El determinismo: algunas matizaciones
El determinismo es la postura que afirma que la libertad es imposible, puesto que todo sucede necesariamente de acuerdo con ciertas leyes, como pueden ser las leyes físicas. Me centraré en este tipo de determinismo, el físico, porque parece tener un buen fundamento y es el más radical: nada de lo que decidimos lo decidimos libremente; es absolutamente imposible, puesto que no podemos escapar a la tiranía de las leyes físicas. Mi sensación de libertad sería ilusoria: yo creo que decido libremente, pero en realidad lo que sucede en mi cerebro cuando tomo una decisión estaba rigurosamente determinado por lo que sucedía en el instante anterior. Los átomos y moléculas de mi cerebro no tienen libertad, como no la tiene la bola de billar una vez la he golpeado. Forzosamente, sus interacciones son las que han de ser y acaban provocando que yo tome una decisión u otra. Mi sensación de haberla tomado libremente no puede ser cierta.
El principal apoyo del determinismo es que parece una consecuencia necesaria e irrebatible del principio de que la realidad física funciona de acuerdo con leyes necesarias. Este principio es esencial para la ciencia y, más aún, es la guía fundamental de nuestro comportamiento: actuamos siempre con la certeza de que las leyes que conocemos sobre el funcionamiento del mundo seguirán cumpliéndose. El determinismo parece inexorable.
Ciertamente, si hablamos de la realidad física, el determinismo parece tener fundamentos inobjetables. Pero solo lo parece, porque pueden hacerse como mínimo un par de matizaciones. La primera es que la existencia del azar “absoluto” es admitida por la física. Según la mecánica cuántica, en ciertos aspectos del comportamiento de las partículas elementales hay una aleatoriedad absoluta, como ejemplifica el conocido experimento mental del gato de Schrödinger: su vida depende de un proceso físico totalmente aleatorio. Contra esta idea puede afirmarse que, aunque el azar pueda existir en algunos fenómenos que suceden el nivel de las partículas elementales, esta aleatoriedad desaparece cuando pasamos al nivel macroscópico, al de las cosas compuestas por esas mismas partículas. En un electrón hay aleatoriedad; en una bola de billar, no. Pero esta objeción no es totalmente concluyente si hablamos de seres humanos, puesto que, si pensamos que las decisiones conscientes se basan, en última instancia, en fenómenos neuronales que no conocemos con precisión, muy bien pudiera ser que en algún punto de la cadena de interacciones entre las neuronas que acaba desencadenando una decisión haya sucesos aleatorios, como en el mecanismo responsable de la vida o la muerte del gato de Schrödinger. En nuestro proceso de decisión podría haber rupturas del determinismo.
La segunda matización se refiere al concepto mismo de determinación. La inevitabilidad de las leyes físicas podría conducir a un universo de comportamiento estrictamente determinista: un hipotético demonio de Laplace que conociera todas las leyes físicas y el estado de todas las partículas del universo podría calcular, si dispusiera de una capacidad de cálculo inagotable, todos los sucesivos estados del universo en su conjunto y de cada uno de sus componentes. Pues bien, aún si esto fuera cierto, el estado de cada uno de esos componentes del universo (por ejemplo, una persona) no estaría determinado desde su propio punto de vista. Ese componente (esa persona) no es un sistema aislado, sino que está en interacción continua con un enorme conjunto de otros elementos: desde la radiación cósmica hasta la persona que tiene al lado. Todas esas interacciones se verifican de acuerdo con leyes físicas, pero, desde su punto de vista, muchas de ellas son aleatorias. Como consecuencia de ello, si quiere tomar una decisión conscientemente aleatoria, no tiene ningún problema para hacerlo. Por ejemplo, lanza una moneda. El comportamiento de la moneda estará estrictamente determinado por las leyes físicas, pero, desde el punto de vista de la persona que la lanza, es aleatorio. Por tanto, el determinismo universal no es contradictorio con la indeterminación individual. Tal vez en el desencadenamiento de las acciones humanas intervienen factores que son aleatorios en relación con el sistema físico que constituye una persona y sus interacciones inmediatas. Por ejemplo: si las variaciones en la radiación cósmica tuvieran un efecto sobre el comportamiento de las neuronas cerebrales, el funcionamiento del cerebro considerado como un sistema físico estaría afectado por un factor de aleatoriedad. Aleatoriedad relativa, podría decirse, pero aleatoriedad.
Prueba y error
Combatir el determinismo con aleatoriedad no parece una buena estrategia si hablamos del comportamiento humano. Tenemos la percepción de que decidimos libremente, es decir, sin que nuestra decisión nos venga impuesta por ninguna fuerza necesaria (aunque, eso sí, condicionados por una enorme cantidad de factores). No es una percepción de que decidimos al azar. Al contrario: es la percepción de que es nuestra voluntad soberana la que decide. Nuestra voluntad actúa como causa de nuestras acciones. Eso parece imposible desde el punto de vista físico, y tampoco queda explicado por el hecho de que en la cadena de interacciones físicas se cuele la aleatoriedad. Sin embargo, creo que la existencia de una cierta aleatoriedad, sea cuántica o meramente relativa, no solo permite explicar las decisiones conscientes de los humanos, sino que es condición necesaria para el surgimiento de formas de vida de una cierta complejidad.
El mecanismo básico de la evolución de las especies es la prueba y error. Este mecanismo comporta, a nivel de especie, que sobrevivan las variaciones que acarrean ventajas adaptativas y desaparezcan las que comportan desventajas. Pero es también el mecanismo básico del aprendizaje a nivel individual: el animal va probando, y las pruebas exitosas consolidan los comportamientos correspondientes mientras que las fracasadas los extinguen. Pues bien: la prueba y error empieza con una prueba, y ese es un suceso intrínsecamente aleatorio. No es necesario que sea absolutamente aleatorio; basta con que sea relativamente aleatorio con respecto al sistema afectado. Pero, desde el punto de vista de ese sistema, no es un suceso determinista: si lo fuera, la prueba no sería una prueba. Desde el punto de vista de ese sistema, existe más de una posibilidad y se elige una y no otra. La evolución no sería posible si no existiera esa indeterminación. Si cada individuo de cada especie se desarrollara siempre de acuerdo con su programación genética, siempre seguirían siendo todos iguales. Pero lo cierto es que en algún momento sucede algo que no estaba previsto y desencadena el cambio. Tal vez podría decirse que, desde el punto de vista del determinismo universal, ese suceso (que puede ser una mutación genética) estaba previsto, pues es la consecuencia necesaria de ciertos fenómenos físicos, como podría ser la radiación cósmica, pero desde punto de vista del sistema afectado, ha sucedido de forma inesperada.
Vayamos ahora al aprendizaje por prueba y error. Nuevamente, si hay prueba tiene que haber indeterminación, aunque solo sea relativa al individuo afectado. El caso es que ese individuo tiene que verse enfrentado a una situación ante la que no está rígidamente determinado para actuar de una manera o de otra, es decir, no existe ninguna conducta que pueda realizar físicamente que sea consecuencia necesaria de la situación en la que se encuentra, y lo que hace es probar una de las posibles. Nuevamente, si todos los individuos actuaran siempre siendo estrictamente fieles a sus mecanismos deterministas, no habría prueba: todos harían siempre lo mismo en la misma situación. En algún sentido, sus mecanismos de comportaminto no son del todo deterministas: eso es esencial para el aprendizaje. Si ha habido un aprendizaje es porque, antes de que se produjera ese aprendizaje, no existía una respuesta adecuada a una determinada situación. Se prueba una, se comprueba que tiene éxito, y se incorpora al repertorio de respuestas. El aprendizaje requiere indeterminación, y su objetivo es justamente reducirla o incluso eliminarla.
Así pues, algunos animales llevan a cabo algunas veces conductas que no están estrictamente determinadas. Tienen que elegir y eligen al azar. En defensa del determinismo aún podría decirse que su elección no está determinada desde su punto de vista, pero sí lo está desde el punto de vista del determinismo universal: el demonio de Laplace podría haber previsto que ese rayo cósmico incidiría en ese momento preciso en el punto preciso del cuerpo del animal y desencadenaría que eligiera precisamente esa respuesta y no otra. Pero eso es, por una parte, especulativo, puesto que queda abierta la posibilidad de que el desencadenante de la conducta del animal sea un suceso genuinamente indeterminista, algo que sucede a nivel cuántico en su cerebro. Si fuera así, no sería solo que un instante antes de decidir el animal no supiera qué decisión iba a tomar: es que el universo tampoco lo sabía. Y por otra parte es irrelevante: se requería una decisión aleatoria y se ha tomado una decisión aleatoria. Igual que sucede con el lanzamiento de una moneda o la bola de una ruleta, el suceso ha sido aleatorio a todos los efectos pertinentes. Si se quiere describir la situación a nivel cósmico, habría que tener en cuenta la existencia del indeterminismo cuántico y la inmensa complejidad de los fenómenos físicos que se desencadenarán como consecuencia de que el animal adopte una u otra decisión. A la vista de todo eso, también podríamos decir que el universo está haciendo un experimento para ver lo que pasa.
Hay que pensar, por tanto, que un animal está programado para responder de una manera determinista ante una cierta variedad de situaciones, pero que ante otras pone en marcha un mecanismo aleatorio de decisión. Ante algunas situaciones para las que no tiene prevista una respuesta, actúa en vez de no hacer nada, y si queremos describir esa conducta en términos deterministas, habría que decir que ante esas situaciones su programación lo determina a lanzar una moneda y hacer una cosa u otra en función del resultado.
Previsiones, deducciones y suposiciones
Pero azar no es libertad. Cuando el animal lanza imaginariamente la moneda no está decidiendo libremente, siendo poniendo la decisión en manos del azar. Lo único que hemos visto hasta ahora es que el azar rompe el determinismo y hace posible el aprendizaje. Estamos aún lejos de la conciencia de decidir libremente que tenemos los humanos: uno percibe que no es el azar quien decide, sino él mismo. Para seguir avanzando, hay que ascender por el proceso evolutivo saltando los escalones que hagan falta hasta llegar al punto en el que el proceso de ensayo y error se ha virtualizado. Los humanos tenemos una representación mental del mundo y de la parte de su funcionamiento que conocemos, y tenemos también acceso a un repertorio de experiencias pasadas almacenados en la memoria. Cuando hemos de decidir, lo primero que hacemos es manipular la representación mental de la parte de mundo que tenemos ante nosotros, ensayar posibles decisiones y, basándonos en lo que sabemos y en experiencias anteriores que resultan pertinentes, valorar cada uno de los posibles cursos de acción. Si, como resultado de esa valoración, hay uno que es claramente más prometedor que los demás, lo elegimos. Si no, refinamos más la valoración, profundizamos más en las consecuencias de las consecuencias, y, en última instancia, si de todo eso no sale una opción clara, lanzamos una moneda.
Lo primero que hay que decir con respecto a este proceso es que hay en él más indeterminación que en el caso del simple ensayo y error del animal. Nuestro conocimiento del funcionamiento del mundo es imperfecto, y mucho más el del funcionamiento de las personas, que muy a menudo forman parte de la situación ante la que hemos de tomar una decisión. Cuando nos representamos mentalmente las consecuencias de los posibles cursos de acción, aparecen incertidumbres sobre lo que pasará que hemos de superar mediante suposiciones, y cada suposición es una especie de lanzamiento de moneda. Muy a menudo la moneda está un poco trucada, porque, aunque no sabemos con certeza, podemos valorar posibilidades y dar más peso a unas que a otras. Pero, en tanto que no tenemos seguridades, somos conscientes de que nuestras decisiones tienen algo de aleatoriedad. El caso extremo sería una partida de naipes. Por muy bueno que sea el jugador, tiene ante sí una gran cantidad de incertidumbres y, al final, ha de lanzar una moneda imaginaria para decidir qué carta poner sobre la mesa.
Pero, aun teniendo esto en cuenta, la descripción del proceso no acaba de encajar con nuestra percepción de decidir libremente. El jugador tiene que reconocer que al final ha lanzado una moneda, pero también dirá que previamente ha trucado la moneda de la forma que él ha creído mejor y que, llegado el momento, ha decidido libremente lanzar la moneda porque ha valorado libremente que los datos que tenía no le permitían deducir cuál era la decisión segura. ¿A qué se debe esa percepción de decidir libremente? Deducción más azar da como resultado decisiones con algún grado de imprevisibilidad, pero no decisiones libres. Para que aparezca la conciencia de decidir libremente hace falta que entre en juego la conciencia propiamente dicha.
La conciencia juega y gana
En la representación mental del mundo que nos hacemos los humanos y que, en el momento de decidir, hacemos evolucionar para prever cuál sería el resultado de las diversas decisiones posibles, entra también el propio sujeto que decide. No solo tiene en cuenta cómo evolucionará el mundo en función de cada una de sus posibles acciones, sino también como evolucionará él mismo, porque este dato también es importante para decidir. Y no solo cómo evolucionará él mismo en el sentido de si sentirá placer o dolor, sino también en el sentido de que se verá enfrentado a otras situaciones ante las que, nuevamente, tendrá que decidir, y debe prever también la decisión que tomará cuando llegue a esta situación, teniendo en cuenta las consecuencias que las decisiones anteriores han tenido sobre él mismo. Este verse a sí mismo es la conciencia, e incrementa exponencialmente la potencia predictiva de los seres que la poseen. Y es el fundamento de la percepción de que tomamos decisiones libres: no solo decidimos, sino que nos damos cuenta de que lo estamos haciendo.
Azar no es libertad, pero sí es ausencia de determinación, y la ausencia de determinación es necesaria para que pueda haber libertad. Un animal que prueba una conducta al azar no es libre en el sentido en que nos sentimos libres los humanos, pero es libre en sentido cósmico: su conducta era imprevisible. Si él tuviera conciencia de esa indeterminación, se sentiría libre. Eso es lo que nos pasa a los humanos: percibimos la imprevisibilidad y nos sentimos libres, porque, aunque al final nuestra decisión esté motivada por razones poderosas o por el azar, somos conscientes de que esa decisión no existía hasta que, por un motivo u otro, la hemos tomado. Y no es que la sensación de libertad sea un añadido, un efecto secundario del proceso de tomar la decisión, sino que esa sensación es necesaria para que decidamos poniendo en juego todos lo recursos de que disponemos. Si no tuviéramos la conciencia de que nada está decidido hasta que decidimos, no haríamos el esfuerzo de vernos a nosotros decidiendo. Y si todo estuviera decidido antes de que decidiéramos, no llevaríamos a cabo todo el complejo proceso de evaluación y trucaje de monedas. Podríamos decir que la naturaleza nos hace libres para hacernos eficientes.
La sensación de que nos enfrentamos a una situación para la que no hay una decisión clara es el disparador que activa la conciencia y pone en marcha el proceso de decisión consciente. Porque muchas de nuestras acciones las ejecutamos de manera automática. El proceso evolutivo ha creado una gran cantidad de automatismos, y nuestro aprendizaje individual va creando muchos otros: cuando uno ha aprendido a ir en bicicleta, ya no necesita pensar en lo que hace. Solo cuando percibimos que no hay respuesta prevista, cuando nuestro sistema automático no sabe qué hacer, se activa la decisión consciente. Así pues, la libertad de decidir no solo es posible y puede ser entendida, sino que es un componente esencial del éxito que somos capaces de alcanzar en nuestro comportamiento.
Un determinista recalcitrante podría seguir insistiendo en que todo el proceso es determinista. Todo lo que sucede en nuestra mente, la percepción de que nos encontramos en una situación para la que no hay respuesta automática, la actividad consciente de valorar las diversas opciones de acuerdo con los criterios que nos parezcan adecuados, y la decisión final, tiene que suceder en nuestras neuronas, y nuestras neuronas actúan de acuerdo con las leyes naturales. Pero tendría que aceptar que la ocurrencia de sucesos aleatorios, sea esa aleatoriedad absoluta o relativa, es parte esencial del proceso. A continuación, podría acantonarse en la aleatoriedad relativa y razonar que los sucesos que parecen aleatorios solo lo son en apariencia, puesto que la percepción de que son aleatorios se debe solo al desconocimiento de sus auténticas causas: el demonio de Laplace podría calcular la decisión que acabaremos tomando. Y aquí parece que hemos llegado a un punto muerto. El determinismo requeriría para ser cierto que toda la aleatoriedad que se produce en los procesos mentales sea una aleatoriedad relativa, y el libre albedrío existiría solo si esa aleatoriedad fuera absoluta. La verdad definitiva quedaría pendiente de que pueda conocerse cuál de las dos posibilidades es la real.
La necesidad de decidir libremente
Lo cierto es que la naturaleza ha producido un mecanismo extraordinariamente eficaz (y extraordinariamente complejo) de adaptación al entorno: la mente humana. Una parte esencial de ese mecanismo es la percepción de que, a veces, nos enfrentamos a situaciones ante las que no tenemos prevista una respuesta. Otra parte esencial es nuestra capacidad de analizar las diferentes opciones y acabar tomando la decisión que consideramos más apropiada. Otra parte esencial es la percepción de que, si no hay obstáculos externos, nuestra decisión tiene consecuencias. Si faltara alguna de estas partes, la mente perdería su eficacia: si no fuera consciente de un problema, no intentaría solucionarlo; si no entendiera que es probable que pueda solucionarlo, tampoco; si no confiara en que la solución puede llegar a ponerse en práctica, tampoco. Y al final, es la acción del sujeto la que resuelve el problema: la fuga en el desagüe de la cocina no se ha arreglado sola.
Si se acepta todo esto y se sigue manteniendo que el funcionamiento de la mente es determinista porque toda la indeterminación que puede encontrarse en ella se debe a una aleatoriedad relativa, yo calificaría esa postura como determinismo inofensivo, porque no niega el derecho a creernos dotados de libre albedrío. Solo niega que, cuando lanzamos una moneda para decidir, el resultado no pueda ser previsto por el demonio de Laplace. Pero en nuestra creencia de que, pese a todo, decidimos libremente, tenemos un aliado imposible de vencer: la naturaleza, que es la responsable de haber creado la mente. Porque el libre albedrío es el recurso que ha encontrado la naturaleza para hacer posible que nuestra mente funcione de una manera tan extraordinariamente eficaz. Dicho de otra manera: la ignorancia que tenemos (todos menos, quizá, el demonio de Laplace) con respecto a las causas físicas que determinan el resultado del lanzamiento de la moneda, es una ignorancia “buscada” por la naturaleza; es una ignorancia eficaz. Podríamos decir que es la propia naturaleza la que cierra los ojos para no ver las causas reales del resultado: en lugar de dotarnos, poco a poco y a nivel de especie, de respuestas eficaces ante todas las situaciones en que nos podamos encontrar (que son imposibles de prever excepto, quizá, para el demonio de Laplace), nos ha dotado de la capacidad de aprender individualmente a base de prueba y error, lo cual (quizá) requiere taparse los ojos para que lo que debe ser aleatorio pueda ser aleatorio. Esa capacidad nos permite intentar adaptarnos a cualquier situación que podamos encontrar, aunque sea del todo imprevisible. Y, al virtualizar mentalmente el proceso, al hacer pruebas mentales y anticipar sus resultados, advertimos que hay diversas opciones, y cuando decidimos una, somos conscientes de que había otras decisiones posibles.
Eso es el libre albedrío. No es engaño o ilusión, sino el recurso que ha encontrado la naturaleza para maximizar la eficacia de nuestra conducta. El indeterminismo no solo es posible, sino que es necesario para conseguir esa eficacia.
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