Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
El tiempo no existe. Pero duele.

El tiempo no existe. Pero duele.

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Cuadro "Reloj derretido", de Salvador Dalí
"Reloj derretido", de Salvador Dalí

El tiempo no es real, es una estructura mental que nos sirve para organizar las experiencias. Y es también inhumano: inflexible, unidireccional, irreversible. Someternos a su ritmo inexorable nos provoca infelicidad. Un concepto cíclico del tiempo sería mucho más vivible. Y salpicarnos con experiencias de intemporalidad.

Antecedentes: Galileo versus Josué

En la época del Renacimiento, en los albores de la ciencia moderna, cuando Galileo y otros colegas heliocentristas defendían que la tierra se mueve alrededor del sol, eran atacados con argumentos de diverso calibre. Con algo más que argumentos, de hecho. También con el fuego purificador. Pero me centraré en los argumentos.

Los había de muy razonables, por qué negarlo. El de la velocidad, por ejemplo. Si la tierra tarda un año en recorrer una órbita alrededor del sol, tiene que viajar por el espacio a una velocidad de 30 km por segundo. ¡Es muy rápido! ¿No deberíamos notarlo? Y si tarda un día en efectuar una rotación completa alrededor de su eje, debe girar a 1.670 km por hora (en el ecuador). ¿No deberíamos marearnos? Yo me mareo por mucho menos. Y no solo eso: deberíamos salir despedidos, como hace el barro adherido a las ruedas del coche cuando aceleramos. Aquí Galileo tenía un problema.

Pero el pobre también era atacado con argumentos muy poco rigurosos. Paradójicamente, estos eran los que más le preocupaban. El argumento de Josué es representativo de lo que quiero decir. Josué fue un profeta de Israel que luchó contra los amorreos, entre muchos otros adversarios. Iba venciendo en la batalla, pero estaba a punto de anochecer y necesitaba más tiempo para rematar la faena. Entonces ordenó al sol que se detuviera en el cielo y a la luna que no avanzara. Y le obedecieron, o por lo menos eso dice la Biblia (Josué 10:12). Los israelitas consiguieron vencer y remataron la faena hasta que no quedó ningún superviviente, como se hacían las cosas entonces.

Quienes defendían la idea, antigua y aparentemente razonable, de que la tierra no se mueve, argumentaban que la Biblia establece sin ningún género de dudas que Josué ordenó al sol que se detuviera, y eso quiere decir que es el sol el que se mueve. Si fuera la tierra la que se mueve, Josué le hubiera ordenado detenerse a ella y no al sol. Y Josué debía saber la verdad. Era un profeta, y, por tanto, su fuente de información era Dios. Nada menos.

Es fácil suponer que a Galileo le temblaban las piernas cuando se veía confrontado a este argumento, mientras que los argumentos del primer tipo, los razonables, más bien le estimulaban las neuronas. Y lo peor es que, como científico, el pobre hombre debía pensar que no valía la pena perder ni medio segundo con la historia de Josué, porque lo que afirma es imposible. No es que sea algo extremadamente improbable. Es imposible, pura y simplemente. Si el sol se puede detener un rato en el cielo para hacerle un favor a alguien, como si fuera el conductor de un autobús que se demora un momento en arrancar porque ve a un pasajero que se acerca corriendo, y luego puede seguir como si nada, entonces todas nuestras creencias sobre el mundo están equivocadas. Habría que echar a la basura la física más elemental, y luego principios matemáticos tan básicos como los que nos llevan a creer que dos y dos son cuatro, y quizá también principios aún más básicos, como el que dice que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Porque toda la estructura racional de acuerdo con cuál entendemos el mundo está firmemente trabada por la fuerza de la coherencia. Y si admitimos una excepción rompemos la coherencia, y entonces todo se desparrama.

Negando el tiempo

El sol no puede detenerse, y el tiempo aún menos. El sol, al fin y al cabo, es una cosa, y se podría llegar a pensar (a delirar) que es una cosa rara, o que hace cosas raras, como detenerse bajo petición, desobedeciendo las estrictas leyes que le marcan su trayectoria. Pero el tiempo… El tiempo es algo aún más básico que las cosas. Es como el recipiente que las contiene. O más bien como el cauce por el que circulan. Puestos a delirar, imaginemos que el sol se detiene, y que esto provoca un colapso cósmico y todas las cosas desaparecen. El universo pasa a estar vacío. A desaparecer, de hecho, porque no hay mucha diferencia entre decir que no hay cosas y decir que no hay nada de nada. Pero ¿y el tiempo? Parece que el tiempo debería seguir ahí, fluyendo como si nada, que los segundos deberían ir sucediéndose aun cuando no hubiera ningún aparato que lo registrara. El tiempo es lo único que queda cuando no queda nada. El tiempo es indestructible.

El tiempo es indestructible porque no es nada. No es una cosa, eso está claro. ¿Qué es, pues? ¿Qué es lo que hay cuando no hay nada, cuando no sucede nada? ¿Qué sentido tiene pensar que el tiempo sigue fluyendo cuando no se produce ningún suceso, ningún cambio? ¿Qué es lo que sigue fluyendo? Creo que si tenemos la seguridad psicológica (es decir, subjetiva, no basada en razones objetivas) de que el tiempo seguiría fluyendo en esa situación, es porque pensamos: «Si yo estuviera allí, notaría el paso del tiempo».  «¡Ah, amigo! —te respondería si pudiera leerte el pensamiento— Si tú estuvieras allí, ya no se darían las condiciones que hemos acordado. Ya habría algo. Estarías tú, respirando, con un corazón latiendo y un metabolismo manteniendo vivas a las células que te componen. O pensando, por lo menos eso, pensando en el tiempo». En definitiva, si tú estuvieras allí, habría allí sucesos que irían evolucionando, que irían pasando por diferentes estados, y este cambio se podría registrar en la línea del tiempo. Eso quiere decir que, si tú estuvieras allí, habrías introducido el tiempo de contrabando. Porque lo llevabas puesto.

El tiempo no existe. Al menos no existe algo que corresponda al concepto de tiempo, al concepto racional de tiempo. El tiempo del que hablamos, el que miden los relojes. El de los científicos. Es un concepto, nada más. En la realidad pasan cosas, sí, hay cambios, y el tiempo es un concepto muy útil para representarnos lo que sucede, para manejarlo con la razón y entenderlo. Pero que sea un concepto muy útil no quiere decir que corresponda a algo que existe realmente.

Intentaré aclararlo un poco más mediante una metáfora. Las metáforas también pueden ser muy útiles para entender algo, y es evidente que no corresponden a algo real. Por ejemplo, yo digo:

«El tiempo es como una estantería donde guardamos las cosas, en el orden en el que van sucediendo, para mantenerlas ordenadas y poder recuperarlas después en el orden en que sucedieron. Pero esa estantería no es una cosa. Está fuera de las cosas. La prueba es que no podemos guardar la propia estantería dentro de ella misma».

Y supongamos que, al leerla, alguien dice: «¡Eureka! Ahora sí que lo entiendo. ¡Podías haber empezado por ahí!». Yo me disculparía por no haber empezado por ahí, pero luego me alegraría por haber encontrado una metáfora útil. Una metáfora que ayuda a entender algo. Y eso no quiere decir, evidentemente, que el lector que ha entendido lo que digo gracias a la metáfora, piense que el tiempo es en realidad una estantería. (Si fuera así, no habría entendido la metáfora).

Las metáforas no son conceptos, ciertamente, pero se parecen en algo. Los conceptos son diferentes de las metáforas en que se encadenan entre sí, unidos por la fuerza de la coherencia, y entre todos construyen nuestra representación racional de la realidad. Pero son iguales que las metáforas en el sentido de que son artilugios que inventamos para entender. El hecho de que tengamos el concepto de algo, y ese concepto sea útil, que “encaje” bien con lo que conocemos de la realidad y con el resto de los conceptos, no quiere decir que ese algo exista en la realidad. De hecho, tenemos una denominación popular para ese tipo de conceptos que no corresponden a cosas: conceptos abstractos. El tiempo es un concepto abstracto.

¿El tiempo corre o da vueltas?

Así pues, el tiempo no existe. Pero duele. ¿Por qué duele? Porque es inhumano. Porque es regular, unidireccional e irreversible, y estas características chocan con nuestra naturaleza. Nuestro tiempo vital no es regular. Las cosas buenas pasan rápido, las malas pasan lento. Las aburridas se hacen interminables. El tiempo no tiene la culpa de que nos pasen cosas buenas o malas, pero resta placer a las buenas y añade sufrimiento a las malas. «¡Deja ya de jugar, llevas mucho rato!». «¡Pero si acabo de empezar!». «No. Te pusiste a las seis y ya son las siete». O: «¿Falta mucho?». «Sí, solo llevamos diez minutos». «¡Pues parece que llevemos una hora!». He puesto ejemplos de conversaciones que se suelen mantener con niños, pero no porque el tiempo transcurra de manera más regular para los adultos, no porque para nosotros sea igual cuando estamos entretenidos que cuando estamos aburridos. Lo que pasa es que los adultos no nos solemos quejar. Estamos más resignados. Se supone que sufrir en silencio estas situaciones forma parte de la madurez.

El tiempo es unidireccional. Fluye desde el pasado hacia el futuro, siempre en ese sentido. No se puede retroceder. Es irreversible. No podemos cambiar lo que ya ha sucedido. «¡Eso no es culpa del tiempo! —dirá alguno—. Las cosas son así.» Hasta cierto punto. En todo caso, el tiempo potencia el sufrimiento. Pondré un ejemplo. Salimos con nuestra pareja de fin de semana, y en algún momento sucede algo que provoca una discusión. Y la situación se complica. Que si tú dijiste, que si yo no quería, que si yo no dije, que si tú hiciste… Se nos escapa de las manos y se arruina el fin de semana. Tal vez incluso se pone en peligro nuestra continuidad como pareja. Hasta entonces todo iba bien, estábamos encantados. Después pasan los días, reflexionamos los dos, vemos que todo ha sido una tontería, nos reconciliamos, queremos volver a estar como antes, e incluso decidimos borrar el mal recuerdo volviendo a ir otro fin de semana al mismo lugar. Pero esta vez nos conjuramos para pasarlo bien. Lo hacemos, y todo sale perfecto, y volvemos más enamorados que nunca.

Ahora propongo un experimento mental difícil. Supongamos primero que lo que acabo de explicar ha sucedido en un universo en el que existe (creemos que existe) el tiempo unidireccional e irreversible. Esta es la parte fácil, porque este universo es el nuestro. Queríamos borrar el mal recuerdo de algo que desearíamos que no hubiera sucedido. Y lo hemos conseguido. ¿Sí? ¿De verdad? Lo que ha sucedido, ha sucedido, no se puede volver atrás, no se puede cambiar. Por mucho que digamos que hemos borrado el mal recuerdo, sabemos perfectamente que estuvimos allí en unas determinadas fechas, que pasó lo que pasó, y que fue un desastre. Luego volvimos y fue la gloria, pero eso ya era otra vez, en otras fechas. Lo otro también pasó, y no es improbable que salga a relucir en alguna crisis posterior.

Ahora viene la parte difícil: hay que suponer que no tenemos ese concepto de tiempo unidireccional e irreversible. Pero ¿es que puede haber otro? Sería demasiado largo entrar ahora a fondo en ello, pero podemos imaginar que pueda haber un concepto cíclico del tiempo. Las cosas se van repitiendo una y otra vez, y cada vez es lo mismo, pero distinto. No es una concepción extraña. Incluso es más natural que la unidireccional. Cada mañana nos despertamos y empieza un nuevo día. Ayer hubo otro día, pero el que importa ahora es el de hoy. Cada invierno hace frío, pero luego llega el verano y comemos helados. Nuestra vida es cíclica, el universo es cíclico, nuestras experiencias son cíclicas.

Pues bien: si tuviésemos esa concepción cíclica del tiempo, ¿qué pasaría con la pareja reconciliada? Es difícil decirlo, porque no podemos desprendernos por completo de nuestra concepción unidireccional del tiempo, pero creo que podemos suponer, o adivinar, que en su universo conseguirían borrar el mal recuerdo de una manera más eficaz que en el nuestro. Y, por tanto, serían más felices. Cada día volvería a empezar todo, para ellos. Cada fin de semana se superpondría al anterior. Y a cada repetición, a cada inicio de ciclo, tendrían la oportunidad de hacer las cosas de una manera diferente. Y la vez que contaría sería la actual, la de ahora, la última. En nuestro universo del tiempo unidireccional e irreversible, podríamos decir «Eso pasó en otro tiempo» cuando en algún momento posterior vuelva el recuerdo de aquella situación desafortunada, pero íntimamente sabemos que no es así: no hay otro tiempo, aquel tiempo era el mismo que este. Queremos decirnos: ya ha pasado mucho tiempo, entonces todo era diferente, ahora todo ha cambiado. Sí, puede que sea así, pero aquello sucedió, en aquel momento hicimos aquello, dijimos aquello, y ahora somos la misma persona porque seguimos existiendo en la misma línea temporal. En cambio, en el universo de tiempo cíclico, cuando se dijera «Eso pasó en otro tiempo» se estaría diciendo eso literalmente, que aquel tiempo era diferente de este tiempo, que aquello pertenece a un ciclo que ya está cerrado y acabado, y que, por tanto, lo podemos recordar con la misma tranquilidad con la que recordamos un acontecimiento histórico, sin sentirnos personalmente implicados, con desapego emocional.

Cuesta imaginarse habitando ese universo donde el tiempo es cíclico, pero si lo intentáis, ¿no sentís una gran liberación, un gran alivio, como si os quitarais un gran peso de encima? Pues la buena noticia es que el tiempo unidireccional e irreversible no existe, es solo un concepto. Por tanto, en cierta forma somos sus esclavos por voluntad propia. Yo he escrito «ese universo donde el tiempo es cíclico», pero he sido inexacto, por simplificar. Debería haber escrito «ese universo donde el concepto de tiempo es cíclico». No es un universo diferente. Es un universo como el nuestro, con la única diferencia de que en él la gente piensa de manera diferente. Por tanto, podría ser nuestro universo si cambiásemos de manera de pensar. Podríamos intentar cambiarnos al tiempo cíclico. No sería tan fácil como cambiar de operador telefónico, pero podría intentarse.

En otro momento desarrollaré más a fondo este asunto del tiempo cíclico. Ahora, para acabar, señalaré otra posibilidad todavía más radical, a la que suelo hacer referencia y que de momento queda también pendiente de desarrollo: la posibilidad de detener el flujo del tiempo. No os hagáis ilusiones, no estoy planteando la vida eterna ni nada parecido. Me refiero solo a la cualidad que tienen algunas experiencias de hacernos olvidar la presencia inflexible del tiempo. Hablo de experiencias que todos tenemos alguna vez, ¿eh? No hace falta pensar en alguna modalidad de meditación tibetana o de ritual chamánico gracias a las cuales se obtienen experiencias sobrenaturales. Todos tenemos alguna vez esas experiencias de las que hablo, pero quizás no tan a menudo como sería deseable. Experiencias estéticas, afectivas, intelectuales, o simplemente contemplativas. Y, sí, en realidad tienen algo de sobrenatural, pero la mayor parte de las veces no llegamos a darnos cuenta. Nos aferramos al tiempo, en vez de soltarnos y gozar de la intemporalidad. Y mejor sería que nos dedicáramos a buscarlas, o a detectarlas cuando suceden, y a sacar de ellas todo el provecho que podamos. A destemporalizar nuestra vida y, por tanto, a desdramatizarla.

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