—Perdona, Hic, ¿puedo sentarme contigo? —Hizo un gesto vago con la cabeza, un movimiento circular, como indicando que el comedor estaba muy lleno.
Con cierta parsimonia, Hicetnunc la miró, sonrió de forma educada y se limpió ligeramente los labios con la servilleta. Ella esperaba de pie frente a él, con la bandeja en la mano.
—Por supuesto, Semper, no hacía falta que lo preguntaras.
Se sentó, aliviada y fastidiada a la vez.
—Somos viejos amigos, ¿no? —continuó él sin dejar de sonreír.
—Viejos amigos… Éramos amigos hace tiempo, eso sí.
—Y ahora somos compañeros de trabajo. Otra vez.
—Otra vez. —Ella empezó enseguida a picotear la ensalada, y eso le permitía evitar miradas demasiado directas—. Pero apenas hemos tenido ocasión de intercambiar cuatro palabras, solo nos hemos visto en reuniones con otras personas. Ya va siendo hora de que… bueno, de que hablemos un rato.
—Claro, claro. —Y siguió comiendo en silencio. Ella también. Parecía que ninguno de los dos quisiera hacer arrancar la conversación.
—¿De algún tema en concreto? —dijo él al fin, levantando la vista.
—Bueno, no sé… ¿Cómo te va? ¿Qué es de tu vida?
Él se quedó un momento pensativo.
—Me casé —respondió al fin.
—¡Ah! Me alegra mucho saberlo, Hic.
—Y me divorcié —añadió, y volvió al plato.
—¡Vaya! Eso no me alegra. ¿Tuviste hijos?
—No.
—En fin, pues… una experiencia, ¿no? Una experiencia de vida.
—Ya. Tú no te has casado, supongo.
—No. Me conoces, el laboratorio es mi hogar.
—Ni te has casado, ni nada parecido…
—Nada parecido. Mi vida está igual que siempre. Ninguna… experiencia nueva.
—Yo quise cambiar de vida, pero… parece que no tengo suerte con las mujeres. Debe ser cosa mía.
Años atrás, ella empezó a sospechar algo cuando le resultó inesperadamente fácil convencerle para que se comprometiera a trabajar con ella en el laboratorio durante un número indefinido de fines de semana.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que acabemos.
—Bueno… vale.
Se trataba de un proyecto muy importante, una forma nueva y original de verificar la desigualdad de Bell que ofrecía mayores garantías que cualquier otro de los experimentos que se habían hecho hasta entonces. Una demostración sin escapatorias: lo que todos estaban buscando. La importancia del experimento justificaba que Hic estuviera dispuesto a realizar esfuerzos extraordinarios para hacerlo posible. El prestigio del Instituto saldría reforzado si finalizaba con éxito, y también sería muy beneficioso para los investigadores que lo hubieran llevado a cabo. Aunque la idea y el diseño eran de Semperviva, él podía esperar que, en compensación por el sacrificio personal que le estaba demandando, hiciese constar su nombre cuando se publicaran los resultados. Podía esperar incluso que el experimento llegara a conocerse como “de Semperviva-Hicetnunc”, y eso lo situaría de golpe entre los físicos de moda a nivel mundial, con todo lo que ello comporta. No fue sorprendente que aceptase, incluso que le complaciera que su jefa le hubiera hecho la propuesta precisamente a él. Pero a ella le pareció que la alegría con la que accedió a su petición, la sonrisa en su cara, el brillo de su mirada, expresaban algo más que la satisfacción por tener una buena oportunidad de promocionarse profesionalmente.
Algunos detalles que fue observando después acrecentaron la sospecha. Por ejemplo: los sábados se le veía contento de estar allí, más que los días laborables. Pero los sábados casi nunca estaban solos. Los domingos, cuando en el laboratorio no había nadie más que ellos dos, su estado de ánimo rayaba en la euforia.
—Te veo muy animado —le dijo ella una vez—. Parece que te guste trabajar en tus días libres.
—No, no es eso. Es porque es domingo. Los domingos siempre estoy de buen humor.
—¿Aunque trabajes?
—Me gusta lo que estamos haciendo aquí tú y yo.
Y luego estaba el asunto del almuerzo. La cantina del Instituto cerraba los domingos, y tampoco había ningún otro restaurante abierto en los alrededores. Era necesario traerse la comida. Ella llevaba unos sándwiches que compraba cerca de su casa. El primer domingo que trabajaron juntos, él apareció con una fiambrera que al mediodía calentó en el microondas. Olía estupendamente.
—Me das pena —le dijo a ella cuando se sentaron a comer—. Un miserable sándwich frío que te habrás comprado en cualquier sitio. Prueba esto, lo he hecho yo —y le acercó su fiambrera.
—¿Cocinas?
—Sí, me gusta hacerlo. Los fines de semana siempre preparo algo especial.
Aquellos sábados y domingos no alargaban tanto la jornada laboral como el resto de los días, de manera que el sábado él tenía tiempo de hacer la compra y esmerarse en alguna receta complicada.
—En casa de mis padres, el domingo es el día del almuerzo familiar —continuó—. Los dos cocinan muy bien y compiten entre ellos para ver quién prepara algo mejor. Yo aprendí a cocinar de niño y siempre me ha gustado hacerlo. Ahora que vivo solo, compito conmigo mismo para superarme cada domingo.
La convenció para que dejara de comprarse sándwiches, y el sábado él preparaba lo que comerían los dos al día siguiente. Y cada vez era algo más elaborado, cada vez era algo más exquisito. El almuerzo de los domingos se convirtió en una especie de paréntesis en el que él hablaba de sí mismo, de su familia, de sus gustos y aficiones, de sus experiencias vitales, y constantemente le daba pie a ella para que hiciera lo mismo. Ella evitaba hacerlo, aunque algunas veces, unas por no resultar maleducada y otras porque se dejaba llevar por el ambiente de confianza que él creaba mediante la comida y las confidencias, hablaba también de temas personales. Y cada vez que lo hacía, volvía a advertir aquel brillo en su mirada.
Las evidencias se acumulaban: Hic parecía estar enamorado de ella.
—No será porque no cocines bien —bromeó Semperviva.
—Parece que eso no es suficiente.
Sí, en otro tiempo había llegado a saber que Hic sentía algo por ella, aunque él nunca se lo dijo. Y suponía que él se había dado cuenta de que ella lo sabía, y podía suponer también que él entendía que si ella no reaccionaba de ninguna manera era porque no compartía sus sentimientos.
Para ella estaba bien que la cosa quedara ahí. Quería preservar la relación profesional, que era excelente, y que tal vez se habría resentido si él hubiera sido lo bastante explícito como para obligarle a ella a explicitar una respuesta negativa. Eso sí: la incomodaba que él se sintiera atraído por ella, y la incomodaba todavía más pensar que tal vez ella misma se estaba aprovechando de aquella atracción para conseguir una mayor dedicación laboral por parte de Hic. Sentía repugnancia por el tipo de relación personal en la que alguien utiliza los sentimientos de otro para obtener algún beneficio, sobre todo porque recordaba la última parte de su infancia como un periodo en el que su vida estuvo permanentemente condicionada por ese tipo de dependencia. Luego, de adolescente, le dio la vuelta a la situación y era ella la que intentaba aprovecharse de las personas con las que tenía algún vínculo emocional. También le dolía recordarlo. Pero eso acabó abruptamente. La madurez trajo consigo un distanciamiento de las emociones, una insensibilidad, casi, que comportaba que nadie pudiera aprovecharse de sus sentimientos, pero también que ella no tuviera ningún interés en los sentimientos de los demás para con ella. Ni para aprovecharse de ellos ni para ninguna otra finalidad.
Pero Hic se lo ponía demasiado fácil.
La conversación había vuelto a decaer. Ambos se centraban otra vez en la comida. Semperviva rompió el silencio.
—Bueno, pues pasemos al trabajo. Llevas mucho tiempo aquí y yo acabo de llegar, así que como… viejo amigo, quizá podrías hablarme un poco de tu experiencia.
—¡Ah, eso! —levantó la vista del plato, dejó los cubiertos y apoyó los codos en la mesa—. Pues… es un buen sitio. Buen sueldo, muchos recursos. La comida… se puede comer. Para sobrevivir, este es un buen sitio. A mí me ha servido. Pero tú… Supongo que tú no has venido aquí para sobrevivir. Me sorprendió saber que venías. Porque estoy seguro de que a ti no te han echado.
Ya habían llegado. Al final habían llegado. O habían vuelto, como si el tiempo no hubiera pasado y estuvieran todavía en la misma conversación.
—¡Nadie te está echando, Hic! Si te vas, es porque quieres. No solo es que no te esté echando. Es lo contrario. Te estoy pidiendo: por favor, quédate con nosotros, sigamos trabajando juntos.
—Como un puto becario.
—No eres un puto becario, Hic. Tú y yo trabajamos codo con codo; a la hora de la verdad, entre nosotros no hay esas jerarquías. Y si lo que quieres es cobrar más, espera tu oportunidad, ya sabes cómo funcionan las cosas aquí.
—¡No seas cínica! ¡Mi oportunidad era esta y tú me la has jodido!
—Yo… bueno, ya te lo he explicado, no podía hacer otra cosa. No lo quieres entender porque estás enfadado. Te pido que esperes, que te calmes, que te des unos días, unas semanas, que te des un tiempo y luego vuelvas a analizarlo todo. Y verás que esto ha sido un contratiempo accidental y que lo mejor que puedes hacer es quedarte.
—A ninguno de los dos nos han echado, pero sería infantil que a estas alturas siguiéramos discutiendo por aquello. Volvamos al presente. Supongo que has… avanzado, aquí, durante estos años. No solo has sobrevivido.
—He avanzado… claro, pero ya sabes que me he dedicado sobre todo a la ingeniería, no tanto a la investigación básica. He tenido que sobrevivir al margen de la investigación básica, que es lo que siempre quise hacer. —La miró fijamente a los ojos; ella entendió que pretendía hacerla sentir culpable y le aguantó la mirada—. Y ahora, qué casualidad, me dedico también a la TA, como tú. Trato de diseñar dispositivos emisores y receptores, ya lo sabes. Es curioso —asintió levemente con la cabeza, como dándose la razón a sí mismo—, al final estamos los dos al mismo nivel, tú como jefa del proyecto de investigación básica sobre la TA y yo como jefe del proyecto de investigación aplicada. La justicia cósmica acaba equilibrando lo que los humanos desequilibraron. —Su mirada pasó de escrutadora a irónica.
—Y yo me alegro, Hic, y me hubiera gustado que esta situación llegara antes. Pero ha llegado, por fin, aunque haya tardado, y, ¡vale!, me someto a la justicia cósmica. El pasado no existe y el presente es el que ambos deseábamos. ¡Perfecto! —y acompañó la exclamación con la mejor de sus sonrisas impostadas.
—El que ambos deseábamos. Perfecto —respondió él, y sonrió también, con la misma frialdad que al principio.
Quedaron mirándose durante un momento, mientras ella evaluaba si el grado de cinismo que mostraba él dejaba margen para una conversación mínimamente provechosa. Se decidió, al fin.
—Bueno, entonces hablemos como colegas que somos, al mismo nivel. ¿Cómo va tu trabajo? ¿Has encontrado algo que yo debería tener en cuenta?
—¡Ah, eso sí que no! —exclamó él, riendo—. Veo que con los años has adquirido unas astucias que antes no tenías. Sabes perfectamente que el Consorcio nos prohíbe hablar de eso. No podemos intercambiar directamente información entre proyectos, solo podemos reportar al comité y es él el que, si lo considera conveniente, la comparte.
—¡Vaya! ¿Así que va en serio, esa prohibición?
—Aquí todo va en serio. Todo es de alta seguridad. No estás en una institución civil. Estás en una institución científico-militar. Y viniste por voluntad propia.
—Yo pensaba que, en la práctica, entre jefes de proyecto, sobre todo en proyectos paralelos… habría flexibilidad. Es que… la verdad, me cuesta creérmelo. Es absurdo. El objetivo principal debería ser obtener buenos resultados en la investigación, y esas barreras, no sé… tal vez sirvan para mejorar la seguridad, pero es evidente que perjudican los resultados.
—Ahora priorizas los resultados sobre las normas… Sí, has cambiado.
—Vamos a ver, Semper, aquí de lo que se trata es de obtener resultados. Aquí utilizamos recursos que valen mucho dinero y nos dejamos la vida en la investigación. ¿Qué vida personal tenemos tú o yo desde hace años? Nos pasamos el día aquí, y cuando no estamos aquí, tenemos la mente aquí. ¡Vivimos para esto, no hay nada más importante! ¿Y ahora resultará que unas normas, bienintencionadas, sí, no lo dudo, bienintencionadas pero anticientíficas, anti… metodológicas, por lo menos, van a impedir que ese esfuerzo dé los resultados que podría dar?
—Estás anticipando el futuro sin una base suficiente. Nadie te echa, aquí seguiremos tú y yo haciendo lo mismo, y Sapereaude es un investigador muy capaz. Los resultados serán los que tengan que ser.
—¡Por favor, Semper, no me trates como a un niño! Sapereaude… ¡Pero si es ciego!
Los celos: de eso también se acumulaban las evidencias. En el momento en que Hic había llegado a convertirse en su colaborador más próximo, cuando podría decirse que se habían hecho, además, amigos, e incluso algo más que amigos a los ojos de algunos, apareció Sapereaude y sacudió el tablero. Ella le dedicó una atención especial: eso no podía dejar de reconocerlo. Al principio lo hizo porque se sintió obligada, porque creía que debía ayudarle a superar los obstáculos que su ceguera pudiera provocarle a la hora de integrarse en el equipo, pero luego siguió haciéndolo porque le fascinaba que alguien privado de la visión tuviera aquella agudeza, aquella capacidad para plantear problemas complejos de tal manera que la solución parecía fácil, aquella visión…
—Tal como yo lo veo… —empezaba diciendo él cuando captaba algo que a los demás se les había pasado por alto: algo que nadie más había visto.
Y poco a poco empezó a notar que Hic ninguneaba a Sapereaude siempre que podía, y también que la trataba a ella con mayor frialdad cada vez que percibía algún gesto que pudiera ser interpretado como una muestra de favoritismo hacia su rival.
—¿Y qué culpa tiene? ¿Tiene menos derechos, por ser ciego? —había replicado ella.
—Y yo, ¿tengo menos derechos, por ver? ¿Tengo yo la culpa de poder ver? Será muy capaz, no lo dudo, quizá sea mejor que yo en algunas cosas, no lo dudo, pero hay una diferencia importante: yo veo y él no. Y para dirigir un proyecto de investigación en física avanzada, eso marca una diferencia insalvable.
Con un cierto desánimo, ella le repitió lo que tantas veces le había explicado desde el día en que se hizo pública la convocatoria para el nuevo puesto: que para valorar a los candidatos tenía que aplicar por fuerza el baremo establecido, que ese baremo no lo había hecho ella pero no podía cuestionarlo y era indiferente que le gustara o no, y que en ese baremo la discapacidad puntuaba y, por tanto, se veía obligada a dar a Sapereaude unos puntos adicionales que no le podía dar a él.
La réplica fue airada.
—Te lo repetiré una vez más, y ya será la última: sabes muy bien que en el apartado de capacidad investigadora tienes suficiente margen para compensar esos puntos. Es una valoración tuya, solo interviene tu criterio personal, nadie te podrá discutir que consideres que yo estoy más capacitado que él. Si no lo haces es porque no te da la puta gana.
Seguían atrapados en el mismo bucle argumental.
—No sería justo, Hic, y lo sabes. En ese apartado te voy a calificar a ti mejor que a él, pero si quiero que la suma total te sea favorable, tengo que darle a él una puntuación demasiado baja. No sería justo. Él es bueno.
—¡Joder! —Hic dio un fuerte golpe en la mesa con la palma de la mano— ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
En ese momento pensó que algo se había roto definitivamente entre ellos, que ese golpe marcaba el instante preciso en que su relación había llegado a un punto de no retorno.
—¡Es que no me lo puedo creer! —continuó él fuera de sí— ¿No eres capaz de aceptar que yo podría dirigir cualquier proyecto mejor que él? ¡Joder, Semper! Tienes la posibilidad de garantizar que el equipo consiga los mejores resultados que puede dar, funcionando cada uno en el puesto más adecuado para sus capacidades, ¿y por un… escrúpulo administrativo lo envías todo a la mierda? ¿Quieres que me crea que renuncias a esa posibilidad por un puto escrúpulo administrativo?
Todavía valoró ella una estrategia viable para retenerlo, todavía se vio capaz de conseguirlo. Evocó aquellos domingos en que trabajaban juntos en el experimento para verificar la desigualdad de Bell, recordó a Hic sentado en la mesa frente a ella, sirviéndole las exquisiteces que había cocinado y explicándole con entusiasmo por qué había decidido utilizar un ingrediente en lugar de otro o por qué había elegido precisamente aquella preparación, lo recordó hablándole de las películas que le gustaban, de la novia que tuvo en el instituto, de la primera vez que se emborrachó… y lo recordó sobre todo mirándole con una ternura infinita mientras ella le hablaba de su padre, de la terraza y los gatos y de las estrellas… Recordó todo eso y todavía se vio capaz de rescatar aquellos sentimientos que estaba segura de que él aún guardaba en algún lugar de su corazón, unos sentimientos que aún no debía haber enterrado a demasiada profundidad, pese al enfado con ella. Se vio capaz de cambiar el tono de la conversación mediante alguna palabra amable, de mostrarse comprensiva, de intentar algún gesto amistoso, quizá incluso algún gesto equívoco que pudiera ser interpretado como una caricia…
—Escrúpulo administrativo… No —dijo al fin—. Ético. Creo que es más adecuado considerarlo un escrúpulo ético. Para conseguir que te quedes podría superar escrúpulos administrativos, pero escrúpulos éticos, esos no.
—Las normas… esas normas no las entiendo. Me da un poco de risa, la verdad, que estemos hablando de espías.
—¿Te da risa la seguridad de tu país?
—Venga, hombre. Tú y yo somos científicos, hacemos ciencia y nada más. La ética científica debería ser nuestra única norma. Acuérdate: en aquella época no teníamos ese problema. Allí nadie necesitaba espiar nada porque todo lo publicábamos inmediatamente. Así funciona la ciencia, en abierto. Así debe funcionar.
—¡Pues haberte quedado allí! Te estabas haciendo famosa. Te estabas convirtiendo en un ídolo pop. Eso que llaman “Modelo Semperviva de interaccionismo cuántico”, que por cierto es algo de lo que empezamos a hablar tú y yo hace años…
—Claro, y por esta razón te cité en la publicación en la que lo di a conocer.
—… ese modelo, en cuya formulación parece que Sapereaude ha participado muchísimo, porque nunca dejas de agradecérselo cada vez que se te presenta la ocasión, ese modelo teórico, está siendo utilizado por toda clase de frikis que no son capaces de entenderlo para explicar toda clase de cosas: la vida, la muerte, el amor, el origen del universo… Incluso el propio Consorcio se ha contagiado de esa especie de epidemia New Age que ha provocado tu modelo y ahora resulta que lo quiere utilizar para entender la TA. Porque supongo que para eso te han traído… Pero no, no me lo digas —y levantó la mano con la palma hacia ella haciendo el gesto de detenerla, con el talante sombrío con el que un policía ordena detenerse a un vehículo infractor—. Yo cumplo las normas.
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