Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
El amor de alguien que ya no existe

El amor de alguien que ya no existe

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«La muerte es solo un acontecimiento físico», han dicho en la ceremonia. Y es cierto. Por tanto, lo que no es físico no puede morir. Es indudable.
Ella era una entidad física, y esa entidad física está ahora muerta. Pero esa entidad física había creado realidades que no eran físicas, y que, por tanto, no pueden morir.
«¿Puede seguir existiendo el amor de alguien que ya no existe?», se pregunta. El amor no es algo físico, no debería verse afectado por la muerte. Si invierte el sujeto y el objeto, la pregunta tiene una respuesta indudable: su amor por ella, que ya no existe, sigue existiendo. Quizá el amor de ella también sigue existiendo. Le parece percibirlo, aunque seguramente es un solo una ilusión creada por su deseo, por su necesidad. Por la situación de indigencia en que ha quedado. ¿Cómo podría percibirlo, si no está ella para transmitírselo?
«Piensas demasiado las cosas». Se repite a sí mismo la frase que tantas veces le oyó a ella, intentando hacérsela presente. Y la revive pronunciándola, sentada en el sofá, levantando la mirada de la revista que está leyendo y apartándose el cabello de la cara, sujetando un mechón detrás de la oreja. Y sonriendo. O en la habitación, poniéndose las medias cuando se visten para salir. O en la calle, mientras caminan uno al lado del otro, y ella le toma de la mano y él siente que lo hace para tranquilizarle como si fuera un niño.
¿Piensa demasiado las cosas? Puede que sí. ¿Qué haría ella si estuviera en su situación? No pensaría, solo sentiría. ¿Es capaz él de hacerlo? Solo sentir, solo sentirla. Lo intenta y lo que percibe es que esa mano que va a tomar la suya empieza a alejarse y a empequeñecerse en la distancia hasta desaparecer… Y se abre ente él un abismo de desesperación. Si se empeña en solo sentirla, lo que siente es solo su ausencia, y es insoportable. Pensar le protege. Ella no necesitaba protegerse, era más valiente, o más madura, quizá. Él es más niño, quizá. ¿Qué hará ahora que ya no puede esperar que ella le tome de la mano? Porque la mano es un entidad física y ya no está.

Ha pasado un año. «Todavía tiene esa sombra en la mirada», oye comentar a uno de sus amigos en un momento en que cree que él no está escuchando. Se mira en el espejo. No es la mirada: es toda la cara la que está en sombras. Su expresión, su estado de ánimo. Todo él.
Haberse vinculado tan intensamente a ella le está provocando este sufrimiento insufrible, ahora que ya no está. Ha pasado un año y el sufrimiento no ha menguado. A veces lo percibe menos porque consigue distraerse con otras cosas, pero ahora que el aniversario ha provocado que su mente se llene otra vez de ausencia, sufre igual que el primer día. Siempre la amó con la misma intensidad: todo lo que era capaz. Nunca la amó menos que eso. Siempre sufrirá igual su ausencia, siempre estará colmada toda su capacidad de sufrimiento, aunque a veces no piense en ello. Como a veces no pensaba que la quería cuando estaba ocupado en alguna actividad que acaparaba su atención. No pensaba que la quería, pero la quería igual.
Haberse vinculado tan intensamente a ella le provoca este sufrimiento insoportable que tendrá que intentar soportar hasta el día que también se muera él, pero si volviera a verse en la misma situación, ahora que sabe todo lo que viene después, volvería a hacerlo. Una y mil veces. Si su vida ha valido la pena es por lo que vivió durante aquellos años. Hasta hace un año.
Mira la fotografía intentando descubrir algún detalle nuevo en ella, algo que hasta entonces le hubiera pasado inadvertido, como hacía a veces cuando lo que tenía delante era su cuerpo y no una imagen plana.
Su cuerpo.
«¡Quieres a mi cuerpo más que a mí!», bromeaba ella cuando notaba cómo se excitaba él al verla desnuda, o vistiéndose, o desvistiéndose. «Tú eres tu cuerpo», solía contestar él. ¡Cómo le duele ahora esa respuesta! Aquel cuerpo ya no existe. Por tanto, ella tampoco. Y eso no puede aceptarlo.
Pero otras veces buscaba una salida más ingeniosa. «Os quiero a los dos igual». Eso deja las cosas un poco mejor. No lo había perdido todo. El cuerpo ya no estaba, había desaparecido la mitad del objeto de su amor, en adelante tendría que conformarse con la otra mitad. Era poco, pero era algo. O: «Quiero a la propietaria de ese cuerpo». Eso le resulta desconcertante, cuando lo piensa ahora. Por una parte, si no hay cuerpo tampoco hay nadie que sea su propietario. El objeto de su amor ha desaparecido, no le queda nada. Pero, por otra parte, una persona no se define por ser propietaria de algo. Si pierde sus posesiones sigue siendo la misma persona. Por tanto, la pérdida del cuerpo no comporta la desaparición del objeto de su amor.
También recuerda haber contestado alguna vez: «Te quiero a ti porque eres la propietaria de ese cuerpo». Eso sí que no tiene arreglo. Ya no es la propietaria de ese cuerpo, y por tanto ya no tiene motivos para quererla. Pero es mentira. La sigue queriendo, aunque ya no posea aquel cuerpo maravilloso. Era una broma. «Una broma lamentable», piensa ahora. Para compensar, recuerda lo que le dijo una vez que volvió a desnudarla cuando ella estaba a medio vestirse y acabaron deshaciendo la cama que habían estirado poco antes. «Sí, quiero a tu cuerpo. A ti te amo». A ella le gustó. Lo había dicho cuando ya estaban desentralazándose, acalorados, y al oírlo volvió a abrazarlo con fuerza.
Lo que nunca le dijo era que no quería a su cuerpo. Eso, ni él podía decirlo ni ella podía creerlo. Y, lamentablemente, es el único pensamiento que, si fuera cierto, le podría proporcionar un consuelo real. Porque solo ha desaparecido su cuerpo. Si el cuerpo no formara parte del objeto de su amor, la pérdida debería dejarle indiferente. Por desgracia, lo que sucede es justamente lo contrario. «Tú eres tu cuerpo». La respuesta habitual es la que considera verdadera, y es la más dolorosa. Lo que ella era, ya no existe.
¿Cómo puede seguir existiendo su amor?

Han pasado dos años, tres, cuatro… En el siguiente aniversario ya no está solo.
—Háblame de ella.
—¿Por qué? Se me hace… raro.
—Ella siempre estará contigo. A mí se me hace raro no conocer a alguien que siempre estará contigo.

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