«La bala que oyes no te mata», es lo primero que piensa cuando ve que el coche está volando sobre la autopista. Por tanto, si él está viviendo el accidente en directo, debe ser que no se va a morir. Pero ¿tiene alguna base, ese dicho? Los que han sobrevivido pueden decir que han oído la bala, pero tal vez los que no han sobrevivido también lo dirían si pudieran decir algo. No, probablemente es un tema físico, algo relacionado con la velocidad del sonido: la bala va mucho más rápido. Además, lo que está viviendo es muy diferente. El coche en el que viaja está volando a más de cien kilómetros por hora. Él va dentro de la bala. En algún momento, algo lo detendrá y el impacto será terrible. Está el airbag. Si funciona. Tiene este coche hace… ¿cuánto? Cinco, seis años. Un dispositivo que lleva más de cinco años sin actuar y que ahora va a tener que hacerlo con una precisión absoluta, en el momento justo y en una fracción de segundo… ¿funcionará? En cualquier caso, todos los coches tienen airbag, hoy en día, y sigue habiendo accidentes mortales.
Pero vuelve a decírselo: «La bala que oyes no te mata». Y otra vez le cuesta creerlo. Lo que sabe con toda seguridad es que la gente que ha sufrido un accidente muy grave no recuerda lo que pasó. En su caso, recordaría tal vez hasta el momento en que perdió el control, cuando tuvo que dar un volantazo porque el camión que estaba adelantando se le cruzó. Entonces, el coche salió volando, y a partir de ese momento empezó el accidente propiamente dicho. Ha leído que el cerebro borra el recuerdo de lo que pasa a partir de entonces para reducir el trauma psicológico. Él no debería recordar nada. Pero lo está viviendo en directo, es testigo de cómo se va desarrollando su accidente, el coche se está inclinando hacia la derecha y está atravesando la mediana de la autopista, lo ve con toda claridad, su cerebro no está borrando nada. Debe ser que el borrado es posterior, que se produce en el momento del choque, del trauma. Él todavía no ha sufrido ningún trauma. Podría estar en un videojuego de realidad virtual o en alguna máquina sofisticada de un parque de atracciones. «Relájate y disfruta», se dice al verlo de esa manera. «Total, no tienes ningún control sobre lo que está pasando».
No, no puede. Uno no puede relajarse y disfrutar cuando está volando sobre la mediana de una autopista. Cuando está volando de verdad, en la vida real. No puede relajarse porque no sabe cómo acabará. Quizá muera. ¿Cómo va a disfrutar si lo más probable es que esté a punto de morir? Pero hay algo absurdo en eso. Nunca lo había pensado, pero ahora se le ocurre que la conciencia es siempre retrospectiva. La vida que vivimos es la vida que nos narramos mientras estamos vivos. Pasan cosas y nosotros las interpretamos y construimos una narración a partir de ellas. He perdido el control del coche, he salido volando, estoy entrando en los carriles por los que se circula en sentido contrario: eso es una narración de lo que está pasando, y esa narración es lo que nos llega a la conciencia. Si ya estuviera muerto, no podría estar interpretando ningún hecho, no podría estar narrándose nada. No, no está muerto. No está muerto ahora y tampoco lo estará en el instante siguiente a este. Porque ese “ahora” de la conciencia no es el ahora real, es el ahora del que uno es consciente, y aquello de lo que uno es consciente ha sido elaborado por la mente en el momento inmediatamente posterior al que uno cree estar viviendo. Por tanto, el hecho de ser consciente de lo que pasa no solo significa que aún no está muerto, sino que tampoco lo estará en el instante siguiente.
Claro que el argumento se puede estirar un poco más y entonces la conclusión es desalentadora. Uno nunca es consciente de su propia muerte porque al morir deja de poder interpretar lo que sucede, y por tanto ya no habrá un instante posterior desde el que se fabrique la escena del relato en la que él dice: «Eso es que me he muerto». La bala que oyes no te mata porque la muerte es un golpe seco: de repente pierdes la consciencia, y lo último de lo que has sido consciente ha sucedido cuando aún estabas vivo. Eso quiere decir que puede morirse en cualquier momento; simplemente, será un fundido a negro instantáneo. La película se detendrá porque el proyector se ha estropeado. No lo verá venir.
El desenlace está ya próximo: el coche ya está al otro lado y empieza a descender, cada vez más decantado hacia delante y hacia la derecha. Se le ocurre otra cosa. También se dice que, cuando está a punto de morirse, la gente ve desfilar por su conciencia toda su vida anterior. A él no le está pasando eso, luego no está a punto de morirse. Demasiado fácil. ¿Cómo puede saber la mente que uno está a punto de morirse? Lo cierto es que está viviendo una situación que es muy probable que le acabe provocando la muerte, pero su mente no puede saber si morirá o no. Supongamos que las cosas sucederán de tal manera que si le funciona el airbag sobrevivirá; si no, morirá. La última revisión no la hizo en un taller oficial, sino en uno más barato. Tal vez el airbag requiere algún tipo de mantenimiento, una comprobación del estado del gas que lo hincha, por ejemplo, o una sustitución periódica para que no pierda sus propiedades. Tal vez en ese taller más barato no se tomaron la molestia de revisar el airbag. Tal vez tampoco revisaron alguna otra cosa, y eso provocó que el volantazo que ha dado al ver que el camión se cruzaba haya descontrolado el vehículo hasta el punto de hacerlo salir volando. En fin, que algo tan aleatorio como que un empleado recibiera una llamada cuando iba a hacer una comprobación y al acabar de hablar pensara que ya la había hecho, puede determinar que muera o viva. O puede determinarlo algo que aún no ha sucedido: que el conductor de la furgoneta que viene hacia él consiga esquivar al coche volador que ha aparecido de repente en su carril. ¿Cómo puede saber su mente lo que va a pasar, cómo puede calcular toda la cadena de causas y efectos que determinarán que viva o muera? Rememorar toda la vida cuando uno está a punto de morir debe algo que les sucede a algunos cuando creen que están a punto de morir. A unos sí y a otros no. A él, no. Pero eso no puede tener ningún valor premonitorio.
A él solo le interesa saber si va a morir o no. ¿Por qué? No tiene mucho sentido. Lo que sea, será. ¿A qué preocuparse? Bueno, es una preocupación intelectual, como resolver un problema de lógica. ¿De qué le serviría recordar los momentos estelares de su vida? ¿De qué serviría despedirse de los seres queridos? A él, de nada, si va a morir. A ellos, tampoco, porque no se van a enterar de su despedida postrera. Por tanto, da igual que ocupe la mente en una cosa o que la ocupe en otra. Por tanto, no hay nada de malo en que le importe solo saber si se va a morir. Más exactamente: saber si el hecho de que aún esté vivo demuestra que sobrevivirá al accidente. Ha oído la bala. ¿Quiere eso decir que no le va a matar?
Que su mente esté funcionando ahora mismo si en el instante siguiente se va a morir, es algo así como un trabajo inútil. La naturaleza no hace nada en vano, se dice. Si la muerte es inminente, debería haberlo desconectado ya. Si la muerte es segura, la naturaleza ya debería haber actuado. ¡Esa deducción sí que puede hacerla! Su muerte no es segura. Si lo fuera, la naturaleza habría intervenido y lo habría desconectado para ahorrarle un sufrimiento que no servirá para nada. La naturaleza nos protege del dolor innecesario; por eso uno no recuerda el momento de un accidente, para no tener que revivir algo que fue tan doloroso que, si lo reviviera, le volvería a provocar un dolor intenso. Pero… un momento: si la razón por la que la naturaleza hace que olvidemos los traumas es para no revivir el dolor que nos produjeron, eso quiere decir que, cuando los sufrimos, nos produjeron dolor. Ese dolor fue real, lo sentimos, y fue tan intenso que la mente ha decidido no tener que revivirlo jamás: no quiere verlo ni de lejos. Entonces, el hecho de que ahora mismo aún sea consciente no garantiza nada con respecto al futuro. No siente dolor, y por tanto el mecanismo que provoca un olvido compasivo no tiene por qué actuar aún. Quizá muera, y quizá muera sufriendo un dolor horroroso. Lo único de lo que puede estar seguro es de que si sufre un dolor horroroso pero no muere, ese dolor no lo recordará nunca. ¡Vaya consuelo! La única diferencia importante es la que hay entre estar vivo y estar muerto. En comparación, la diferencia entre estar mejor o estar peor es insignificante. Entre tener la movilidad completa que ahora tiene o estar en una silla de ruedas, entre ser rico o ser pobre, ser feliz o desgraciado. Solo importa estar vivo. Y lo está, de momento. ¿Lo seguirá estando?
¡La conciencia es inmortal! Se le acaba de ocurrir el argumento decisivo cuando el morro del coche está a punto de impactar en el costado de la furgoneta. La conciencia es simplemente un testigo de lo que pasa. Procesa la información que generan los circuitos cerebrales y la presenta formando un relato coherente. La conciencia no son las cosas que pasan; eso es el contenido de la conciencia. La conciencia propiamente está por encima de eso, puesto que lo procesa, lo manipula, lo elabora. Lo que pasará si muere es que su conciencia dejará de tener datos a partir de los cuales seguir elaborando el relato de su vida. Habrá un fundido a negro, sí, pero será de datos. Como un televisor que sigue funcionando pero no muestra nada en la pantalla porque ha perdido la señal. La conciencia dejará de estar alimentada de datos, pero ella misma no forma parte de esos datos, ella es quien los procesa. De alguna manera, está por encima de ellos. Y en el último momento antes del impacto, aún le da tiempo a pensar que el fundido a negro de los datos provocará un fundido a negro de la actividad de la conciencia: si no hay datos que elaborar, no hay relato. «La conciencia es inmortal —se dice—, solo que durante el resto de la eternidad mi conciencia estará ociosa». Y sonríe. «¡Qué descanso!»
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