Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
13. La llamada intempestiva

13. La llamada intempestiva

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El rumor insidioso de los demonios no la abandonó durante cada momento de aquel larguísimo día. El del desierto, débil y lejano, le susurraba que el mal absoluto sí que existía y que aquel episodio que el director describía como un ataque era en realidad uno de sus zarpazos. El de Laplace, mucho más cercano e insoslayable, la obligaba una vez más a replantearse las decisiones que le habían llevado a la situación actual, la de aceptar un puesto en el Consorcio, la de intentar entender la TA desde la perspectiva de la física cuántica, su incapacidad para avanzar ni un solo paso en esa dirección, su impotencia para evitar, o al menos entender, lo que había sucedido. Y le recordaba que todo era irreversible, que ni siquiera él mismo, el demonio de Laplace, podía cambiar el pasado. Ni siquiera el demonio del desierto podría haberlo hecho. Ni siquiera Dios omnipotente.

Cuando iba a acostarse, sonó el teléfono. Era Luxmundi.

—No llevas puestos los DCT, ¿verdad?

—No. Estoy a punto de meterme en la cama.

—Póntelos, anda, y charlamos un rato.

—Te dije que hoy prefería que no nos comunicásemos. Estoy saturada. Necesito descansar.

—Solo un momento. Luego dormirás mejor.

Semperviva suspiró. No tenía fuerzas para buscar razones para oponerse, y la nota de ternura que percibía siempre en la voz de Luxmundi la dejaba inerme.

—Vale. Te llamo.

Se los colocó, se echó en la cama y enseguida conectaron. «Me siento un poco culpable —comenzó diciendo ella—, tú deberías estar más tocado que yo porque sufriste aquel dolor horrible, yo te debería estar transmitiendo mi apoyo, pero estoy exhausta, en este momento no me quedan fuerzas para nada». «Más debería sentirlo yo —dijo él—, porque te he engañado. En realidad, tengo que decirte algo importante y no podía hacerlo por teléfono. Ni siquiera ahora puedo decírtelo todo. Tienes que saber algo, tienes que ver algo. Por favor, ve a la dirección que te diré. Es el apartamento de un amigo, está cerca del mío. Lleva tu móvil y tus DCT. Yo no estoy allí, pero habrá alguien que conoces. Haz lo que te diga. Cuando sepas de qué se trata, verás que estoy haciendo lo que tengo que hacer y verás que has hecho bien en hacerme caso. No corres ningún peligro y yo tampoco. No me están apuntando con un arma, tú y yo estamos comunicando mediante la TA y nadie sabe lo que te estoy diciendo: si hubiera algún peligro, te lo haría saber. Por favor, Semper, es muy importante, tú misma lo verás dentro de un rato».

—Yo nunca he salido del lado oscuro —le había dicho Luxmundi en uno de los últimos intercambios telepáticos de confidencias personales—. No es que no quiera: es que no sé dónde está el lado luminoso. Siendo sincero: no creo que exista. Algunos tenéis la suerte, o la desgracia, no sé, de no ver las sombras a vuestro alrededor, pero yo las veo allá donde miro. Siempre las he visto. No creo que exista una zona en la que todo sea luz, poblada de seres en los que no hay rastro de oscuridad.

—Me cuesta aceptar que siempre lo hayas visto todo tan… negro. Debe ser que tuviste una infancia desgraciada.

—No, qué va, tuve una infancia feliz. Es la suerte de los niños, que todavía no saben que esa claridad a su alrededor está creada y mantenida por los adultos que cuidan de ellos. Pero inevitablemente acaban descubriendo alguna grieta y, a través de ella, la oscuridad.

—Háblame de tu infancia. Háblame de esa grieta.

—Mis recuerdos son los de un niño feliz en una familia feliz. Mi madre era artista, ella sí. Escribía poesía y relatos cortos, y también era ilustradora y pintora. No hacía otra cosa, pero la verdad es que no sé si hubiera podido vivir de aquello. El que trabajaba en serio y ganaba dinero era mi padre. Ella hacía lo que le apetecía sin pensar en el aspecto económico. Casi nunca aceptaba ningún encargo, y como ilustradora le llegaban algunos muy buenos, pero solo valoraba si lo que le pedían la ayudaría a “desplegarse”, como decía. Su mayor éxito fue un librito de poesías ilustradas por ella misma. Tuvo éxito, sí, todo el éxito que puede tener una publicación de ese tipo, restringido a un círculo de gente muy determinada. Por lo que respecta a mí, me enseñó a pintar antes que a escribir, y me encantaba hacerlo. En el siguiente trabajo que le publicaron, incluyó unos dibujos míos. Yo tenía ocho años. ¿Qué más podía desear? ¿Recuerdas aquella lámina que viste en mi casa y te gustó? La frase “Yo, que solo sé soñar” pertenecía a un poema de mi madre que yo ilustré. Luego me llevó a un pintor amigo suyo para que me diera otra visión. No quería que me encerrara en la suya, quería sobre todo que encontrara mi propio camino en el ámbito artístico, que me expresara a mi manera, que fuera original. Nunca quiso condicionarme de ninguna manera y no me exigía nada, ni en ese campo ni en ningún otro. Le daba igual si estudiaba o no o si sacaba buenas o malas notas. Solo le importaba que fuera yo mismo.

—Te quería.

—Sí, eso no puedo negarlo. No puedo decir que fuera un niño falto de cariño.

—¿Y tu padre?

—Mi padre era una persona totalmente opuesta a mi madre, pero, quizá como consecuencia de eso, estaba totalmente fascinado por ella. Era ingeniero y escasamente dotado para el arte. También me quería, pero él sí que tenía interés en que me aplicara en el colegio. Lo que sucedía es que al final siempre apoyaba la postura de mi madre. A ella ni siquiera le hacía falta buscar argumentos para convencerlo de cualquier cosa, de lo que quisiera; simplemente le decía que eso la haría feliz y le sonreía, le hacía una caricia, le daba un beso, y él accedía inmediatamente. La quería fuera de toda medida.

—¿Y ella le quería también?

—Durante mi infancia feliz yo pensaba que sí. Bueno, también le quería, de eso estoy seguro, pero yo pensaba que le quería igual que él a ella, y un día descubrí que no era así. Descubrí que también quería al amigo pintor que me daba clases. Engañaba a mi padre con él, y estoy seguro de que no era algo esporádico, sino que la relación entre ellos duraba años. Eso no significa que no quisiera a mi padre, los quería a los dos. Y a otros, seguramente. Y descubrirlo me afectó mucho. Supongo que me traumatizó.

—Pero ella quería a tu padre…

—Pero lo engañaba: eso fue lo que no pude encajar. Lo engañaba como a un tonto. Le mentía con un descaro enorme, y además enriquecía sus mentiras con actuaciones muy elaboradas. Parecía complacerse en eso. Parecía poner en juego su creatividad también en engañarle, parecía considerar que era una forma de actuación artística. Y se mostraba más cariñosa con él los días que había estado con su amigo, como si quisiera disimular o compensar la infidelidad. Yo encontraba esas escenas insufribles, pero lo que más me horrorizaba es que a veces ella me hacía su cómplice, porque delante de mí justificaba una ausencia diciéndole algo que ambos sabíamos que era falso. Ahí perdí la inocencia. La familia feliz era una ficción. Y ya sabes, la inocencia es una de esas cosas que cuando se pierde, no se recupera.

Con el corazón atenazado por el demonio de Laplace que registraba, impasible e implacable, cada uno de sus movimientos, llamó a la puerta del apartamento. La abrió alguien que conocía, aunque de entrada no recordó quién era. Dentro sonaba música a un volumen alto. Al fondo, una chica miraba hacia la puerta.

—Hola —dijo.

El chico que había abierto se llevó un dedo a los labios demandándole silencio, e inmediatamente la llamó a través de la TA, al tiempo que le hacía un gesto invitándole a entrar. Ella atendió a su llamada y él le dijo que era Cumlaude, amigo de Luxmundi, y que se habían conocido durante un recital de poetea. Ella respondió que lo recordaba, que recordaba que estaba interesado en la computación cuántica. Él le transmitió que estuviera tranquila, que no corría ningún peligro, pero que era necesario que nadie pudiera oírlos ni rastrearlos hasta que llegaran al lugar donde iban a ir. Le pidió que, para quedarse del todo convencida, comunicara con Luxmundi y le dijera que estaba con él. Ella lo hizo. Luxmundi le dijo que sentía mucho que tuviera que pasar por aquello, pero que era necesario. Que obedeciera las instrucciones de Cumlaude y que no tenía duda de que al final ella entendería que había valido la pena. «Si pensaras que lo que puedes conseguir es tan bueno, tan importante, que cuando lo tengas te parecerá que nada de lo que has hecho antes tiene ningún valor…», repetía la voz de su padre.

Cumlaude le pidió que entregara a la chica el teléfono y los DCT. Ella le abrió una bolsa que llevaba, haciéndole una señal para que los dejara allí. Vio que había otro teléfono que identificó como el de Luxmundi y otro par de DCT que también debían ser de él. Cumlaude le dijo que iba a llevarlos al apartamento de Luxmundi, y ella entendió que se trataba de fingir que ambos estaban allí durmiendo juntos si intentaban geolocalizarlos a través de la ubicación de sus teléfonos, aunque no vio la necesidad de tener que dejar también los DCT; la inquietó la idea de quedar totalmente incomunicada. La chica salió. Cumlaude le había pedido también que se quitara el abrigo y se pusiera otro que él le dio y que se recogiera el cabello con un pañuelo anudado bajo el mentón que él retocó para que le cubriera parte de la cara. Luego salieron a la calle. Él iba delante asegurándose que no se cruzaban con nadie. Caminaron pegados a las paredes, buscando las zonas más oscuras, hasta que unas cuantas manzanas más allá se detuvieron ante una furgoneta oscura. Ella tuvo que subir a la parte de atrás, cerrada y sin ventanas; era imprescindible que nadie la viera ni que ella supiera dónde iban. Circularon un buen rato por lo que parecía ser una zona urbana, con giros frecuentes y detenciones que debían corresponder a semáforos en rojo, y luego por lo que parecía una carretera, a velocidad constante. Si un rato antes sentía la necesidad imperiosa de dormir para dejar de pensar, ahora, en la oscuridad de aquel vehículo de carga, sola y desconectada de todos, sin saber dónde iba ni para qué, pensó que había entrado directamente en una pesadilla. Aunque intentaba oponerse a su avance, la desolación y la desesperanza iban apoderándose de su estado de ánimo.

El sentimiento de desolación la remitía a los primeros días de colegio. Las primeras veces que su padre la dejó sola en la entrada, abandonada en manos de personas extrañas, sintió algo así como que el mundo perdía de repente los colores, que la luz adquiría un tono sombrío, que las voces y sonidos que escuchaba se producían en un ámbito distinto al suyo, cercano pero inaccesible. Quizá solo era miedo a lo desconocido, pero también la entristecía la imagen de los otros niños, que llegaban casi todos acompañados de su madre y se despedían con grandes demostraciones de cariño que incluían emotivos besos y abrazos. Ella no tenía madre. Si la tuviera y ella la hubiera llevado hasta allí, si la hubiera abrazado y la hubiera apretado contra su pecho y le hubiera besado las mejillas, si le hubiera prometido que a la salida estaría otra vez allí esperándola, que volvería a abrazarla y a besarla y que irían juntas a casa, o al parque, o donde fuera, ella también se quedaría tranquila, incluso contenta, como parecían estarlo la mayoría de los otros niños. Tenía un padre, y la quería, y se sentía querida por él, pero no era lo mismo. Su padre no era una persona afectuosa. Tendía a aislarse y a ensimismarse. Con él se sentía tranquila y segura, él nunca se molestaba, nunca la reñía cuando ella lo provocaba para intentar sacarlo de su ensimismamiento y que le hiciera caso. Pero no la despedía con un abrazo, ni siquiera con un beso. Le daba una palmadita o dos en el hombro, le decía “Hasta luego”, se daba media vuelta y desaparecía. No lo culpaba de nada, pero en esas ocasiones sentía una nostalgia infinita al pensar en la madre que nunca conoció.

Con el tiempo, y sin ser consciente del proceso, empezó a sentirse más acompañada cuando estaba en el colegio, sola entre extraños. Aquella desolación de los primeros días era sobre todo soledad, vacío, y casi sin darse cuenta empezó a sentirse llena. No hubiera sabido decir de qué; de vida, simplemente, de ganas de vivir. Y ahora, adulta, sentada en el suelo frío de aquella furgoneta, sola y desconectada, descubrió algo que no había sido capaz de ver hasta entonces. Ese extraño viaje que había accedido a emprender le impedía hacer lo que necesitaba, dormir, dormir para olvidar. Pero, reflexionando sobre eso, ahora se dio cuenta de que no era exactamente así, que el sueño no era deseable porque fuera una puerta al olvido, una finta para esquivar momentáneamente al demonio de Laplace. Deseaba el sueño porque los sueños la confortaban. No todos: durante la época de las pesadillas del demonio en el desierto, temía soñar más que cualquier otra cosa que pudiera pasarle durante el día. Pero las pesadillas eran excepcionales. La mayor parte de las veces sus sueños eran amables, y esa amabilidad era lo que los hacía reconfortantes. Y ahora entendía por qué. Era algo como una voz que le hablaba. No, no era propiamente una voz. No podría describirla, no podría decir nada acerca de su tono o su timbre; ni siquiera podría repetir alguna de las palabras que le decía. No hablaba. No era una voz. Escuchaba. Eso: ella era quien hablaba, pero hablaba a alguien que la escuchaba, que la entendía, que la aceptaba. No podía decir que la animaba, ni siquiera que la entendía intelectualmente. La entendía en el sentido de que la escuchaba y la aceptaba. Era eso, era que en la mayor parte de sus sueños alguien estaba pendiente de ella y acogía sin reservas todo lo que ella pudiera decir y hacer. Incluso en los peores momentos de la adolescencia, cuando vivía cada instante teñido de desesperación y esa desesperación llegaba a impregnar incluso a sus sueños, sentía que alguien la aceptaba, y no porque aceptara las cosas concretas que hacía, sino porque aceptaba su angustia, aceptaba que nada fuera más importante que intentar escapar de esa angustia, y aceptaba que hacía lo único que la liberaba momentáneamente. Entendía que hacía lo único que podía hacer.

No era una voz. Era una presencia. Si ahora quería dormir, era para sentir aquella presencia que, en silencio, la acompañaba y la aceptaba. Y de manera totalmente inexplicable, sentada en el suelo de aquella furgoneta e intentando sujetarse donde podía para evitar los zarandeos que la sacudían de vez en cuando, vio lo que nunca había visto hasta entonces: que aquella presencia que la confortaba de niña los primeros días de escuela y que luego había seguido confortándola en sueños durante toda su vida, era la de su madre.

Al cabo de un buen rato la furgoneta se detuvo, ella oyó un sonido que identificó como la apertura de una puerta de garaje y luego percibió que descendían por una rampa. Enseguida el vehículo volvió a detenerse, pero esta vez lo hizo también el motor. Oyó el sonido de apertura de la puerta del conductor e inmediatamente vio abrirse el portón trasero. Cumlaude le ayudó a bajar, y otra vez le recordó con gestos que se mantuviera en silencio.

Aquello parecía un almacén o un recinto industrial, viejo, con paredes de hormigón. La luz de los faros de la furgoneta iluminaba unas pilas de cajas y varios vehículos. Cumlaude abrió una puerta metálica y entraron a una habitación con luz. Un poco deslumbrada después de tanto tiempo a oscuras, distinguió mesas, pantallas de ordenador y unos cuantos jóvenes que la miraban con curiosidad. Luxmundi se levantó y le sonrió.

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