—Tú… ¡Tú defendiste que la perestroika era una añagaza y que la URSS estaba más fuerte que nunca! ¡Eres una leyenda! ¡Un honor trabajar contigo! —y el joven adelanta la mano sonriendo.
El hombre mayor se pasa el vaso de café a la mano izquierda y, con cierta desgana, estrecha la del joven.
—Y tú, ¿por qué estás aquí?
—Por algo parecido, curiosamente. Informé de que Putin estaba acabado.
El hombre mayor sonríe.
—Todo es parte de un plan diseñado por los rusos, ya sabes, ¿no? —bromea— Dan giros inesperados para minar nuestra credibilidad como analistas de seguridad.
El joven sonríe también.
—Bueno, en mi caso… no fue culpa mía.
El hombre mayor hace un gesto de sorpresa irónica.
—¿Ah, no? Bueno, en mi caso, tampoco. Fue culpa de Gorbachov.
—Fue… un fallo de software —el joven baja la vista y da un sorbo a su café—. Soy informático. Estábamos probando un nuevo sistema… era genial, combinaba IA y el Big Data de una manera muy… innovadora. A mí se me ocurrió una nueva parametrización y, bueno, pasó lo que pasó. Me tomé los resultados demasiado en serio.
—Lo que pasó fue que le hiciste más caso al ordenador que a la evidencia.
—Sí, supongo —el joven continua mirando el fondo de su vaso de café.
—¡Qué tiempos estos! —filosofa el otro— Ya ni siquiera nos dejan equivocarnos a las personas. Las máquinas lo hacen por nosotros —y da otro sorbo a su café.
Los dos se quedan un momento reflexionando. En seguida el hombre mayor deja el vaso sobre la mesa y se sienta.
—Venga, va, a trabajar. Cuando antes empecemos antes acabaremos. ¿Qué tenemos? ¿Quién es el chiflado de turno?
El joven se sienta también. Sobre la mesa hay una carpeta con el logotipo de la agencia rotulada “Análisis de amenazas inverosímiles”. La abre y hojea su contenido.
—Un… filósofo.
—¿Un filósofo? ¡No me digas! ¡Nunca me había tocado uno de esos! ¿Qué coño hacen, los filósofos?
—Quiere advertirnos sobre el riesgo de un posible repliegue del ser.
—¡Joder! ¡Suena grave! —dice riendo.
—Tiene un doctorado en Alemania. Un estudio sobre un tal Heidegger.
—Ese era nazi —se pone serio—. ¡Ojo!
—Bueno, pues… lo dejamos hablar un rato y ya está, ¿no?
—Una hora es lo mínimo.
—Ya. ¡Vaya palo!
—Venga, al lío.
—Veo indicios por todas partes —dice el filósofo.
Tiene alrededor de la cuarentena. Lleva perilla y gafas metálicas. Cuando habla empieza mirando a los ojos, pero en seguida eleva la mirada y parece centrarse en algo muy lejano.
—¿Qué indicios?
—El descontrol creciente, sobre todo. Ustedes lo saben bien. De repente, conflictos que parecían solucionados reviven, y surgen otros que nadie podía imaginar. Hay una enorme diversificación intelectual, moral, artística, política, incluso un cierto… desmembramiento, me atrevería a decir.
—Y usted lo atribuye a…
—Un incremento repentino en la velocidad del despliegue del Ser. La realidad es el resultado del despliegue del Ser, ya saben —el hombre joven pone cara de extrañeza, el mayor afirma ligeramente con la cabeza, impasible—. Los seres concretos, en el fondo son, somos, aspectos perceptibles del Ser que se despliega. Y en este momento parece estar desplegándose más rápido.
—Ya —dice el hombre mayor imitando la expresión de seriedad del filósofo—. ¿Y el cambio climático? Eso nos interesa mucho. ¿Está relacionado?
Y lo mira fijamente con actitud inquisitiva, como un fiscal interrogando a un testigo ante el jurado. El analista joven se lleva la mano a la cara y se restriega los ojos. Consigue disimular la risa.
—Podría ser —responde el filósofo tras una breve reflexión.
El joven se lanza a revolver los papeles sobre la mesa para mantenerse ocupado. De repente encuentra algo que le hace detenerse.
—¡Un momento! —exclama— Usted quería advertirnos sobre los peligros del repliegue del ser, aquí lo dice —y golpea repetidamente un papel con el dedo índice— re-plie-gue. Pero no hace más que hablarnos del despliegue, que es justo lo contrario. ¿En qué quedamos?
—No, verá, son fases distintas. El despliegue no creo que continúe durante mucho tiempo más. Ya está llegando demasiado lejos. El problema es que en la evolución del Ser hay un movimiento… dialéctico, por llamarlo de alguna manera, aunque ahí habría mucho que matizar…
—No hace falta.
—Vale, sigo. La dinámica de ese proceso… seudo-dialéctico, provocará que después del despliegue venga el repliegue. Y, bueno, lo normal es que haya un cierto efecto rebote y el repliegue subsiguiente sea mayor que el despliegue precedente. No sé si me siguen… Eso es lo realmente peligroso.
El hombre mayor se echa atrás en la silla y se recuesta el el respaldo de la silla, como evaluando la información que acaba de recibir.
—¿En qué se basa? ¿Qué pruebas tiene?
—Pruebas… Bueno, podría dar argumentos filosóficos, pero creo que no es lo… procedente, ahora. Y está todo ahí —señala los papeles sobre la mesa—. Pero tengo indicios, eso sí.
—Venga, dispare.
—Esta secuencia despliegue-repliegue se ha ido produciendo a lo largo de la historia. Las fases de despliegue producen grandes avances. El neolítico, por ejemplo, con la invención de la agricultura y la ganadería. O la civilización grecorromana. Las fases de repliegue provocan grandes retrocesos. La Edad Media, por ejemplo. Y, en general, todas las edades oscuras?
—¿Edades oscuras?
—Sí. Colapsos repentinos de las civilizaciones, como al final del imperio romano. Siempre las ha habido. También en la prehistoria, aunque, lógicamente, sabemos poco de ellas. Pero hubo una justo al inicio del periodo histórico, hacia el 1200 antes de nuestra era. La civilización hitita, la minoica, la micénica: todas desaparecieron de golpe. Menos la egipcia, tal vez gracias a que tenían las pirámides.
—¡Ah, las hacían por eso!
—Seguramente intentaban fijar de alguna manera el Ser.
—¿Ensartándolo con las puntas de las pirámides?
—No, hombre. Bueno, en realidad sí, pero en un plano simbólico. El Ser también se despliega y repliega en el plano simbólico.
—Claro, claro.
—En algunas épocas el repliegue es muy intenso y los humanos llegan a ser vagamente conscientes. Stonehenge debió ser otro intento de frenarlo. Más… ingenuo aún. Pero mi preferido, el que mejor he estudiado y el más fácil de entender, es el de las líneas de Nazca, en Perú. ¿Han oído hablar de ellas?
—¡Joder, que si he oído hablar de las putas líneas! —salta el analista joven— Estuve allí el último verano y nunca lo he pasado tan mal. Me mareé tanto en la avioneta que creí morirme. Cada vez que el piloto inclinaba el avión al pasar junto a una figura y el guía nos decía que la buscásemos debajo del ala, yo solo quería tirarme para acabar de una vez con aquello.
—Yo las vi y tuve una experiencia de… plenitud —apunta el filósofo.
—Sí, hemos oído hablar de ellas —zanja el hombre mayor—. Creo que no se sabe qué significan. ¿Lo sabe usted?
Esta vez el filósofo eleva la mirada antes de empezar a hablar.
—Todo lo que existe, los entes singulares, es consecuencia del despliegue del Ser. Cuando el Ser se repliega, algunos entes singulares dejan de existir como realidades perceptibles.
—¿Quiere decir que desaparecen… cosas?
—Bueno, cosas, no. Desaparecen tipos de cosas, podría decirse. Algunas esencias pierden su singularidad y se reintegran en el Ser, y los entes particulares que corresponden a ellas, desaparecen del ámbito sensible. Esto debía estar sucediendo en la época en la que se hicieron las líneas de Nazca. La gente veía lo que pasaba y querían que el ciclo se detuviera. Y, probablemente, se les ocurrió que podían ayudar al Ser a frenar su repliegue. Lo que hacían era recordarle la forma sensible de ciertos tipos de cosas: pájaro, serpiente… Pretendían, seguramente, representar las esencias de esos entes para que el Ser no las acabase engullendo. Aunque desaparezcan todas las serpientes, por ejemplo, si continúa existiendo una figura que representa una serpiente, su esencia sigue existiendo. No estará realizada en entes singulares, pero, en tanto está realizada en la representación, existe, puesto que la representación, para representar el ente singular representado, debe necesariamente recurrir a la esencia de ese ente singular y, al representarla, la expresa.
El hombre mayor no puede aguantar la risa. Intenta reconvertirla fingiendo un acceso de tos. Al verlo, el joven, que estaba haciendo también el mismo esfuerzo, estalla en una carcajada.
—¿Se están riendo de mí?
El mayor carraspea y se pone serio.
—Perdone, perdone.
—¡Esto no tiene ningún sentido! Creo que es mejor que me vaya.
El analista joven mira el reloj y le hace un gesto de negación al otro.
—No, hombre, no se ponga así. Es que, sabe, nosotros no… no lo acabamos de entender. No tenemos formación filosófica, no hemos leído a… Heisenberg.
—Heidelberg —corrige el joven.
—Heidegger —corrige el filosofo al corrector—. Heidelberg es la universidad donde me doctoré. Estaba seguro de que no han leído a Heidegger ni a ningún otro que haya escrito sobre el Ser. Por eso me esforcé en explicarlo todo con claridad en la documentación que les envié —y señala los papeles—. Es evidente que no se la han leído.
—¿Sabe cuál es el problema? —El analista mayor adopta un tono paternal— Yo se lo explico. No es culpa nuestra. Verá, normalmente, cuando recibimos una advertencia como la suya, potencialmente… significativa, trasladamos la información técnica al departamento correspondiente: biología, informática, psicología, astronomía… o a más de uno, a veces. Ellos hacen su valoración técnica, nosotros entrevistamos al informante y hacemos nuestra valoración de idoneidad y luego, con una cosa y la otra, elaboramos el informe final. Pero, siento mucho decírselo: no tenemos un departamento de asesoría técnica sobre filosofía. Eso sí que es culpa nuestra. No de nosotros dos. De la agencia.
—Ya.
Se produce un silencio. El filósofo había tensado el tronco para levantarse y se ha quedado así, a la expectativa.
—Y ahora, mi compañero le hará alguna pregunta más. Estoy monopolizando la conversación —y cruza los brazos sobre el pecho en actitud de espera.
El interpelado revuelve otra vez los papeles mientras piensa qué decir.
—Sí… a ver… Lo que sería un problema… sería… ¿Cree usted que esa situación que describe, ese… repliegue del ser, podría… en fin… llegar a ser controlado por alguna potencia, de forma que pudiera utilizarlo en su beneficio? Por ejemplo, redirigiéndolo hacia sus adversarios mientras mantiene a salvo los territorios bajo su control. ¿Qué me dice? —remata, satisfecho de su ocurrencia.
—Sí —apostilla el otro—. Eso es lo que realmente nos interesa.
—Bueno, no… no veo la manera, la verdad. El Ser tiene la máxima realidad, todo lo demás es real en tanto que participa de él. ¿Quién o qué podría afectarlo? Es imposible. Eso ya lo vio Parménides hace mucho. Y menos aún controlarlo, o… manipularlo, como sugiere. Hay ahí una imposibilidad metafísica.
—Tengo otra pregunta —vuelve el mayor de los analistas—. A ver si consigo explicarme. ¿Podría ese ser, en fin, comportarse como un… poder absoluto? En cierta manera ya lo es, porque, según usted, todo depende de él. Pero, ¿podría, por ejemplo… encarnarse, por así decirlo, o, no sé, delegar, en una persona concreta, y gracias a ello hacer que esa persona tuviera el poder absoluto?
El filósofo sonríe.
—Eso me recuerda algo que dijo Hegel de Napoleón…
—¿Y Heidenger de Hitler? —le interrumpe velozmente.
—Heidegger era nazi, por supuesto. Ferozmente antisemita. Y veía en Hitler a un salvador. Pero estoy convencido de que no hay ninguna conexión entre su metafísica y sus ideas políticas. Entiendo que a mucha gente su ideología le produzca tanta repugnancia que sean incapaces de acercarse a su filosofía, pero no tiene nada que ver una cosa con la otra. Y además, mis ideas sobre el despliegue y el repliegue del Ser no se basan en Heidegger. Están más cercanas a Hegel, por ejemplo, al que acabo de referirme. En todo caso, la respuesta es también negativa. Por razones parecidas.
—Entiendo.
—Pero, volviendo a la pregunta anterior, aunque es imposible que nadie controle el devenir del Ser, si que tendrán una gran ventaja quienes prevean su evolución y actúen en consecuencia. Eso es lo que me ha movido a informarles a ustedes. Hay que hacer algo. No sé muy bien cómo, pero supongo que se podrían llegar a tomar medidas preventivas.
—¿Pirámides? ¿Figuras en el suelo? —sugiere.
El filósofo desvía la mirada. Da muestras de sentirse incómodo.
—No, hombre —se anima el joven—. Hoy en día tenemos medios mucho más avanzados. Podemos lanzar cohetes que dibujen las figuras en el espacio con humo de colores. Así el ser las verá mejor.
—Definitivamente, no me están tomando en serio —dice el filósofo, apesadumbrado, y hace un gesto de negación con la cabeza y exhala un suspiro—. Bueno, lo he intentado —y se palmea la parte superior de los muslos—. Me iré a ver a los rusos. Ellos tienen una visión del mundo más metafísica— e inicia el movimiento de ponerse en pie.
—¿Los rusos?
Como activados por un mismo resorte, los dos analistas se levantan a la vez, se abalanzan hacia él y le sujetan cada uno por un hombro.
—Espere, hombre, espere. ¿Qué prisa tiene? —dice el analista senior.
El filósofo se hunde en su silla bajo la presión de las manos de ambos. Mira alternativamente a uno y otro, desconcertado.
—¿Quiere un café? —pregunta el analista junior.
Hay un instante de silencio.
—No, gracias —responde el filósofo con un ligero temblor en la voz.
El junior mira al senior implorándole que diga algo.
—Bueno, bueno, bueno —dice este, y deja de presionar el hombro del filósofo y le da unos golpecitos amistosos—. Bueno, bueno, bueno —insiste, y persiste también en los golpecitos.
El junior imita a su compañero. Afloja la presión y palmea un par de veces el hombro del filósofo, pero luego deja la mano reposando sobre él. Mientras, el senior se acaricia la barbilla, pensativo. Da unos pasos en dirección a la mesa y luego se gira bruscamente hacia el filósofo.
—Verá, gracias a su informe hemos detectado una carencia en nuestra organización. Necesitamos un departamento de asesoría técnica sobre cuestiones filosóficas. Vamos a proponer su creación. Y alguien tendrá que dirigirlo. Alguien con formación filosófica e inquietud por la seguridad global. Su perfil reúne ambas características. ¿Le interesaría el puesto?
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