Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
4. Diálogo con las estrellas
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(1)

—“Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueñas en tu filosofía” —recitó Luxmundi.

—Conozco la frase. Es de un autor clásico, ¿no? —respondió Semperviva.

—Sí, de Shakespeare. La dice Hamlet.

—Pues vamos a ver si tenía razón.

Era paradójico que Semperviva, la persona que lideraba la que sin duda era la investigación más importante sobre la naturaleza de la TA a nivel mundial, fuera ella misma tan reticente a utilizarla. Pensarlo le provocaba cierta incomodidad, y no porque viera una contradicción entre su ocupación profesional y sus inclinaciones personales, que no importaban a nadie, sino porque era evidente que la razón por la que casi nunca utilizaba la TA era que no tenía nadie con quien comunicarse. La gente se comunicaba con sus amigos, con sus amantes, los padres con los hijos, los maridos con las mujeres, y ella no tenía padres, ni hijos, ni marido, ni amante, ni amigos. Alguna vez se comunicaba con Bonafide, pero solo para algún asunto urgente, y solo después de intentar localizarla por teléfono. Ni siquiera solía llevar colocados los DCT, y así era imposible que se enterase si alguien intentaba comunicar con ella, y así la telepatía nunca llegaba a formar parte de su cotidianeidad. Por esa razón, por la poca experiencia personal que tenía con el fenómeno que estaba investigando, dejaba que fuera Luxmundi el que, en esta ocasión, la orientara a ella. También podría haber sido Bonafide, pero habían decidido que su colaboradora principal se encargaría de supervisar el complejo dispositivo que habían preparado para intentar captar alguna señal cuando se produjera el gran acontecimiento. Si es que llegaba a producirse.

Así pues, Luxmundi y ella estaban sentados uno al lado del otro, los dos con gran cantidad de sensores adheridos a su cuerpo, esperando que llegara el momento en el que había de producirse el segundo, o tercer, según algunos, “Diálogo con las estrellas”. El primer intento no había contado con una participación masiva, aunque en realidad era imposible determinar una cifra ni siquiera aproximada, porque la convocatoria no tuvo mucha repercusión y la mayor parte de los que la conocieron la percibieron como el show promocional de un grupo de comunicación. En consecuencia, casi nadie se creyó que realmente hubiera habido una respuesta, como decían muchos de los supuestos participantes y como difundían incansablemente los organizadores. La mayoría de la opinión pública tomó todo el asunto como una broma, como una especie de confabulación entre algunos para reírse de la credulidad de los demás. Pero también es cierto que hubo personajes públicos de indiscutible fiabilidad, entre ellos algún científico reputado, que afirmaron haber participado y haber percibido, aunque de manera débil y confusa, que al saludo que la humanidad estaba convocada a enviar al espacio a través de la TA, alguien había respondido con otro saludo.

En cualquier caso, la repercusión de este primer intento y la curiosidad que despertó provocaron que en la segunda convocatoria la participación fuera realmente masiva. También era difícil cuantificarla de manera fiable, pero diversos institutos demoscópicos estimaban que fueron decenas de millones de personas, quizá centenares. Y en este caso no podía dudarse de que hubo una respuesta. Unánimemente, los participantes aseguraban haberla percibido. Semperviva no había participado, pero tenía que creer lo que todos decían, porque Bonafide y muchas otras personas en las que confiaba habían tomado parte y su testimonio coincidía. Cuando tuvo lugar aquel segundo intento, ella todavía no estaba vinculada de ninguna manera a la TA ni se imaginaba que llegaría a estarlo. A los pocos días fue invitada a reunirse con el director del Consorcio, recibió su propuesta, la aceptó, y ahora participaba desde allí en el nuevo intento.

—Espero hacerlo bien —dijo, dirigiéndose a Luxmundi y sonriendo con un cierto nerviosismo—. Para comunicar con una persona, pienso en ella y la llamo, pero ahora…

—Piensa en las estrellas —respondió él—. Quieres comunicar con alguien que está en las estrellas.

—Sí, ya lo sé, ya conozco la teoría, pero no sé si seré capaz de fingir que quiero hablar con alguien que no es una persona, como hace esa gente que habla a sus plantas.

—Acuérdate de Hamlet, piensa que hay alguien allá, en las estrellas, y dirígete a él —y alargó la mano y tomó la de ella.

Cuando Carpediem le tomó la mano en el autocar que los llevaba de excursión, en los remotos días del colegio, ella también se sobresaltó. Pero también, como ahora, pensó que en realidad lo había estado esperando. Incluso deseando. Y es que ella veía que él la miraba a veces, aunque parecía que lo hiciera de pasada, sin prestarle atención, con la indiferencia y la distancia con que lo miraba todo. Pero la miraba. Y aquella actitud indiferente y distante, como si estuviera ya de vuelta de la vida, la atraía como un abismo. Era una actitud negativa, inútil y peligrosa, pero auténtica, la única actitud auténtica que veía en cualquiera de las personas que conocía. No era la actitud que le habían enseñado, la que estaba obligado a mantener, sino la suya, la que expresaba lo que él era y cómo se sentía.

Aunque lo cierto es que no podía estar segura de nada, porque con las personas sucede lo mismo que con las partículas cuánticas: vemos cómo se comportan cuando las miramos, pero no podemos conocer lo que son cuando no las miramos; no podemos ver su vida íntima. Tal vez ni siquiera ellas la conocen hasta que se sienten observadas y fijan uno de los numerosos estados posibles que coexisten en su interior, y lo exhiben como verdadero a fin de presentar algo sólido a los demás, como se espera que hagan. Es cierto que uno sabe lo que sucede en su interior, pero al mirar dentro de sí para ver lo que piensa o siente, ¿no está adoptando él mismo el papel de un observador externo a fin de obligarse a fijar uno de los numerosos estados posibles que se entrelazan en su interior, para mostrarse a sí mismo como algo concreto, permanente, presentable?

En aquella época ella se estaba cansando de ser una niña buena. Si alguien hubiera preguntado unos años más tarde a cualquiera de los adultos que la conocían, a sus abuelos o sus profesores, cuándo dejó de ser una niña buena, sin dudarlo hubieran respondido: cuando conoció a Carpediem. Y tal vez tuvieran algo de razón, pero no toda. Tal vez fue entonces, pero no cuando lo conoció, sino cuando quiso conocerlo. Cuando quisieron conocerse, en realidad, porque hubo un momento en que ella entendió que eso era lo que estaba pasando: que los dos querían conocerse.  No podía culpar a los mayores por verlo de otra manera: obtenían su conclusión a partir de tantos indicios que resultaba inevitable. Ella, la niña buena, responsable, obediente, excelente estudiante, educada, respetuosa, modélica. Él, mal estudiante, arisco, rebelde, siempre al borde de la expulsión, siempre al borde de la zona oscura. Y mayor, además; no mucho, aunque sí lo suficiente para decir que ya no era tan niño como ella. Era inevitable que su vida cambiara al conocerlo, pero es que era inevitable que lo conociera. Era una inevitabilidad consecuencia de otra inevitabilidad más básica: la inevitabilidad con la que la atracción magnética une las partículas portadoras de cargas de signo opuesto. Porque no había en aquel colegio ninguna pareja más opuesta que ellos dos.

—¿Ha vuelto a fallar, la conexión con las antenas del centro de seguimiento espacial? —preguntó a Bonafide con un nerviosismo evidente, llamativo por desacostumbrado.

—No, es estable. Nos han asegurado que no volverá a pasar —respondió ella.

—Y el software que integra los datos en tiempo real utilizando el nuevo algoritmo, ¿crees que está suficientemente probado?

—Hemos tenido muy poco tiempo, pero hemos hecho unas cuantas simulaciones y creo que sí, que funcionará bien. No te preocupes, Semper, todo seguirá funcionando aunque tú no le prestes atención. Relájate.

Ser una niña buena consistía sobre todo en no hacer nunca lo que querías realmente, hasta el extremo de olvidarte de lo que querías realmente, hasta el extremo de olvidarte de que uno puede querer cosas. En apariencia no era así. En apariencia era un acuerdo responsable, un consenso, el pacto de que a cambio de poder hacer cierta cosa que deseabas tenías que hacer otra que no deseabas. Pero en realidad era un engaño, porque no podías desear lo que de verdad querías; solo podías desear lo que estaba bien que desearas. Y el objetivo, que se iba cumpliendo sin que te dieras cuenta, era que acabaras creyendo que deseabas hacer aquellas cosas que no deseabas hacer pero que eran las cosas que había que hacer.

Ella percibió desde el principio que a sus abuelos no les gustaba que aprendiera meditación advaita, como había acordado con su padre, porque eso la acercaba a la forma de vida que había alejado a su hijo de ellos. Hubieran preferido que olvidara para siempre aquella forma de vida, pero no querían que olvidara a su padre, y entendían que aquello, la meditación, la hacía sentirse próxima a él. Y, sí, aquello la hacía sentirse próxima a él, y no solo en el recuerdo. Quería aprender a hacer lo que hacía su padre con la esperanza de llegar a sentirse realmente unida a él, de volver a sentirlo a su lado, como él le había prometido. Así pues, sus abuelos accedieron a la meditación, pero de una manera muy controlada, inofensiva, y utilizaban aquella concesión para que se sintiera obligada a hacer todo lo demás que ellos querían. Y ella lo hacía todo con gusto, porque estaba agradecida de que consintieran en lo que más le importaba, y el acuerdo le parecía razonable. Y las obligaciones pasaron a forma parte de su vida cotidiana hasta que sintió que cumplirlas era tan natural como comer o respirar.

Todo empezó a cambiar de una manera imprecisa. No externamente, al principio, pero sí en su interior. Ser una niña buena empezó a parecerle una estafa. Era simplemente hacer todo lo que le decían a cambio de nada. A cambio de algo importante, en apariencia, la meditación, pero… tal vez ahí estaba la raíz del problema: comenzaba a desengañarse de la meditación. Había avanzado mucho durante todos aquellos años, aunque hacía tiempo que se había dado cuenta de que el maestro al que le llevaban era mediocre y superficial y solo quería vivir bien a costa de las expectativas mágicas que creaban sus enseñanzas en personas de un buen nivel económico, del entorno de sus abuelos. Pero ella se había preocupado de aprender por su cuenta y había leído todos los libros de su padre, y había aprendido y practicado mucho por sí misma. El problema era que cuanto más se dedicaba, más irreal le parecía el objetivo que buscaba: aquella conexión con todos, aquella fusión de lo individual en el todo. La meditación era algo parecido al ejercicio físico regular gracias al cual el cuerpo se mantiene en forma, pero empezaba a ver que no era más que eso. Mantenía en excelente forma la atención y la concentración, mantenía el sistema nervioso controlado, pero… nada más. No se descubría ninguna verdad, no se conocía nada nuevo. Si podía decirse que se accedía a otro nivel de conciencia era solo en el sentido de que se llegaba a ser más consciente de lo que había, no en el sentido de que se llegara a un nivel desde el que se descubriera que hay algo más. Aquella imagen de ver la vida anterior como se ve la de una hormiga, aquella imagen con la que su padre la había deslumbrado y atraído, como la luz de una bombilla hubiera atraído a una hormiga voladora, no correspondía a nada real. Su padre no era más que una persona crédula e ingenua.

Él menospreciaba la ciencia, aunque no negara su utilidad, y valoraba la meditación como la única actividad realmente esencial para alcanzar los principales objetivos de la vida. Ella se había dedicado con la misma intensidad a la ciencia y a la meditación: a la ciencia, porque aprender lo que le enseñaban en el colegio formaba parte de ser una buena niña, y a la meditación, porque era lo que su padre valoraba como más importante. Y ahora que estaba perdiendo la confianza en la meditación, empezaba a perder también el interés por la ciencia. Su padre estaba equivocado: tenía una imagen irracional, mágica, de la realidad, de las personas y de la vida. La ciencia era lo único que permitía obtener conocimientos ciertos. Mucho tiempo después, pensando en lo que le pasó en esa época, llegó a la conclusión de que lo que hizo fue huir, como le dijo el profesor de física del instituto. Huía de una imagen que la perseguía, que no quería mirar, pero tampoco podía evitar que siguiera ahí: ella, blandiendo ante su padre un libro de física, y diciéndole: “Esta es la verdad, y no esas paparruchas que has estado enseñándome. Las estrellas son bolas de gases ardiendo, y que sean más o menos bonitas es subjetivo, no tiene ninguna realidad. La meditación no lleva a descubrir ninguna conciencia colectiva. No hay una conciencia colectiva, solo seres individuales, con sus tejidos y células, y cada uno es lo que es por la configuración que adquieren las células como consecuencia del despliegue de los genes.”

Y algo se resquebrajaba en su interior.

—Ahora no se trata de entender, solo de sentir —añadió Luxmundi.

Ella suspiró, cerró los ojos y se centró en sentir la mano de él alrededor de la suya, la suavidad de la piel, la consistencia de los huesos, el calor, el temblor.

En el autocar, ella miró a Carpediem un poco de soslayo y con cierta inquietud. Él la miraba también, con aquella expresión de siempre en la que ella veía tantas cosas: desidia, pero también ternura, pero también desesperación.

—¿Qué? —preguntó él.

—Nada —respondió ella, y desvió la mirada hacia la ventanilla. No retiró la mano. Al cabo de un momento no pudo resistir el silencio.

—Te llamas Carpediem, ¿verdad?

—Sí.

—Yo Semperviva.

Él rio.

—Ya lo sé. He oído tu nombre en muchas entregas de premios.

—Ya, pero no tengo la culpa. —Lo dijo sin pensarlo, como un disparo, como intentando defenderse de un ataque imaginario. Inmediatamente, se arrepintió e intentó dejarlo atrás dando un giro a la conversación—. ¿Por qué te has sentado a mi lado?

Él encogió los hombros con desgana.

—El asiento estaba libre. Estabas sola.

No había sido suficiente. Sentía como si hubiera dejado al descubierto algo íntimo y ahora necesitaba, para compensar, que él también dejara algo al descubierto.

—¿Por qué me has cogido la mano?

—Creí que te gustaría.

—¿Por qué tendría que gustarme?

—No sé. —Y simultáneamente se deshizo de la mano de ella y desvió la mirada hacia los asientos del otro lado del pasillo, como buscando a alguien.

Ella lo miró durante un momento, dudando, y quizá pensando, o intuyendo confusamente, que aquel era un momento decisivo de su vida, que muchas cosas dependían de lo que hiciera a continuación. Dejarlo ahí y seguir siendo la niña buena que gana todos los premios o asomarse y mirar lo que había al otro lado. Sí, podía ser solo eso: solo asomarse y mirar, asomarse y ver si le gustaba lo que veía. Sí, no era una decisión irreversible. Solo asomarse y mirar.

—Pues sí, me gusta —y le tomó ella la mano, y como no reaccionaba, se la acarició un poco con los dedos, y como no reaccionaba, le dio unos tirones suaves, hasta que consiguió que él volviera la cara otra vez hacia ella—. Me gusta, Carpe. ¿Te puedo llamar así?

—Claro.

Empezó la cuenta atrás. En el laboratorio reinaba la calma tensa de una gran ocasión. Bonafide desvió un momento la vista de las pantallas que tenía delante, miró hacia ellos y sonrió. A Semperviva le vinieron a la mente en tropel todas las reflexiones que se había estado haciendo durante los días previos: que el acontecimiento llegaba demasiado pronto, que todavía no había conseguido trazar una línea clara de investigación y, por tanto, no sabía muy bien qué buscar, que quizá en esa ocasión la cantidad de personas que comunicarían a la vez el mismo mensaje haría posible que pudiera detectarse algún tipo de señal, que estaba tan desorientada con respecto a la base física de la TA que tal vez aquella señal que hipotéticamente surgiría con gran intensidad no sería una de las que ella y su equipo habían considerado relevantes y que, por tanto, no la registrarían y se perdería sin haber dejado un rastro aprovechable. Que el entrelazamiento cuántico era la única hipótesis de trabajo que podría ser útil para explicar el fenómeno, pero que no veía la manera de obtener algún indicio que pudiera servir para verificarla: cómo detectar la interacción entre partículas entrelazadas si el entrelazamiento consiste precisamente en un cambio simultáneo sin interacción, y qué partículas entraban en juego, tal vez los constituyentes últimos de las neuronas, pero qué tienen de especial, y sobre todo, cuándo y cómo puede haberse producido el entrelazamiento inicial entre partículas que posiblemente se hallaban a muchos años luz de distancia. Que todas las formas conocidas de intercambiar información a través del entrelazamiento cuántico requieren que se intercambie también algún elemento de información a través de medios no cuánticos, “clásicos”, como se les llama para diferenciarlos, y eso impide superar la velocidad de la luz, pero que tal vez esa sea una limitación aparente, que tiene que ver con los medios de los que se dispone actualmente y no es una característica intrínseca del fenómeno del entrelazamiento.

El inicio de su relación con Carpediem podría considerarse como un indicio de que esa limitación del entrelazamiento no es aparente sino real. Entre ellos dos había algún entrelazamiento, es cierto, alguna vibración interior compartida, sí, algo que existía previamente sin que pudiera saberse por qué, algo que los conectaba desde antes de que intercambiaran la primera palabra. Era algo que los conectaba, sí, que preexistía a su relación, sí, pero que no fue seguro, no fue claro, no fue información aprovechable, hasta que se miraron por primera vez. La mirada: ese fue el intercambio de información “clásico” que permitió que cada uno de ellos percibiera que, de entre la multitud de posibles estados, actitudes, sentimientos, que podían sucederse o superponerse en el interior del otro, quedaba fijado uno en concreto, y el que quedaba fijado era el mismo que quedaba fijado también en él, en el que miraba y era mirado. La sincronización misteriosa, inexplicable, ajena al tiempo y al espacio, que había entre ellos, fue descubierta, o activada, a partir de algo concreto y observable: una mirada. Y reforzada luego, o matizada, o enriquecida, por otros gestos concretos y observables, como fue el de tomarse de la mano en aquel autocar. Lo que los conectaba no era la mirada o la unión de las manos, era algo más allá del mundo físico observable, pero se vehiculaba, se hacía parte del mundo físico observable, a través de aquellos gestos concretos.

—Tengo que dirigirme a alguien que está en las estrellas.

—Eso es.

La cuenta atrás llegó al final. Ella cerró los ojos, pensó en aquella estrella de la que un día quiso hacerse amiga, pensó en su padre y, aunque Luxmundi le había insistido en que era innecesario, pronunció mentalmente: «Hola». Y enseguida llegó la respuesta. No era una palabra, claro, era más bien como una sensación, pero ella se la tradujo a sí misma: «Hola». Intentó hacer desaparecer la imagen de su padre para centrarse, ahora sí, en las estrellas y solo en las estrellas al enviar el segundo mensaje previsto: «¿Quiénes sois?». No pudo evitar articular también las palabras mentalmente. Ni siquiera intentó evitarlo; de hecho, ni siquiera pensó en ello. «Somos personas —captó— y estamos unidos». Hasta aquí llegaba el intercambio sobre el que había consenso universal. Los organizadores no habían previsto un tercer mensaje. Querían avanzar poco a poco, probablemente para mantener el foco de atención durante el mayor tiempo posible, pero se habían hecho públicas muchas propuestas y diferentes medios habían convocado votaciones en las que se respaldaba una u otra sin que se hubiera llegado a un acuerdo general sobre ninguna. En el laboratorio, ellos habían elegido la que parecía tener un respaldo mayoritario: «¿Dónde estáis?». Ella la formuló, esperó y no percibió ninguna respuesta. Abrió los ojos y miró a Luxmundi, que negó con la cabeza.

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