—Hola, Sinequanon. Me alegra que vengas a vernos. Esta es Bonafide, mi colaboradora más… bueno, una parte de mí, casi.
Sinequanon era amable y jovial; Semperviva simpatizó con él desde el principio. Parecía haberse asignado la responsabilidad de ayudarla a adaptarse al ambiente peculiar del Consorcio. Además, era bastante mayor que ella. Una cosa y la otra teñían su actitud de un cierto paternalismo.
—Encantado. No te había visto por aquí.
Bonafide había llegado hacía poco. A Semperviva le costó convencerla de que la acompañara al Consorcio para poder seguir trabajando juntas. Lo consiguió, pero a cambio tuvo que permitirle retrasar su incorporación hasta el fin del curso escolar, a pesar de que las primeras semanas, las de la puesta en marcha del nuevo laboratorio, sería el periodo en que más la iba a necesitar. Pero su ayudante quería planificar cuidadosamente todos los cambios que tendría que afrontar la familia a consecuencia del traslado, y también quería que la mudanza supusiera el menor trastorno posible para sus hijos. Necesitaba ese tiempo para ella.
—Semper me dijo que trabaja en el Consorcio. Me impresiona conocerle personalmente, doctor.
—No, no, Bonafide, nada de títulos ni de reverencias. Tutéame, si quieres que seamos amigos. Y… no hay para tanto, la verdad.
—Sí, sí que hay para tanto. No sé cómo podría organizar mi vida sin la TA. Los niños, mi marido, la canguro, mi madre…
Sinequanon puso cara de aburrido y respondió enfatizando de manera exagerada cada una de las palabras, a fin de provocar un efecto cómico:
—Fue… Una… Casualidad.
—Con TA o sin TA, Bonafide es la persona más organizada que conozco —intervino Semperviva—. ¡No sé qué sería de mi laboratorio sin ella!
Las dos mujeres estaban sentadas ante una larga mesa de trabajo llena de pantallas. Se habían vuelto hacia Sinequanon para hablar con él, y ahora Semperviva hizo rodar en su dirección una silla vacía que había a su lado. Se sentó también.
—No os quiero entretener, seguro que estáis muy ocupadas. Solo he venido para saber cómo os va. Pasaba por aquí…
—Una visita de cortesía.
—Bueno, también para saber si os ha ayudado la comunicación del otro día. El diálogo con las estrellas, quiero decir. Con tanta gente transmitiendo a la vez, tal vez hayáis podido captar algo.
Semperviva puso cara de sorpresa. Bonafide volvió la mirada hacia ella en un gesto de interrogación.
—Pensaba… Bueno, tengo entendido que no podemos intercambiar información directamente. Yo lo encuentro absurdo, pero… creo que hay normas muy estrictas sobre eso.
—¡Bah! Normas, normas… demasiadas normas.
—¡Las normas están para algo! —le había dicho su abuelo en la primera de las crisis que se sucedieron durante aquellos años turbulentos—. No existen por capricho, existen para que las cosas funcionen bien. Para evitarnos problemas a todos.
—¡Es que hay demasiadas! —respondió ella.
—Semper, tú no eras así, nunca has sido así —le dijo su abuela, y al mirarla Semperviva vio que tenía los ojos llorosos y se sintió mal—. ¿Qué te pasa? ¿Qué problema tienes? Queremos ayudarte, solo queremos ayudarte, cariño.
—No, abuela, no pasa nada, solo es que… estoy un poco harta de tantas normas. ¡Quiero vivir mi vida!
—¿Pero no te gusta la vida que llevas? ¡Siempre te ha gustado! En el colegio siempre has sido la mejor, y si te esforzabas tanto era porque tú querías. Nunca hemos tenido que decirte que estudiaras.
—Y también tienes la meditación —añadió su abuelo.
—Voy a dejar la meditación. No sirve para nada. No quiero volver. En lugar de ir a la meditación, saldré con mis amigos.
Sus abuelos quedaron tan sorprendidos que durante un momento ninguno de los dos supo qué decir.
—No trates de convencerme de que son absurdas, nadie lo cree tanto como yo, pero la verdad es que estaban muy claramente especificadas en mi contrato. Y lo firmé. Me costó decidirme, pero lo firmé. Quise creer que en realidad no se aplicarían, pero lo he comentado por aquí y me han dicho que son muy estrictos en eso.
—A ver si adivino: lo has comentado con Hicetnunc.
—Sí. ¿Cómo lo has sabido?
—Te he leído el cerebro, claro. Es mi trabajo.
—¡Venga!
—Sé que os conocíais, me dijeron que sois amigos, por eso he supuesto que acudiste a él. Y… No te molestes por lo que voy a decirte, quiero serte sincero: desde que llegó me pareció un personaje… peculiar, por decirlo de alguna manera. Siempre está muy en guardia, muy a la defensiva.
—Bueno… eso puede tener su explicación.
A grandes rasgos relató cuál había sido su relación profesional con Hic y cómo había acabado.
—Esas cosas pasan —filosofó Sinequanon—. Hay que sobreponerse. Volviendo a las normas, yo siempre he pensado que no hay ningún riesgo en compartir información con tal de que no salga de aquí.
—Pienso igual, pero Hic me hizo creer que me meterían en la cárcel si hablaba demasiado.
—Bueno, yo llevo aquí más tiempo que él y me parece que exagera. He ido hablando con unos y con otros, con discreción, eso sí, y nunca he tenido problemas. Y nunca he visto que metieran a nadie en la cárcel.
—Siempre hay una primera vez —bromeó Bonafide.
—Conmigo no se atreverán. Tengo un Nobel.
—Pero nosotras no —respondió Bonafide.
—Todavía —aclaró Semperviva.
Los tres rieron. Luego, Sinequanon reanudó la conversación.
—Con respecto a Hicetnunc… no sé, puede que quieras justificarlo porque te sientes culpable por lo que pasó, pero… La verdad, yo procuro mantenerme alejado. He visto cosas que… no me gustan nada.
—¿Qué cosas?
—Semper, no queremos amargarte la vida, queremos ayudarte, ya te lo ha dicho tu abuela, pero hay cosas que no pueden tolerarse. Saltarse las clases no tiene justificación. Y menos irse con ese amigo que tienes ahora…
—¿Qué amigo? —saltó ella, indignada— ¿Qué dices? No me fui con ningún amigo. Me fui a pasear y a comprarme un helado porque me aburro en el cole. Casi todas las clases me aburren.
—Ese tal Carpediem. No nos quieras engañar. Sabemos que últimamente estás siempre con él, y él ha faltado también. Estabais juntos.
—¿Alguien nos ha visto? ¡Él falta muy a menudo! ¿No os han dicho eso, también? Él ha faltado y, mira, casualidad, a mí se me ha ocurrido ir a pasear y a tomarme un helado. Nadie nos ha visto. No hay pruebas. Lo que no se ha visto, no se puede saber si ha pasado. No me podéis acusar. No me podéis condenar, si nadie nos ha visto.
—Yo confío en ti, Semper —respondió su abuela—. Si dices que fue así, seguro que fue así. Pero no hiciste bien al faltar a clase sin decir nada a nadie.
Su abuelo se pasó la mano por la cara, desde la frente hasta la barbilla, y se dirigió a la abuela con voz cansada.
—¿No ves que nos está engañando? Ya oíste lo que dijo su tutor. Saben que estuvieron juntos. Que llevan tiempo juntos. Deberíamos haber intervenido antes.
—¿Intervenido? —saltó ella— ¿Queréis separarme de él? ¿No sabéis lo que pasa cuando se intenta separar una pareja? ¿No habéis visto ninguna película sobre eso?
—Una pareja… —repitió su abuelo, y miró a su mujer.
—Niña —dijo ella—, ese chico… no digo que en el fondo no sea buena persona, no lo conozco, pero… es muy distinto a ti. Es muy mal estudiante, lo han expulsado varias veces, incluso… nos han dicho que se droga. Tú tenías muy buenos amigos y amigas. ¿Por qué no vuelves con ellos?
—Porque ya no soy una niña y elijo lo que quiero hacer y con quién.
—Si lo digo ahora, no me creeréis —respondió Sinequanon—, pero lo cierto es que no me gusta hablar mal de la gente. Os expongo los hechos y vosotras sacáis conclusiones.
Explicó que su principal colaborador, Aleajacta, le había dejado recientemente para irse a trabajar con Hicetnunc. Lo que le sorprendió no fue que le abandonara. Eso se lo esperaba: llevaba tiempo diciéndole que la investigación que hacían allí estaba en un callejón sin salida y quería abrirse nuevos caminos. Además, era ambicioso y tenía talento, y seguramente no se resignaba a ser el número dos.
—¿Entonces? ¿Qué es lo que te parece raro? —preguntó Bonafide.
—¡Es neurólogo! ¿Qué futuro tiene un neurólogo, dedicado desde siempre a la neurociencia, en un proyecto de ingeniería física? ¿Cómo puede satisfacer su ambición, ahí? Era el número dos de un Nobel en un proyecto de neurociencia y ahora es el número… el que sea, en un proyecto de ingeniería física. ¿Dónde está la gracia?
—No puedo entender por qué nos has hecho esto, Semper —más que reproche, en la voz del abuelo había el desánimo más profundo. La abuela lloraba en silencio.
—¡Yo no os he hecho nada! ¡Es mi vida, no la vuestra! ¡La vivo yo, y la vivo como quiero!
Nada la pudo separar de Carpediem, ni ruegos, ni amenazas, ni castigos. El rendimiento académico cayó en picado, las advertencias del colegio se fueron sucediendo, las faltas eran cada vez más graves, hubo expulsiones temporales y, finalmente, la expulsión definitiva.
—Sexo y drogas a tu edad…
—La edad de vivir mi vida.
En una excursión escolar los habían sorprendido haciendo el amor en una habitación, con señales evidentes de haber consumido marihuana y cocaína. La normativa del centro era muy clara y los expulsaron a ambos. A ella, en atención a su expediente académico y a las súplicas de sus abuelos, le dieron la oportunidad de regresar al curso siguiente si en el nuevo centro tenía buena actitud y aprobaba el curso. Pero dejó todos los exámenes en blanco.
—Además —continuó Sinequanon hablando de Hicetnunc— cada vez parece más decantado hacia la seguridad. Aquí se hace investigación básica, pero también se investiga sobre defensa y seguridad, ya sabéis, y nosotros, los que hacemos investigación básica, nos mantenemos un poco al margen de los demás. A veces nos llaman “la aristocracia”, y, bueno, no les culpo, creo que nos gusta sentir que estamos un poco por encima de los otros. Con respecto al intercambio de información, por ejemplo: entiendo que en temas de seguridad esté controlado, pero a nosotros los “básicos”, que también nos llaman así, no nos debería preocupar tanto.
—Y resulta que Hic se aparta de la aristocracia y se acerca a los… sicarios —concluyó Semperviva.
—Veo que has captado por dónde voy. Y no solo eso. Sé que está metido en el comité de estrategia y seguridad, o como se llame. Al menos ha asistido a alguna reunión. No debería saberlo, pero aún mantengo buena relación con Aleajacta. Él también se ha vuelto hermético con respecto a su trabajo, solo me cuenta algunos chismes. En fin, me pregunto qué pinta un investigador en esas reuniones.
—¡Vaya con Hic, tan buen chico que parecía y ahora se desliza hacia el lado oscuro! —bromeó otra vez Bonafide.
—Bueno, solo sigue su camino, que quizá es diferente del nuestro. No hay que demonizarlo por eso —sentenció Semperviva.
De niña, cuando empezaba a amoldarse a la nueva vida que llevaba con sus abuelos y la inercia de esa nueva vida hacía que cada vez tuviera menos presente la ausencia de su padre, empezó a tener una pesadilla que se hizo recurrente: el demonio en el desierto. Había empezado a conocer la religión cristiana que practicaban sus abuelos y le impresionaban las imágenes de tentaciones y martirios. Le impresionaba sobre todo la figura del demonio, que no conseguía entender del todo. Un día cayó enferma y por la noche le subió mucho la fiebre. Se quedó dormida, y al cabo del rato despertó chillando: soñaba que iba caminando por el desierto, como el protagonista de una película que había visto esa tarde en la televisión, y de repente le cerraba el paso una serpiente enorme, que erguía su cabeza a una altura mayor que la suya. La amenazaba abriendo unas fauces descomunales llenas de dientes afilados, y hacía ondear a poca distancia de su cara una lengua bífida, húmeda y viscosa, que rezumaba veneno. Ella había adivinado que se trataba del demonio. En medio de la desolación del desierto, sin ningún lugar en el que esconderse, estaba totalmente a merced de aquella horrible criatura, del ser más malvado que pudiera existir, un monstruo carente de sentimientos, de compasión, de un mínimo rastro de bondad. Porque había percibido en ese momento lo que era el demonio: el mal puro y esencial. Y se veía enfrentada a él, cara a cara, y sola. La soledad absoluta frente al mal absoluto.
Chillaba sin parar, como si se hubiera vuelto loca. A sus abuelos les costó calmarla. Le dieron otra dosis de antipirético y luego su abuela se quedó con ella el resto de la noche. Al día siguiente se encontraba débil y triste. Se le cruzaba de tanto en tanto el recuerdo de aquel horror e intentaba combatirlo pensando en otra cosa o leyendo. Y lo conseguía, pero solo superficialmente: la idea seguía allí, viva en su mente, aunque ella no quisiera mirarla. Había descubierto una amenaza a la que siempre estaría expuesta: el encuentro repentino con el demonio era una posibilidad que podía concretarse en cualquier momento. Nunca estaría del todo a salvo.
En un par de días se curó y casi llegó a olvidar la pesadilla, pero al cabo de poco tiempo se repitió el mismo sueño. Chilló también y otra vez acudió su abuela a consolarla. Cuando se tranquilizó y se vio allí, en la cama, con la luz encendida y su abuela abrazándola, sintió vergüenza. Aquello era un sueño, solo un sueño, y no tenía por qué molestar a nadie por un sueño. No era solo un sueño, en realidad, porque la amenaza seguía presente; sabía que la percibiría latiendo junto a su corazón cada vez que pensara en ella. La irrupción inesperada del mal ante ella, cerrándole el paso, era una posibilidad que seguía sintiendo como real. Pero ese sentimiento era solo suyo, algo que los demás no podían ver. Lo único que podían ver los demás era que estaba durmiendo y había tenido una pesadilla, y las pesadillas no son algo real: son algo que se desvanece con la luz, como un fantasma. Lo otro, el sentimiento de amenaza, el pinchazo de terror que intentaba ignorar, era cosa suya, únicamente suya. Y cuando volvió a soñar con el demonio, ya no llamó a nadie. Se despertó paralizada, con el estómago encogido y los músculos agarrotados, y aunque no se veía capaz de estirar el brazo para encender la luz por miedo a que el demonio se lo arrancara, no pidió ayuda. Esperó y esperó hasta que poco a poco fue recobrando la confianza y pudo ir sacando el brazo con cuidado, moviéndolo muy despacio, y encendió la luz.
Durante varios años la pesadilla fue retornando con periodicidad irregular. Cambiaba el escenario, que era siempre el de una película o alguna imagen que había visto y le había provocado angustia, pero el demonio siempre estaba allí, siempre igual de malvado, siempre igual de pavoroso. Y ella se enfrentaba siempre sola a aquel horror. No se enfrentaba, en realidad, pues no había nada que pudiera hacer para oponerse a él, nada que pudiera impedir que él la destruyera en el momento que quisiera. Sabía que no tenía una mínima posibilidad de huir, y no lo intentaba. Se quedaba allí, inmóvil, sacudida por un temblor incontrolable, esperando que llegara el final. Porque en el fondo, muy en el fondo, intuía que aquello era el castigo merecido por una culpa extraordinaria, una culpa de la misma magnitud inabarcable que el mal que ahora venía a cobrarse la justa compensación.
—Mejor lo dejamos —continuó Semperviva—, me pone nerviosa hablar mal de las personas.
—Estoy de acuerdo —intervino Sinequanon—, rebobinemos. Pasaba por aquí y me he dicho: a ver si Semperviva y su gente han podido captar algo durante el último diálogo con las estrellas.
—Nada —respondió ella, tajante—. Nada en absoluto. Esta investigación también me pone nerviosa.
—Tomas demasiado café, ya te lo he dicho —siguió Bonafide en el mismo tono bromista—. Todo te pone nerviosa.
—Estamos investigando un fenómeno del que hay evidencias enormes, pero subjetivas, solo subjetivas —continuó Semperviva—. Nada que se pueda medir, nada que se pueda cuantificar. Podría ser todo un delirio colectivo.
—La TA no es un delirio colectivo —respondió Bonafide, hablando ahora en serio.
—Delirio es creer algo que no está sucediendo en realidad, y todos sabemos que la TA es real —remachó Sinequanon.
—¿Cómo lo sabemos? Es un fenómeno totalmente subjetivo. La única prueba de que es real es justamente que creemos que sucede. Es como si tú tienes una alucinación; por ejemplo: ves un oasis en medio del desierto. Yo te digo que es una alucinación, tú me respondes que puedes probar que es real, yo te pregunto qué prueba tienes y tú me respondes que la prueba es que lo estás viendo.
—No tenemos registros físicos, pero eso no significa que no sea real —volvió a responder Bonafide.
—Es un hecho objetivo —remachó Sinequanon—. La objetividad no se basa solo en registros físicos. También son objetivos los fenómenos de los que hay evidencia intersubjetiva. Repetida, regular, contrastada.
—Lo sé —respondió ella.
—Sé que lo sabes —respondió Sinequanon sonriendo.
«Los dos sabemos que lo dices solo para tranquilizarme —pensó ella—. Y te lo agradezco». Pero eso ya no lo dijo.
—Yo también me pasé al lado oscuro. Fue durante la adolescencia. Podría haber llevado la misma vida que tú. Tú y yo hubiéramos podido encontrarnos en aquella época; seguramente frecuentábamos ambientes parecidos. En realidad no pudo suceder, claro, porque tú eres más joven, pero me hubiera gustado.
Esa noche Semperviva se decidió y por fin estaba dejándolo ir todo, como si hubiera abierto la compuerta de un pantano interior. Ya no pensaba que se estaba expresando a través la TA; ya no se preocupaba por intentar contener las emociones. Ya no le importaba que Luxmundi pudiera percibirlas.
—Me sorprende saberlo. Lo del lado oscuro. ¿Cómo fue?
—Llegó un momento en que el esfuerzo por ser yo me resultaba agotador. No pude más y me abandoné. Me dejé arrastrar por… todo tipo de pulsiones.
—Te cansaste de ser la persona que querían que fueras. Lo entiendo.
—No, no fue exactamente eso. En aquella época lo veía así, me decía que ya había suficiente de ser una niña buena. De cumplir todas las obligaciones, todas las normas, de intentar hacerlo siempre todo bien. Recuerdo que oí la frase «Las niñas buenas van al cielo, las malas van a todas partes» y fue como una revelación. Me dije que quería ir a todas partes. Pero luego he entendido que no era exactamente eso. Fue puro y simple agotamiento. Lo que me agotaba no era ser una niña buena, sino ser yo.
Percibió que Luxmundi le insistía en que no la estaba entendiendo.
—Practiqué la meditación durante mucho tiempo, con mucha intensidad. Para mi padre era lo más importante, y empezó a enseñarme. Cuando murió, era todo lo que tenía de él y cuidé ese legado. Pero el tipo de meditación que él practicaba no era la habitual, no era el mindfulness que está tan extendido y que solo pretende mejorar el equilibrio emocional y el desarrollo intelectual. Mi padre practicaba la meditación basada en el Vedanta Advaita. Es la más antigua que se conoce, de origen hindú y vinculada a la religión brahmánica. Su objetivo no es propiamente el desarrollo personal, sino que se basa en una determinada concepción de la realidad, en una metafísica según la cual lo único que existe es una conciencia universal. Todos formamos parte de ella, pero no queremos enterarnos porque nos dedicamos a fortalecer nuestro yo individual a base de crearnos una serie de ilusiones sobre el mundo y a convencernos de que son reales. La meta última es la disolución del yo individual en la conciencia universal. Pero, paradójicamente, el camino para conseguirlo pasa por desarrollar al máximo la conciencia del yo. Pasa por darte cuenta de que, en realidad, todo lo que piensas, sientes, deseas, esperas, recuerdas, todo depende de tu yo, todo está producido por tu conciencia. Tú creas tu mundo, y cuando llegas a ser consciente de ello, ese mundo se desvanece, ves que no es real, que eres tú quien lo crea, y entonces el yo individual deja de cumplir su función y se desvanece también. Para conseguir que esto llegue a suceder tienes que percibir siempre el yo que hay detrás de cada idea, de cada emoción, de cada deseo. Llegué a ser muy buena en eso; aprendí a ver todo lo que sucedía desde una perspectiva impersonal, distanciada. Todo lo que sucedía fuera y también todo lo que sucedía dentro. Era como una espectadora de mi vida, pero una espectadora que tenía la posibilidad de intervenir y actuar.
—Me parece que no has cambiado mucho.
—Quizá no. Lo que es seguro es que hubo una discontinuidad: aquello se interrumpió. Fue bien durante un tiempo, mucho tiempo. Estaba acostumbrada y lo hacía sin esfuerzo. Pero cuando llegó la adolescencia, fue como si algo empezara a hervir dentro de mí y acabara explotando, como si me hubiera roto en fragmentos disociados y fuera incapaz de volver a unificarlos para seguir sintiéndome una persona. Recordaba a mi padre con cariño, pero al mismo tiempo empecé a pensar que era un ingenuo y que estaba equivocado, y que había querido embaucarme para que yo viviera de la misma forma absurda en que vivía él. Me satisfacía estudiar y aprender, pero a veces una voz interior me decía que me había dejado domesticar, que habían conseguido que obedeciera lo que me ordenaban y que además me gustara hacerlo. Y empecé a sentir algo nuevo, algo como una fuerza, como un fuego que me impulsaba hacia otras cosas, hacia cosas diferentes, desconocidas. No sabía muy hacia qué, solo que tenía que ser algo totalmente diferente. Me sentía como una antorcha que se consume inútilmente, apuntando al cielo, como implorando un objetivo al que alcanzar con sus llamaradas. Y encontré ese objetivo. Se concretó en un… un compañero de colegio, que curiosamente era opuesto a mí en todo.
—La atracción de los opuestos.
—Sí, quizás sí, porque todo en mi interior se había vuelto contradictorio. Y no conseguía recuperar el control sobre mí misma. Me decía “yo soy la hija que siente amor y admiración por su padre”, y después “yo soy la niña que al hacerse mayor se ha dado cuenta de que su padre era un ingenuo”; buscaba la manera de conjuntar esas dos visiones de mí misma y a veces la encontraba, pero otras veces una de las dos se me escapaba cuando me centraba en la otra. Y así con todo lo demás: obedecer a mis abuelos o rebelarme, estudiar o divertirme… dejarme quemar por el fuego en el que ardía al ver aquel chico o mirar hacia otro lado… Cada vez me costaba un esfuerzo mayor mantenerlo todo unificado, y llegó un momento en que hacerlo era insoportablemente agotador y me rendí, me dejé arrastrar por las fuerzas más intensas y procuré no pensar en todo lo demás que iba quedando arrinconado.
—Así que el lado oscuro fue tu primer amor. Otro habría dicho que encontró la luz…
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Hoy he publicado el capítulo 7: https://www.damian-arasa.com/7-prohibicion/