Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
5. La poetea
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(1)

—Al principio tenías mucho interés en saber por qué te elegí precisamente a ti. Tal vez la razón más importante fue tu capacidad para la poesía telepática. Ni siquiera sabía que existiera, esto de la poetea. Me pareció muy interesante.

—Interesante para tu investigación, supongo.

—Interesante desde cualquier punto de vista.

El local, un recinto más bien pequeño con paredes de ladrillo desnudo de las que colgaban algunos cuadros, disponía de varias mesas y sillas disparejas y una barra al fondo. Estaba bastante lleno. Todo el mundo conocía a Luxmundi; a ella la miraban con curiosidad no disimulada.

Se les acercó un muchacho muy joven. Entrecruzó la mano con Luxmundi sin decir una palabra y se dirigió a ella.

—Has venido, era verdad…

—Es Cumlaude, un loco de la física, los ordenadores y todo eso —aclaró Luxmundi—. Te considera una diosa.

Un poco confusa, ella aceptó la mano que le acercaba Cumlaude sin saber cuál era el gesto que se esperaba que hiciera a modo de saludo.

—Tu modelo es… increíble —dijo él.

—¿Lo conoces? ¿Eres estudiante o investigador?

—No, soy… aficionado. Hago cosas por mi cuenta. Me interesa mucho la computación cuántica, y desde que conocí tu modelo lo entiendo todo mejor. Estoy… estoy diseñando algunos algoritmos.

—¿Ah, sí?

—Vale, Cum —intervino Luxmundi—. Solo está aquí para asistir al recital. Y estamos a punto de empezar. Ayúdame con esta mesa.

Entre los dos llevaron la mesa hasta una de las paredes. Luxmundi se sentó sobre ella y cuando los asistentes lo advirtieron fueron sentándose también, muchos de ellos en el suelo, de manera que todos pudieran verle. Se hizo el silencio.

—Cuando esté listo levantaré la mano. Y ya sabéis, en ese momento tenéis que llamarme para comunicar conmigo y así podréis captar la poetea.

Cerró los ojos, se concentró, y al cabo de un par de minutos levantó la mano. Semperviva lo llamó mentalmente y cerró también los ojos. Y sintió algo, sintió que Luxmundi le estaba comunicando algo, pero no podía traducirlo en palabras. Primero lo percibió como una luz, luego, como unas tonalidades cromáticas que iban encadenándose unas con otras y una sensación como de satisfacción, como de placer.

—Me parece que ya noto algo —le había dicho a Carpediem aquella vez en el parque.

Era una especie de euforia que le producía todo lo que veía: el verde lustroso de las hojas de los árboles, el movimiento sincronizado de las ramas cuando soplaba un poco de viento, y unas nubes blancas, enormes, suspendidas en el cielo, a una altura exacta, precisa, sin desplomarse ni salir volando, sustentadas solo por el aire transparente. Se volvió hacia Carpediem y le sonrió. Y fue una sonrisa total; no fue solo que hiciera un gesto con la cara, fue que todo su cuerpo, su respiración, los latidos de su corazón, hasta las puntas de los dedos, sonrieron a Carpediem como nunca habían sonreído a nadie. Y él sonrió también, y no fue una sonrisa cansada, como otras veces, ni cínica, ni forzada. Fue la sonrisa más sincera del mundo, en la que también sonreía todo él, y todo él se fundía con la euforia de ella a través del reflejo de una sonrisa en la otra. Ella supo lo que él estaba sintiendo porque percibió que estaba sintiendo lo mismo que ella. No: no es que estuviera sintiendo una euforia igual que la suya, es que estaban sintiendo los dos la misma euforia. No era un sentimiento reflejado, era el mismo sentimiento, y solo podía existir en la medida en que los dos lo estaban sintiendo a la vez.

Él le pasó la mano por detrás de la cabeza y la atrajo con suavidad. Ella se fijó en los labios de él que se curvaban para dibujar la sonrisa en los grados precisos que formaban un arco perfecto, y percibió que componían una expresión de sinceridad, de entrega desinteresada, de verdad, de amor. La curvatura de aquellos labios se expresaba en silencio con más claridad que si estuvieran hablando, y en su mensaje no cabía el engaño ni el disimulo, y tampoco podía concebirse ninguna falsedad en la mirada resplandeciente que la acompañaba. La euforia indescriptible de haber descubierto por fin lo auténtico y lo esencial hizo que, sin intervención de la voluntad consciente, los labios de ella buscaran los de él y besaran con decisión. Aunque era la primera vez, no hubo titubeo ni inseguridad, sino la certeza de estar haciendo lo debido, lo único que correspondía hacer después de haber alcanzado aquella conexión extraordinaria.

Una transmisión directa de las emociones sin las limitaciones que comporta tener que expresarse con palabras: eso era lo que se suponía que hacía la poetea. Y eso era lo que ella estaba experimentando. La TA transmitía sin palabras, aunque en general los mensajes que se recibían se traducían directamente a palabras de forma automática, pero en este caso Semperviva no hubiera sabido qué palabras utilizar para la traducción. Y lo que es más importante: no sentía el menor deseo ni la menor necesidad de hacerlo. Eran emociones desconectadas de las palabras. Y a medida que avanzaba la sesión, iba prescindiendo también de aquellas representaciones mentales que se formaba al principio, de las formas, colores, sonidos que de entrada había compuesto al recibir el mensaje de Luxmundi. Aquellas representaciones, que le recordaban a la lámina que había visto en el piso de él el primer día en que lo llevó a casa, aparecían espontáneamente y eran como una buena compañía de las emociones que suscitaba la poetea, pero eran también algo accesorio, como un reflejo o un eco, solo eso; era perfectamente posible concentrarse en sentir de forma inmediata la emoción e ignorar cualquier impulso de representarla.

Percibía también que Luxmundi se estaba abriendo a los participantes de una manera mucho más directa, más sincera, que a través de cualquier otra forma de expresión artística: poesía, pintura, música… Aquello no era una ficción, no era una representación, no era algo que hubiera que interpretar. Era directo y auténtico. Alguien puede representar algo que no siente, como cualquiera puede decir una mentira o engañar de diversas maneras sobre sus verdaderos sentimientos, pero no le parecía posible que Luxmundi les estuviera transmitiendo todo aquello si él mismo no lo estaba sintiendo realmente. Aquel hondo desamparo en el que llegaba a hundirse y a hundirlos a todos en algún momento, y que luego contrapunteaba con una esperanza ligera, como una nube que se desplaza sobre el cielo azul o como el vuelo de una mariposa, aquel flujo de emociones indescriptibles que emanaba de él y les inundaba por completo, todo aquello no podía fingirlo Luxmundi. Podía compararse, en todo caso, a un actor que sobre el escenario llora con lágrimas auténticas, líquidas y saladas, la tragedia que le sucede al personaje que interpreta. Es cierto que la tragedia no la está sufriendo él, pero consigue fundirse con su personaje hasta el punto de que siente lo que sentiría si le sucediera lo que sucede a su personaje en la ficción y, por tanto, el sufrimiento es auténtico.

—¡Oh, Carpe…!

Aquel beso eterno había acabado al final, y al separarse lo suficiente como para poder verle la cara, y al ver otra vez la luz de la mirada y la curvatura encantadora de los labios, humedecidos ahora por la saliva de ambos, sintió una dicha y una ternura tan extraordinarias que se puso a llorar sin darse cuenta, como si los ojos hubieran querido contribuir a su manera a la celebración de la felicidad.

En ningún momento se le pasó por la mente a Semperviva que aquello que estaba sintiendo no era del todo real, sino que estaba inducido por la sustancia que le había dado Carpediem. Ahora, desde el futuro, lo sabía, sabía que en aquel momento sus neurotransmisores estaban alterados artificialmente y que, en consecuencia, distorsionaban la interpretación de lo que percibía, pero lo sabía intelectualmente, como se sabe el resultado de una operación aritmética. No lo sentía íntimamente, y en la periferia de sus pensamientos subsistía una reserva a esa conclusión racional. Lo que sintió lo sintió de verdad, fuera cual fuera la causa. Aquella conexión total, aquella identificación con Carpediem en la que se borraban las fronteras entre lo interior y lo exterior, en la que se disolvían los límites entre tú y yo, la sintió realmente, la había experimentado, sabía lo que era, sabía que existía, que era posible.  Qué más daba qué factores hubieran ayudado a desencadenarla. Cuando un astrónomo descubre una nueva estrella mirando a través de un telescopio, no desprecia lo que ve porque lo esté viendo a través de un instrumento artificial. Lo acepta porque lo está viendo, y se siente afortunado por disponer de aquel instrumento que le permite conocer aspectos del universo que sin él le serían inaccesibles. ¿Qué más daba si alguna sustancia había favorecido aquellas experiencias? Lo esencial es que habían sido reales, y ella fingía que no. «Los científicos miran la noche estrellada y hacen como si no fuera bella, como si eso no fuera importante», le había dicho su padre de niña, en la terraza. Y eso es lo que estaba haciendo ella, eso es lo que había estado haciendo desde hacía muchos años: simular que no habían sucedido cosas que habían sucedido, hacer como si no fueran importantes. Hacer como si no hubiera visto entreabierta la puerta a otra realidad que la ciencia no conocía ni quería conocer, pero que ella había atisbado en algún momento y a la que después había dado la espalda para refugiarse en la pretendida certeza objetiva del conocimiento científico.

Al reparar en que aquellas emociones no flotaban en el espacio como globos de colores sino que eran las emociones de una persona, Semperviva empezó a sentir a Luxmundi a través de ellas. Aquellas emociones eran de Luxmundi, y al sentirlas estaba sintiendo lo que él sentía, y al sentir lo que él sentía estaba sintiendo lo que se sentía siendo Luxmundi. Y percibió, o imaginó, algo así como una puerta que se abría a un vasto espacio de luces y sombras lleno de formas y colores, otra vez como la lámina que colgaba de la pared del piso de él, y se sobresaltó, y se detuvo. Sintió miedo. Podía haber intentado entrar, pero hubiera sido violar una intimidad ajena, como si sus pasos pudieran lastimar los elementos que componían un recinto que no estaba hecho para que alguien caminara por él. Se detuvo y miró, sin entrar. Pero tampoco pudo sostener la mirada. Porque aquel mundo interior de Luxmundi la llamaba, la atraía con una fuerza irresistible, y sintió pánico al pensar que, si entraba, quedaría atrapada, absorbida, integrada en él, y perdería su identidad, dejaría de ser quien era, se fundiría totalmente y dejaría de ser alguien. El vértigo ante el abismo, el pánico ante la nada: el horror de verse a un paso de la anulación y el espanto de percibir que deseaba dar ese paso.

Esa noche, más o menos a la hora acordada, percibió la llamada de Luxmundi.

—¿Quieres seguir adelante? —entendió que le decía.

Su participación junto a él en el último diálogo con las estrellas y, sobre todo, la experiencia de la poetea, le había renovado el interés por la TA. Ahora ya no era un interés únicamente científico, sino que también era personal. Y había entendido que la prevención que hasta entonces había tenido con respecto a ella se basaba en un temor absurdo, irracional: era como si pensara que a través de la comunicación telepática alguien podría llegar a escrutar su interior y descubrir cosas que no quería que fueran descubiertas. Ahora se había propuesto superar ese temor irracional, pero la decisión de hacerlo tenía también algo de irracional, porque era como una especie de huida hacia delante. Más que convencerse de que no existía el riesgo de que alguien espiara su mente, lo que había cambiado es que ahora estaba dispuesta a asumir ese riesgo. “¿No crees que valdría la pena dejar todo lo demás y concentrarte solo en conseguirlo?” —seguía oyendo la voz de su padre. Consecuente con esta nueva actitud, había acordado con Luxmundi que cada noche se comunicarían para que ella se acostumbrara a usar la TA y adquiriera soltura. Incluso había sugerido la posibilidad de iniciarse en la poetea, que la había dejado fascinada.

Respondió enseguida: sí, por supuesto que sí, y le pidió que eligiera un tema de conversación.

—Háblame de ti —transmitió él inmediatamente—. Cuéntame tu vida.

—¿Por qué habría de hacerlo? —respondió ella tras dudar un momento. Y sintió que el pulso se le aceleraba. Se preguntó si él sería capaz de percibir en su respuesta la emoción que le había provocado la idea de abrirse de esa manera. Estaba acostumbrada a disimular las emociones cuando hablaba, como todos, a controlar el tono de voz para no revelar lo que sentía cuando no le interesaba hacerlo, que en su caso era casi siempre, pero no sabía hacer algo parecido cuando se comunicaba mediante la TA. Ni siquiera sabía si la persona que captaba sus mensajes podía percibir también el estado de ánimo en el que habían surgido. Si eso era posible, Luxmundi, que tenía una maestría extraordinaria en ese tipo de comunicación, podría hacerlo: percibiría sus emociones como si las tuviera delante y pudiera verlas y tocarlas.

Él respondió que una razón para que hablara de sí misma podría ser equilibrar las cosas, porque ella lo sabía todo sobre él. Además, era ella la que debía practicar.

A medida que iba recibiendo los mensajes, ella los examinaba con atención, intentando descubrir si los acompañaba algún rastro emocional. Y le parecía percibir algo, sí, una sensación amable, algo que podría ser equivalente a un tono de voz afectuoso, pero que no pasaba de ser un acompañamiento superficial. Aunque quizá solo lo imaginaba, quizá solo evocaba el tono de voz con el que Luxmundi le hablaba habitualmente.

—No hay nada que equilibrar. No conozco tu vida. Conozco tu currículum. Y no es lo mismo —respondió ella.

Había intentado utilizar un tono neutral, oficial, pero se notaba insegura: temía haber sido demasiado seca.

Él argumentó que ella conocía mucho más que su currículum: informes de asistentes sociales, de supervisores de libertad vigilada, informes psicotécnicos, psiquiátricos, policiales, sentencias judiciales. Y añadió que no hacía falta que le revelara ningún secreto, si no quería: solo que le hablara de su infancia, de su familia, de ese tipo de cosas. Le instó a que le viera como un profesor de idiomas que le pedía que se lanzara a hablar y que no tenía interés en las cosas concretas que pudiera decir: lo único que pretendía era que practicara. Ella accedió al fin, pero puso una condición.

—Tú también tendrás que contarme tu vida. No la historia oficial, sino tu propia verdad, lo que te hizo hacer lo que hiciste, lo que te ha hecho ser quien eres.

—Entiendo. Quieres saber cómo me pasé al lado oscuro.

Ella protestó: lo que le pedía era que aquello no fuera un monólogo suyo, sino una conversación sobre temas personales.

—Vale, solo bromeaba. Acepto, claro. Empiezas tú y continúo yo.

—No. Empezaremos mañana. Hoy ya estoy cansada.

A un paso de lanzarse. A un paso de retroceder.

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