Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
¿Qué es el yo? El yo es la parte que no encaja.

¿Qué es el yo? El yo es la parte que no encaja.

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Encaremos el problema difícil

Llega un día en que tienes que ir a que te revisen la vista. La persona que te atiende te presenta un panel con letras de diferentes tamaños, te las va señalando y te pide que vayas diciendo qué letra ves. Es una situación muy familiar; seguro que todos la hemos vivido alguna vez. Ahora imagina que esa visita tiene lugar dentro de varias décadas. Yo ya no lo veré, como se suele decir, pero me parece posible que en ese momento ya no te pidan que digas nada; solo tendrás que mirar las letras y el especialista podrá ver, a través de la actividad de tu cerebro, la letra que tú estás viendo. La neurología avanza, y cada vez se conocen mejor los patrones de actividad cerebral que se corresponden con diversos contenidos de nuestra mente. Es perfectamente razonable pensar que dentro de un tiempo se conocerán los patrones correspondientes a la visión de las diferentes letras, si es que no se conocen ya. Tal vez la situación que acabo de describir nos provoque sentimientos negativos, tales como rechazo e incluso angustia, pero es bastante probable que pueda producirse en un futuro no demasiado lejano.

Cuando llegue ese día, ¿podrá decirse que la ciencia ha conseguido, por fin, explicar el misterio de la mente? No nos apresuremos en la respuesta. El día en que la ciencia sepa todo lo que sucede en mi cerebro cuando yo veo algo, hasta el extremo de poder saber lo que estoy viendo sin necesidad de preguntármelo, ¿sabrá todo lo que sucede en mi mente cuando yo veo algo? No. De ninguna manera. He dicho que el especialista del gabinete de optometría verá la letra que yo estoy viendo, pero eso no es literalmente cierto. Podrá ver, quizá, en una pantalla, la imagen de esa letra, y será exactamente la misma imagen que yo estoy viendo, pero no estará viendo la imagen de esa letra que yo tengo en mi mente. Aunque las dos imágenes sean idénticas, la mía será mía y solo mía, y la suya, no la de su pantalla sino la de su mente, será suya y solo suya. El día en que la ciencia sepa todo lo que sucede en mi cerebro cuando yo pienso, siento, deseo o imagino algo, mi experiencia de esos contenidos mentales seguirá siendo mía, y esa experiencia seguirá sin poder explicarse, aunque los contenidos puedan conocerse e incluso provocarse artificialmente.

Ese es el misterio de la conciencia (o de la consciencia), también llamado el “problema difícil”: explicar la subjetividad. Somos seres conscientes. Ser consciente es algo que resulta difícil de describir con precisión, pero que puede resumirse de una manera aproximada diciendo que consiste en “darse cuenta”. Yo soy consciente porque me doy cuenta de lo que pasa o de lo que me pasa, lo cual no sucede cuando estoy dormido, y podemos imaginar que no le sucede nunca a una piedra. Si decimos que este “darse cuenta” es algo rabiosamente subjetivo aún nos quedaremos cortos: es la subjetividad misma. ¿Cómo se explica, ese “darse cuenta”? ¿Qué tipo de fenómenos pueden producirlo?

En mi opinión, decir que responder a esta pregunta es un problema difícil también es quedarse corto: es insoluble. Es intrínsecamente insoluble: ninguna de las soluciones que se nos lleguen a ocurrir podrá ser considerada una buena solución. El motivo es que para explicar algo tenemos que dar razones objetivas, pero en este caso no lo podemos hacer, porque lo que tratamos de hacer es explicar la subjetividad. Si pudiéramos dar razones objetivas, habríamos convertido lo subjetivo en objetivo, y eso no puede ser. Lo objetivo es intersubjetivo, es decir, todos lo podemos ver. El mundo objetivo es el que todos podemos ver: aquí hay una piedra, ahí hay una nube. Si a alguien la piedra le parece bella, o si a alguien la nube le recuerda a su abuela, esos son aspectos subjetivos; puesto que solo los percibe una persona determinada, no forman parte del mundo objetivo.

La conciencia es el ámbito de la subjetividad y, por tanto, no puede ser explicada ni entendida objetivamente. Pero esta situación no es muy satisfactoria. Aspiramos a entender, queremos explicarnos todo lo que hay en nuestro mundo. La ciencia consigue proporcionarnos explicaciones muy satisfactorias de aspectos de la realidad enormemente pequeños o enormemente lejanos. ¿Cómo aceptar que no podemos explicarnos el ámbito más inmediato en el que se desarrolla nuestra existencia? ¿Seguro que no podemos explicarnos nada? Bueno, podemos intentar analizar el funcionamiento de la conciencia y quizá al final llegaremos a entender algo, quizá no llegaremos a entender lo que es, pero sí, al menos, lo que no es. Al menos eso.

Darse cuenta y aprender

La conciencia consiste en darnos cuenta. Percibimos algo: una serie de señales físicas se captan a través de los receptores adecuados, se transmiten hasta el centro de control cerebral, allí se procesan, y al final nos damos cuenta de lo que hay y, en su caso, tomamos las acciones pertinentes. Para entender la singularidad de la conciencia, comparemos este proceso con el que lleva a cabo un robot. También capta señales físicas, también se transmiten a su centro de control, que en ese caso es electrónico, y al final también lleva a cabo determinadas acciones. Incluso podríamos decir que ha percibido lo mismo que nosotros, si es que está dotado de sensores que tienen la misma sensibilidad que los nuestros. Pero no decimos que tenga conciencia, porque le falta algo: aunque perciba lo mismo que nosotros y, como consecuencia de ello, haga lo mismo que nosotros, él no se ha dado cuenta de nada. En realidad, esto es una suposición, puesto que, tal como he dicho, la conciencia es absolutamente subjetiva y, por tanto, no podemos estar seguros de que no se ha dado cuenta de nada. Pero todo nos hace pensar que es así.

¿Qué pinta la conciencia en el mundo? ¿Por qué existen seres que se dan cuenta de lo que pasa? ¿Hay alguna necesidad, hay alguna causa? O, siendo un poco menos ambiciosos: ¿tiene alguna utilidad? Parece que la conciencia es propia de los seres dotados de percepción y movimiento, es decir, de los animales (de algunos de ellos, al menos). Gracias a la percepción, se conoce el entorno; gracias al movimiento, se puede aprovechar este conocimiento para cumplir mejor las funciones vitales básicas: sobrevivir y reproducirse. En el nivel más elemental de la vida, los órganos perceptivos y motores están conectados directamente, de forma que una determinada percepción provoca de manera automática un determinado movimiento. Este esquema es muy poco flexible, sobre todo para desenvolverse en un entorno cambiante, y a la larga aparece una forma de conexión indirecta, que es la propia de los animales dotados de sistema nervioso central e incluye un cerebro. En ellos, las señales perceptivas se transmiten al cerebro y allí se procesan para decidir cuál es la respuesta motora más adecuada, de manera similar a como lo hace un robot.

¿Cómo son capaces de decidir cuál es la respuesta más adecuada? Porque ha habido un aprendizaje previo a base de prueba y error, tanto individualmente como a nivel de especie. Los esquemas de conducta que tienen consecuencias positivas, se acaban afianzando; los que tienen consecuencias negativas, se acaban abandonando. En mi opinión, aquí se encuentra ya el germen de la conciencia, puesto que hay un cierto “darse cuenta”. El animal dispone de un repertorio de conductas asociadas a estímulos perceptivos y, ante una determinada situación, debe decidir con qué patrón encaja mejor para saber qué le conviene hacer. Debe decidir si lo que tiene delante es un depredador o una presa, y para hacerlo debe recurrir a los patrones que posee hasta “darse cuenta” de que es uno u otro. Este “darse cuenta” no tiene por qué ser el “darse cuenta” propio de los humanos, y por tanto no puede decirse que el animal que posee esta capacidad posee conciencia, pero sí que hay que aceptar que lleva a cabo procesos de reconocimiento. Aunque sea un reconocimiento inconsciente, automático, como el del robot.

Creo que en este nivel empiezan a ponerse los fundamentos de lo que podríamos llamar el escenario del mundo, que es el espacio de la representación mental de la realidad. Para ser reconocidas, las percepciones tienen que representarse en el mismo espacio que los patrones con los que se intentan encajar. Los patrones son abstracciones de percepciones; el reconocimiento consiste en buscar en los patrones algunas de las características presentes en las percepciones. Esto es lo que sucede, de manera totalmente automática, cuando nosotros miramos y vemos un árbol: hemos reconocido que un conjunto de estímulos encaja con el patrón “árbol”. El escenario del mundo es un espacio lleno de cosas, no de contenidos sensoriales. Lo que se almacena no son las señales brutas que llegan al cerebro procedentes de los órganos de los sentidos, sino la interpretación de esas señales que las hacen corresponder a cosas concretas. Ese es el espacio de representación mental de la realidad, al que pertenecen los recuerdos y en el que se hacen encajar las percepciones presentes para asociarlas con los recuerdos almacenados.

Pero todavía no puede decirse que el nivel que acabo de describir haga necesaria la existencia de la conciencia. Como he dicho, el reconocimiento de lo que se está percibiendo puede hacerse de manera totalmente automática, como en un robot: la percepción produce en el cerebro un complejo de señales electroquímicas, y unos circuitos especializados buscan un patrón de señales de ese tipo almacenadas en el cerebro con las que se produzca un determinado nivel de conexión. ¿Por qué no hay bastante con eso? ¿Por qué aparece la conciencia, con su escenario del mundo incorporado? ¿Cómo lo hace?

Comunicar un mundo de cosas

Pensemos ahora en los mecanismos de corrección del aprendizaje. Un animal identifica una percepción determinada como un caso de un patrón concreto, como por ejemplo “presa”. Al intentar cazarla, se da cuenta de que la identificación había sido errónea y en realidad resulta comportarse como un depredador. Tal vez la identificación se había basado en el tamaño y ahora descubre, quizá dolorosamente, quizá fatalmente, que el tamaño no es un criterio suficiente. Si el desenlace no es fatal, el animal puede aprender de esa experiencia y en la siguiente ocasión se fijará en otros detalles además del tamaño. Este mecanismo de aprendizaje funciona, pero es muy limitado. Por una parte, es individual: cada individuo tiene que experimentarlo por sí mismo. Por otra parte, requiere que el animal se enfrente a una situación adecuada y que además encuentre la conducta apropiada para resolverla. Y que sobreviva. Imaginemos ahora que ese tipo de situaciones empiezan a producirse sistemáticamente a causa de un cambio en el entorno: ha aparecido una nueva especie depredadora frente a la que no existen mecanismos de identificación, y mucho menos de protección. Gracias a experiencias como la anterior, algunos individuos pueden aprender a identificar la nueva amenaza y a protegerse ante ella, pero a nivel de especie el nuevo patrón tardará mucho en generalizarse. Los que no aprendan, morirán. En el mejor de los casos, a la larga los mecanismos que funcionan acabarán quedando registrados a nivel genético y se transmitirán como mecanismos automáticos, pero tal vez la especie se extinguirá antes de que eso llegue a producirse.

En relación con este mecanismo de aprendizaje, puede haber una mejora obvia: aprender de lo que otros han aprendido. La observación de lo que hacen otros congéneres, especialmente en el periodo durante el que el animal está madurando, le permite aprender sin tener que experimentar (y exponerse) él mismo. En el ejemplo anterior, imaginemos que el individuo que ha identificado erróneamente a una presa va acompañado de otros individuos, y que se da cuenta de que sus congéneres no solo no se acercan para intentar cazarla, sino que escapan de ella. Él puede aprovechar esta experiencia “social”, hacer lo mismo, y ahorrarse un problema. La aparición de este nuevo mecanismo de aprendizaje empieza a convertir el escenario del mundo en un escenario compartido, y pone las bases para la existencia del mundo objetivo.

Pero todavía es posible una nueva mejora, y esta es ya espectacularmente exitosa: aprender lo que han aprendido los demás sin necesidad de tener que enfrentarse a las situaciones a las que se aplica el aprendizaje. Adquirir un repertorio de patrones y conductas adecuadas que estén disponibles en la eventualidad de que, hipotéticamente, puedan necesitarse. Esto es posible gracias a la comunicación.

Existen muchos niveles de comunicación, desde signos que solo pretenden llamar la atención o dirigirla hacia un lugar determinado hasta el complejo sistema simbólico de los humanos. En un determinado punto de la evolución, se consigue transmitir contenidos perceptivos que no se están percibiendo. Para que esto sea posible, uno debe ser capaz no solo de asociar los contenidos perceptivos con patrones propios, sino también con patrones compartidos. Creo que en este punto es en el que aparece el mundo objetivo, el mundo formado por cosas que todos podemos ver y tocar. Hasta ese momento, el escenario del mundo estaba lleno de contenidos sensoriales: formas, colores, sonidos, olores, que podían intentar conectarse con determinados modelos para decidir la conducta más apropiada ante ellos. ¿Podía decirse en esa situación que el animal tenía conciencia de, por ejemplo, el color? Cuando percibía algo rojo que identificaba como sangre y reaccionaba adecuadamente ante ella, ¿estaba teniendo la experiencia subjetiva del color rojo? No necesariamente. Lo que me parece claro es que no percibía sangre, porque no poseía ese concepto; poseía una asociación entre el rojo y un determinado tipo de conducta, pero saber si esa asociación era de tipo robótico o si era algo así como nuestra familiar percepción subjetiva del rojo, eso es más difícil. En cambio, es razonable pensar que a partir del momento en que se transmiten contenidos perceptivos, lo que se transmite ya no son contenidos subjetivos, sino “cosas”. El reconocimiento de lo que se percibe, el “darse cuenta”, va un paso más allá y ya no se reconocen tipos de contenidos sensoriales, sino los elementos intersubjetivos a los que esos contenidos corresponden. Y aquí, creo yo, es donde aparece propiamente la subjetividad, porque es donde aparece la objetividad. No se dice “veo rojo” sino “veo sangre”. Estoy simplificando, claro, porque también se puede decir, por ejemplo, “veo algo rojo y no sé lo que es”, pero, aún en ese caso, el rojo es aquello que han enseñado que corresponde con un determinado contenido sensorial, no el propio contenido sensorial. No se habla de lo que uno está sintiendo, sino de las cosas que está percibiendo. Para que la comunicación sea posible hace falta la intersubjetividad, es decir, que hablemos de cosas que todos percibimos de la misma manera. Es necesario que la comunicación se base en algo compartido; si no, no podríamos estar seguros de qué estamos hablando. Eso compartido no puede ser nuestro contenido sensorial, puesto que es privado. Ha de ser algo externo, algo que todos percibamos igual. Y aquí aparece propiamente la subjetividad: cuando aparece una brecha entre el contenido de mi percepción y aquello a lo que esa percepción se refiere.

La existencia de esa brecha, o independencia, entre percepción y cosa percibida, hace posible otra capacidad maravillosa: prever el futuro y recordar el pasado. Un ser que percibe un mundo objetivo, al intentar asociar su percepción con un patrón, no está limitado a hacerlo mediante mecanismos de conexiones neuronales que son automáticos e inconscientes: no está limitado a comparar señales electroquímicas presentes con señales electroquímicas almacenadas, sino que puede comparar una percepción presente, una imagen, con percepciones pasadas, con imágenes de cosas percibidas anteriormente. Eso le permite intentar asociar la situación actual con otra situación vivida anteriormente y, sabiendo cómo evolucionó aquella situación, prever cómo evolucionará la actual. Más que eso: le permite tener la conciencia de un mundo que evoluciona de una determinada manera, de acuerdo con unas determinadas regularidades, y, en cualquier momento, le hace capaz de prever más o menos lo que sucederá basándose en esas regularidades que conoce del mundo.

Me da la impresión que la descripción de la “emergencia” de la conciencia que acabo de hacer adolece (todavía) del defecto que habitualmente se encuentra en explicaciones parecidas: ninguno de los procesos que he explicado implica la necesidad que intervenga la conciencia propiamente dicha, la subjetividad. Lo que he dicho explica la aparición del mundo objetivo, independiente del sujeto, y por tanto pone las bases que hacen posible la subjetividad: el sujeto que conoce puede diferenciar entre él mismo y el mundo objetivo. Pero los seres normales no son filósofos (en general), y su percepción subjetiva no la sienten como tal porque se hagan el razonamiento de que es diferente del mundo objetivo al que corresponde. No se hacen ningún razonamiento en absoluto. La subjetividad es algo radicalmente básico, y, por tanto, las anteriores explicaciones no la explican. El “problema difícil” sigue siendo un problema. Y difícil.

Dicho de otra manera: todos los procesos que un animal puede llevar a cabo mediante los mecanismos que acabo de explicar, puede llevarlos a cabo también un robot. Es más: los lleva a cabo. Un robot puede percibir, almacenar las percepciones, comparar las almacenadas con las actuales para tomar decisiones, y prever el futuro. Un robot puede conocer las reglas de funcionamiento del mundo objetivo y ajustar a ellas su comportamiento, y puede complementarlas con nuevas reglas que extrae de su experiencia. Pero seguiríamos diciendo que no tiene conciencia. Se desenvuelve en un mundo objetivo, pero no se “da cuenta” de ello; tiene percepciones, puede prever el futuro, pero no se “da cuenta” de nada. La subjetividad sigue siendo innecesaria, inexplicada e inexplicable.

Es que aún falta por dar el último paso, el decisivo: el surgimiento del yo. La consciencia no consiste en que yo veo cosas, sino en que yo me veo a mí mismo viéndolas. Ese misterioso “darse cuenta” que es la esencia de la subjetividad no consiste en ver que ahí hay una piedra, sino en darse cuenta de que la estoy viendo. Eso es lo que le falta al robot y, seguramente, a muchas especies animales: perciben, pero no se dan cuenta de que están percibiendo. Para que uno se dé cuenta de que está percibiendo algo, hace falta que, en su escenario del mundo, aparezca no solo la cosa que está percibiendo, sino él mismo percibiéndola. Hace falta que el yo entre en el escenario.

El yo entra en el escenario, pero… no del todo

El yo es el recurso más sofisticado que ha desarrollado la evolución, hasta donde sabemos, pero es también una prolongación “natural” del refinamiento cognitivo que he ido describiendo. Convertir el escenario del mundo en un mundo de cosas es un paso enorme. Expresándolo de una manera sencilla y directa, permite que el aprendizaje por ensayo y error (que es el mecanismo básico de aprendizaje) pueda producirse en ese escenario mental, sin involucrarse en el mundo real. Uno puede ensayar mentalmente una conducta y prever, de acuerdo con su conocimiento general del funcionamiento del mundo y de su experiencia anterior, lo que sucederá a continuación, y, por tanto, si habrá éxito o error. De esta manera, los seres que se representan en su mente un mundo objetivo pueden conseguir llevar a cabo solo aquellas acciones que tendrán como consecuencia el éxito, porque las que llevarían al fracaso han sido previstas mentalmente y descartadas. Esto es un escenario teórico, por supuesto. En la práctica, los conocimientos y experiencias no siempre garantizan que se hagan previsiones correctas, aunque lo cierto es que los humanos cada vez descartamos más decisiones erróneas antes de tomarlas (me refiero solo a las consecuencias materiales, no a las valoraciones morales o de otro tipo que puedan intervenir), y también es cierto que el ideal que persigue el conocimiento es poder llegar a una situación en la que todas las decisiones sean exitosas. Pero aquí todavía no entra en juego el yo. El mecanismo de decisión todavía puede refinarse más. Y complicarse.

Con la aparición del yo, el propio proceso de anticipación y toma de decisiones entra también en el escenario del mundo, con lo cual puede ser observado, analizado y mejorado. El aprendizaje por prueba y error puede aplicarse también al propio aprendizaje: podemos aprender que hay maneras de pensar que conducen a tomar malas decisiones y hay maneras de pensar que conducen a tomar buenas decisiones. Esto puede sonar un poco abstracto, pero, si reflexionamos un poco, veremos que desde niños no solo nos enseñan normas sobre qué decisiones tomar, sino también sobre cómo tomarlas: no se dicen mentiras, hay que esforzarse para conseguir objetivos importantes, las cosas no pasan porque sí… Tienes que aprender matemáticas, aunque ahora te parezcan inútiles, abstractas y aburridas, porque luego te servirán para resolver una amplia variedad de problemas con los que vas encontrarte, y que ni tú ni nadie sabe exactamente cuáles serán. Como sucede con el lenguaje, que no se aprende para decir o entender algo concreto, sino para poder decir y entender todo lo que nos haga falta, que no podemos ni imaginar.

Ese yo que se da cuenta de lo que percibe todavía puede hacer algo más: cambiar el escenario del mundo. El mundo objetivo que aparece en ese escenario mental ha ido conformándose poco a poco a lo largo del proceso evolutivo, y no se ha hecho en base a decisiones individuales, sino que se ha imponiéndose aquello que ha resultado más útil para la especie. Es decir: creemos que el mundo objetivo está lleno de unas cosas y no otras, con unas propiedades y no otras, porque verlo así es lo que ha sido más útil a la especie. Hasta que entra en escena el yo consciente, que hace posible cuestionarse también ese mundo objetivo y refinarlo conscientemente: pensar que algunas de las cosas que parecen existir no existen en realidad, o no son como parecen ser, o existen otras que no creíamos que existieran. Aparece la ciencia y se produce, en unos pocos centenares de años, una inflación de conocimientos tal que un humano necesitaría varias vidas para aprender todo el conocimiento verificado que la humanidad ha adquirido durante este periodo.

Así pues, hemos visto que en una primera fase el escenario del mundo, nuestra representación mental del entorno se llena de cosas, que son elementos objetivos, es decir, intersubjetivos, que todos asociamos con las mismas percepciones, y así emerge el mundo objetivo, compartido, fundamento de la comunicación. Y ahora hemos visto que en una segunda fase el propio sujeto que tiene ante sí el escenario del mundo se introduce en ese mismo escenario, con lo cual puede observarse y refinar sus propios procesos de toma de decisiones. Pero al introducirse en ese mundo objetivo, él mismo se convierte en un componente del mundo objetivo, en una cosa, y al hacerlo provoca el problema difícil de la conciencia. Porque una cosa es algo objetivo, esto es, intersubjetivo: todos lo perciben igual; el yo, en cambio, es quien percibe, y su percepción es estricta y necesariamente privada. La “extrañeza” ante la subjetividad aparece al hacer que el yo forme parte del mundo objetivo: si está ahí, debería ser intersubjetivo; si es subjetivo, no debería estar ahí.

Concretemos el problema difícil en una formulación sencilla (pero igual de difícil): ¿Cómo puedo saber que cuando yo veo algo rojo estoy viendo lo mismo que ven los demás cuando ven algo rojo? La percepción del rojo es totalmente privada: yo no puedo comparar mi percepción privada con la de los demás. De niño me enseñaron qué es el rojo señalándome cosas que ellos veían rojas, pero quizá el contenido sensorial que se presenta a mi mente ante lo que ellos llaman rojo corresponde a lo que ellos llaman verde, y quizá lo que yo veo verde ellos lo ven rojo. Si sucediera eso, no habría forma de comprobarlo. Si alguien pudiera ver mi escenario del mundo, tal vez vería algo totalmente diferente al suyo. Quizá cada uno tiene en su mente un escenario del mundo totalmente diferente, aunque todos son (más o menos) funcionalmente equivalentes. Es una enorme paradoja que a base de percepciones irreductiblemente subjetivas construyamos un mundo objetivo.

Conócete a ti mismo, pero solo como una cosa

Si ha podido hacerse eso que parecía imposible, construir un mundo objetivo basado percepciones subjetivas, ha sido gracias a que existen determinadas regularidades en nuestra percepción, causadas por regularidades en el entorno del que esa percepción surge. Apoyándonos en esas regularidades, hemos “igualado” las percepciones de unos con las de otros. Las percepciones no pueden compararse directamente, porque son subjetivas, pero pueden triangularse entre dos personas creando un vértice en las regularidades que todos percibimos. Así es como podemos “intercambiar” percepciones que no dejan de ser subjetivas: asociándolas con cosas del mundo objetivo construidas sobre las regularidades que presentan las percepciones.

Pero aún hemos ido más allá: hemos introducido al yo, al sujeto de las percepciones subjetivas, en ese mundo objetivo. Y para hacerlo hemos tenido que basarnos, otra vez, en regularidades contenidas en las percepciones, pero esta vez no son percepciones del entorno, sino del propio yo, del sujeto perceptivo. Si yo soy capaz de hablar, por ejemplo, de mi miedo, es porque, más o menos, todos sentimos miedo en situaciones parecidas, y, más o menos, todos reaccionamos igual cuando sentimos miedo. Gracias a eso ha sido posible que me “enseñaran” qué es el miedo, como me enseñaron qué es un árbol, una pelota o una estrella fugaz. Igual que dos personas que ven una estrella fugaz perciben exactamente lo mismo, pero quien sabe lo que es una estrella fugaz sabe que está viendo una, mientras que quien no sabe lo que es no sabe lo que está viendo, dos personas que sienten miedo sienten (más o menos) lo mismo, pero quien sabe lo que es el miedo sabe que está sintiendo miedo y quien no sabe lo que es el miedo no sabe lo que está sintiendo.

¿Qué hace falta para que alguien sepa que está sintiendo miedo? Lo primero, sentirlo, y eso es subjetivo y absolutamente privado. Lo segundo es que sepa qué es el miedo, es decir, que haya aprendido que eso que siente corresponde a algo que los demás también sienten a veces y que se llama de una determinada manera: miedo. Pero hace falta una tercera cosa: que se “dé cuenta” de que eso que está sintiendo es eso que sabe que es el miedo. Y para eso aún hace falta una cuarta cosa (y ya es la última): que se examine a sí mismo con la intención de darse cuenta de lo que le pasa. Este examinarse a sí mismo es la conciencia: examinarse a sí mismo como se examinan las percepciones externas para intentar encajarlas con alguno de los patrones conocidos.

Esta explicación de la conciencia va en contra de la concepción habitual del yo como algo sustancial (una “cosa” de composición misteriosa) que es intrínsecamente consciente. Bueno, excepto mientras duerme, lo cual no deja de ser sorprendente. En realidad, la conciencia existe más bien a ráfagas, y el yo solo existe cuando se piensa en él. (Es una forma rara de existir, pero es que la normalidad en la existencia está establecida por las cosas, y el yo no es una cosa). Gran parte del tiempo uno no necesita examinarse a sí mismo para saber lo que siente. Simplemente, uno va sintiendo y va haciendo. En realidad, si solo existiese conciencia mientras nos examinamos para saber lo que sentimos, la conciencia se activaría durante un porcentaje muy pequeño de nuestra vida consciente. La mayor parte del tiempo durante el que nuestra conciencia está activa, lo que examinamos no son nuestros sentimientos sino nuestras percepciones. Los mecanismos básicos de categorización de las percepciones son automáticos, de manera que si vamos caminando por la calle no necesitamos ninguna actividad consciente para saber que ahí hay una persona o ahí hay un coche. Incluso podemos llevar a cabo actividades muy complejas sin el recurso de la conciencia: uno puede conducir del trabajo a casa por el mismo camino que lleva años recorriendo y respetar escrupulosamente todas las normas de circulación, y no haberse dado cuenta de nada de lo que sucedía durante el trayecto (si no ha sucedido algo anómalo que le ha hecho activar la atención consciente). Pero nuestro escenario del mundo es muy complejo, y también lo es el repertorio de conductas que podemos adoptar frente a él, de forma que, por lo general, estamos continuamente examinando la situación para asegurarnos de que sabemos lo que pasa y de que estamos haciendo lo que corresponde.

La conciencia es un darse cuenta, y el yo es el que se da cuenta. En realidad, el yo no es algo real, sino un proyecto. Un proyecto inacabado y seguramente inacabable. Surge al considerar que el que se da cuenta es una cosa, y hacerlo es necesario para que uno pueda modelar su propia conducta y su propio razonamiento como se modela el barro. Por eso es inacabado: porque lo que es modelado tiene que ser considerado una cosa para poder ser modelado, pero el que modela tiene que estar en un plano superior para poder modelarlo. Y son el mismo. Por tanto, el que modela siempre quedará fuera de la cosificación y la cosificación nunca podrá cerrarse. Cuando se dice «conócete a ti mismo» lo que se está diciendo es «constrúyete a ti mismo», que en el fondo es «cosifícate a ti mismo». Y esto solo podría llevarse a cabo completamente si la subjetividad desapareciese por completo, esto es, si fuésemos como robots. Para que exista conciencia tiene que quedar algo que todavía no se ha conocido, algo que todavía no se ha construido, algo que no es una cosa. Ese algo es quien conoce, quien construye, quien cosifica, y su actividad es la conciencia.

Cuando queremos hacernos una idea general de cómo es el mundo, cómo es la realidad, cómo es “todo”, podemos entender “casi todo”. A grandes rasgos, en esa idea hay cosas materiales, fenómenos físicos, seres vivos que se comportan de determinadas maneras, personas cuya manera de proceder entendemos también de manera aproximada. En ese enorme escenario suceden multitud de cosas, y aunque no podamos entenderlas todas, y aunque no podamos entender casi ninguna hasta el fondo, nos hacemos una idea general de casi todo. De “casi” todo, porque hay algo que no encaja. Eso que no encaja es el yo. El yo no encaja en el mundo objetivo; lo hemos metido ahí, y nos ha sido extraordinariamente útil hacerlo, pero no encaja. No es una cosa, no es intersubjetivo, y en ese mundo solo encaja lo objetivo.

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