tiempo. No pueden cambiar: es absurdo, es imposible. Y en cuanto a tu experiencia… tu experiencia es la que es, otra cosa es cómo te la expliques, cómo la racionalices. Solo sabemos explicar lo que les sucede a las cosas que hay en el mundo, a las cosas materiales, las que están en el espacio y en el tiempo. Y al intentar explicarte tus sentimientos, los tratas como si fueran cosas, como si estuvieran en el espacio y en el tiempo, como si pudieran cambiar. Pero no pueden. No son cosas, no están en el espacio y el tiempo y por tanto el cambio no tiene que ver con ellos, no les afecta. Están en otra dimensión, en la dimensión del amor.
Rosa suspira.
—Pues vaya lío, esa dimensión del amor. En ella están amontonados en desorden todos lo sentimientos que has tenido en algún momento, y cada vez hay más, y algunos de ellos son contradictorios entre sí con respecto a la misma persona.
Miguel ríe.
—¡Pues claro! ¡Así somos! Mira dentro de ti. ¿No encuentras ahí ese lío? Todo el mundo lo tiene. Gracias a ello existe la poesía. Si los sentimientos pudieran computarse matemáticamente, como el espacio o el tiempo y todo lo que se contiene en ellos, no existiría la poesía. La física no es poética, es precisa. Porque las cosas materiales siguen unas cuantas reglas muy simples: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, dos cosas no puede ocupar el mismo espacio a la vez… Pero eso no es así en la dimensión del amor. Amas y no amas, amas y odias. Con respecto a la misma persona y al mismo tiempo.
—Y entonces, si no hay reglas, ¿cómo orientarse en ese lío?
—Lo único sensato es atender a los sentimientos más intensos. Esos son los que debes dejar que te arrastren. Es la única manera de ser feliz. Pero sin ninguna garantía. El lío siempre está ahí. Es inevitable.
—Ya entiendo. Esa… regla es la que te ha hecho volver. Atender a los sentimientos más intensos. Tus sentimientos… amorosos hacia mí son los más intensos.
—Sí, es así.
—Pero hace cuarenta años no la seguiste…
—No, no la seguí. Me equivoqué, ya te lo he dicho. Y mi error te hizo sufrir. Eso es lo que más me duele.
—Pero ¿y yo? ¿Es que piensas que si sigo esa regla me echaré en tus brazos? ¿Es que piensas que mis sentimientos más intensos son hacia ti?
—Sí.
—¡Ja! ¿Cómo te atreves a pensarlo?
—Tú me lo dijiste.
—¡Hace cuarenta años!
—Esas cosas no se dicen porque sí.
Ella suspira otra vez.
—A ver Miguel, cómo te lo digo. Somos ya mayores, dos ancianos, y… en fin, perdemos facultades. Y decimos tonterías.
—Si una persona de más de cien años dice que dos y dos son cuatro, dice una verdad. No puedes pensar que lo que dice no es cierto porque sus facultades mentales están deterioradas. Lo analizas y ves que es verdad.
—¡Pero, por favor, es que eso tuyo tiene ni pies ni cabeza! Por mucho que hace cuarenta años te dijera que siempre te querría, que nunca querría a nadie más que a ti, por mucho que en aquel momento pensara que era cierto y lo sintiera así, yo no podía saber lo que pasaría después. Incluso aceptando que mis sentimientos hacia ti no han cambiado desde entonces, pueden haber nacido después sentimientos más intensos todavía hacia otras personas. ¿Cómo puedes saber que eso no ha pasado?
—No lo creo posible. No, no es posible. Eras joven, tus sentimientos eran entonces más fuertes, más vigorosos de lo que han podido ser después. Tenías más energía de la que has tenido después. Después la has ido perdiendo, como yo, como todos. Habrás conocido otros hombres, habrás querido a alguno con toda la intensidad de que eras capaz, has formado una familia, por lo que veo, has tenido hijos e incluso nietos, y con toda seguridad eso ha creado muchos otros vínculos entre vosotros. Y tal vez te sientes muy unida a él. Pero esos otros vínculos, esos otros sentimientos, no son amor. El sentimiento de amor, que es el que cuenta, no puede ser mayor que el que tienes hacia mí, porque el momento en que te enamoraste de mí era el momento en que ese sentimiento era más poderoso. La adolescencia, la primera juventud: nunca se ama como en esos años.
Hay un largo silencio entre ellos. Una mujer de su misma edad pasa junto al banco con un niño cogido de la mano y se detiene un momento.
—Adiós, Rosa, nos vamos ya.
—Adiós, Pilar, hasta mañana. Adiós, Silván —se dirige al niño y le hace un gesto de despedida con la mano.
Pilar mira a Miguel con curiosidad. Parece dudar un momento.
—Vamos, Silván —dice al final. Y se alejan.
Rosa los mira marcharse, luego vuelve a mirar al frente y se queda absolutamente inmóvil durante unos momentos. Miguel la observa de lado, con precaución. Al final ella relaja la expresión, se vuelve hacia él, despacio, le coge las manos con ternura, le mira a los ojos y le sonríe.
—De acuerdo, acepto tu planteamiento: en la dimensión del amor siempre estaremos unidos —le da un apretón fuerte y luego le suelta; endereza el cuerpo—. Pero en las otras, no. Ya no podemos estarlo. Tú provocaste una bifurcación hace cuarenta años. Una separación en el espacio que el tiempo ha hecho irreversible, aunque entonces no lo era. Cuando te dije que te esperaría, aún no era irreversible. Ahora ya es tarde, varias décadas tarde: ya no podemos compartir un mismo espacio y un mismo tiempo.
Él la mira con ojos tristes. Ella se pone de pie, se inclina hacia él y le da un beso en cada mejilla. Él levanta la mano en un gesto de sujetarle la cabeza para retener el contacto pero no llega a completarlo y la mano se queda suspendida en el aire.
—Y ahora tengo que irme. En la dimensión del amor siempre estaremos unidos, pero en las otras se está haciendo tarde para preparar la comida a mis nietos.
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