Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
1. La propuesta
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—Sabemos que la progresión actual de su carrera puede llevarla a conseguir el Nobel de física, pero aquí le ofrecemos algo mejor. Un descubrimiento que le reportará dos Nobel a la vez: el de física y el de fisiología —le dijo el director del Consorcio.

—Si descubrieras que es posible alcanzar un estado desde el que vieras tu vida actual como ahora ves la vida de una hormiga, ¿no crees que valdría la pena dejar todo lo demás y concentrarte solo en conseguirlo? —le había dicho su padre veinticinco años antes.

—Hay que apostar, hay que elegir entre cara y cruz. Sopesemos la ganancia y la pérdida al elegir cruz, siendo cruz que Dios existe. Tomemos en consideración estos dos casos: si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste a que existe, sin dudar —había escrito Blaise Pascal mucho antes.

Una sonrisa educada.

—¿El poder del Consorcio le da la capacidad de influir en la decisión sobre los premios Nobel?

—Doctora Semperviva, tenemos una capacidad que, tratándose de usted, es equivalente: la de poner a su disposición todos los recursos que requiera para sus investigaciones. Lo que usted conseguirá cuando disponga de todo lo necesario, además de su inteligencia: eso es lo que influirá decisivamente en la Academia.

Un suspiro.

—Concrete, por favor.

Aquello se lo debió decir su padre una noche mientras miraban las estrellas, como hacían tantas veces antes de acostarse.

—Aunque sea muy difícil, aunque sepas que te costará muchísimo, si pensaras que lo que puedes conseguir es tan bueno, tan importante, que cuando lo tengas te parecerá que todo lo que has hecho hasta entonces no vale nada, ¿no crees que deberías olvidarte de todo lo demás y dedicarte solo a conseguirlo?

El ático en el que vivían era pequeño, viejo y destartalado, pero tenía una terraza enorme y durante gran parte del año hacían la vida allí. Ella observaba a los gatos del vecindario que se movían por los tejados de las casas de alrededor y les ponía nombres, fantaseaba sobre la personalidad de cada uno y sobre las relaciones entre ellos, e inventaba historias para justificar sus andanzas. Por las noches, si no hacía mucho frío, se tumbaban en las esterillas y contemplaban el cielo. A su padre le gustaba permanecer en silencio, pero ella siempre encontraba alguna pregunta para provocar la conversación. Eran charlas muy lentas, banales y esenciales al mismo tiempo.

—¿Por qué están ahí todas las noches?

—Supongo que nos dicen algo.

—¿Y tú las entiendes?

—Creo que cada vez las entiendo más.

—Yo no. No oigo que digan nada.

—Es que no hablan con palabras. Te hablan directamente al corazón. Solo tienes que mirarlas, no pensar en nada, y sentir.

El silencio que sobrevino duró muy poco.

—Y tú, ¿qué sientes?

—Que hay cosas que son muy pequeñas y muy lejanas, pero que existen. Que hay cosas que son permanentes, que siempre están. Y que no hacen nada para estar. Solo eso: estar.

Ella meditó durante un momento las palabras de su padre, sin apartar la mirada del cielo estrellado.

—Sí, hay una que… me parece que es amiga mía. Bueno, por lo menos yo quiero hacerme amiga suya. Está allá arriba todas las noches. No sé si todas las noches vienen todas, porque hay muchísimas, pero ella siempre viene.

—Telepatía asistida. TA —dijo el director, y cruzó los brazos esperando alguna reacción.

—¡Ah, eso!

—Eso. ¿Sorprendida?

—No, la verdad. Ya me ha ido preparando.

—Y… ¿Qué le parece? No son armas.

—No estoy muy segura.

Encajó la respuesta con la impasibilidad de un jugador de póker, sin abandonar la sonrisa profesional que exhibía desde el principio de la entrevista.

—¿Ha estudiado usted la TA, doctora?

—No, claro que no. Queda fuera de mi campo.

—Parece que nadie tiene muy claro el campo desde el que hay que estudiarla. Es un tema en el que está casi todo por hacer. Pensaba que a alguien como usted le motivaría la posibilidad de buscar la explicación de un fenómeno tan sorprendente, tan extraordinario…

—No le negaré mi curiosidad, pero dudo que pueda aportar algo de interés. Para mí es evidente que se trata de un tema de neurociencia, no de física.

—Venga conmigo, doctora, quiero que conozca a alguien.

Mientras caminaban en silencio por pasillos desolados, volvió a evocar aquellas noches mirando las estrellas. Era como si no hubieran acabado aún. Como si aquellas noches fueran algo real, como si aún permanecieran. Como si se empeñaran en persistir. El tiempo las había empequeñecido, como la distancia empequeñece las estrellas y hace que algunas, allá al fondo, aparezcan y desaparezcan cuando intentamos fijar la vista en ellas, y llegamos a dudar de si existen o solo las imaginamos. Lo cierto es que a veces evocaba aquellas noches y se sentía tan íntimamente unida a ellas que creía que aún seguían allí, a pesar de la distancia. No solo las imaginaba. Eran reales, aunque lejanas. Tan reales como una estrella, tan lejanas que no tenía ninguna posibilidad de volver a ellas. Y no había otra cosa que deseara más.

Cómo no desearlo, si aquello había sido la felicidad. Quedarse dormida mientras su mirada iba saltando de estrella en estrella y su padre la tomaba en brazos para llevarla hasta la cama y ella se despertaba un momento, se acurrucaba bien contra su pecho y volvía a dormirse… Ahora se decía que durante toda la vida perseguimos la felicidad sin saber muy bien lo que es, y lo que realmente buscamos es recuperar aquellas vivencias de la infancia: aquello es a lo que nos referimos cuando hablamos de la felicidad. Y no es posible recuperarlo, porque algo se seca al madurar. Quizá al hacernos adultos cubrimos nuestra mirada de filtros, o podamos nuestra sensibilidad, y sin darnos cuenta vamos renunciando a algo importante, a lo más importante, a lo único importante, tal vez. Y luego ya no hay vuelta atrás.

Su padre tenía las mejores intenciones, eso no lo podía dudar. Seguramente quería que creciera sin secarse, que conservara su sensibilidad, que no renunciara a lo esencial. A su manera, quería que siguiera siendo feliz.

—Cada uno de nosotros es una persona diferente. Pero si nos damos las manos y formamos un corro y empezamos a dar vueltas, entonces cada uno se conecta a los demás, a los que les da la mano y a los demás a través de ellos, y se mueve a la vez que todos. Casi se puede decir que las personas desaparecen y lo que queda es el corro, que es como… como la suma, como la unión de todas las personas. ¿No lo sientes así, cuando en el colegio jugáis a ese juego?

—Bueno… sí.

—Pues ahora imagínate que consigues que la unidad con todos los demás no sea algo que pasa solo alguna vez, sino que se convierta en permanente. Que siempre estés conectado a todos y siempre seas todos.

—¿Eso es lo que tú haces con la meditación?

—Sí, algo así. Y eso es lo que tú también puedes llegar a hacer. No ahora, no es algo fácil. Pero poco a poco puedes ir aprendiendo, y al final lo conseguirás.

—Y así estaremos conectados… tú y yo.

—Sí, así seguiremos siempre conectados.

—Porque tú… tú… te vas a morir, ¿verdad?

—Doctora Semperviva, le presento al descubridor de la TA, el doctor Sinequanon.

—Me alegro de conocerlo, doctor.

—Encantado, doctora. He oído hablar de usted. Se está convirtiendo en una celebridad.

—Usted sí que lo es.

—De manera inmerecida. Ya sabe que descubrí la TA por casualidad. Mi Nobel fue el más inmerecido de la historia.

A diferencia de la amabilidad profesional del director, la de Sinequanon parecía sincera y espontánea.

—No sea modesto. Para alcanzar el éxito siempre es necesario tener la suerte de cara, pero también hay que saber aprovecharla.

Él respondió explicando la historia del descubrimiento, que Semperviva ya conocía a grandes rasgos. Fue en su laboratorio de la universidad, cuando probaba junto a uno de sus ayudantes unos sensores de ondas cerebrales fabricados con una nueva aleación.

—Fue un descubrimiento casual. Ni remotamente se me habría ocurrido investigar la telepatía. No habría conseguido fondos para un proyecto de ese tipo. Pero mi ayudante y yo nos dimos cuenta de que, mientras teníamos colocados esos sensores, nos podíamos comunicar sin hablar. Imagine nuestra perplejidad. Creíamos estar soñando.

El descubrimiento trascendió inmediatamente y despertó una curiosidad planetaria, de forma que el fabricante de los sensores se lanzó a aprovechar la oportunidad de negocio y los comercializó masivamente como Dispositivos de Comunicación Telepática, DCT. Tuvieron un éxito enorme, y en poco tiempo todo el mundo los usaba.

Cuando Sinequanon finalizó su explicación, Semperviva se dirigió al director:

—¿Para qué me necesita? Tiene en plantilla al descubridor de la TA, al máximo especialista, un neurocientífico excelente. Yo no tengo nada que ver con esta área de conocimiento.

—Bueno, llevamos tiempo investigando la naturaleza de la TA, para eso trajimos aquí el doctor Sinequanon, y en las circunstancias actuales, ya sabe, hemos considerado necesario dar un impulso decisivo a esta investigación, un impulso que podría darle usted. Porque hasta ahora los resultados han sido un poco… decepcionantes.

Se hizo el silencio durante un momento.

—Así es —dijo Sinequanon al final casi susurrando.

—Resúmale a la doctora la situación actual, si es tan amable. La situación real.

Sinequanon suspiró, y en aquel suspiro había algo de resignación, pero también algo de alivio.

—Verá, doctora, no me gusta ocultar información científica, pero lo cierto es que el Consorcio controla la comunicación sobre el curso de las investigaciones que se hacen aquí y hacen público lo que… lo que creen que deben publicar. Me satisface poder ser sincero con usted. Esta es la situación real: no hemos conseguido identificar ningún cambio significativo en ningún área del cerebro, en el potencial eléctrico o en las ondas que se generan mientras se produce una comunicación telepática. Solo puede detectarse la actividad habitual en una situación comunicativa. La TA es, desde el punto de vista del cerebro, lo mismo que hablar, salvo que no se activan los centros que controlan la fonación. En su lugar se registra un cierto patrón de concentración intensa, similar al que se observa a veces durante determinadas actividades, como por ejemplo la práctica de la meditación. Pero nada demasiado especial, nada fuera de lo común. Nada que proporcione una base para entender un fenómeno tan singular como es la telepatía.

—En realidad, sabemos muy poco de las cosas importantes —le dijo su padre una de aquellas noches—. La ciencia y la técnica avanzan mucho y podemos hacer cosas como ver por la televisión lo que sucede a miles de kilómetros o viajar donde queramos a velocidades muy grandes, pero ¿tú crees que las cosas importantes en la vida son esas?

—Pues… no sé, para mí todo es… o nada es… no sé, no sé qué es importante.

—Ser feliz, ¿no?

—Sí, claro.

—¿Y viajar más rápido puede hacerte feliz? ¿O ver la tele? A mí me parece que no. Te hace feliz estar bien contigo mismo y con los demás, y de eso la ciencia no dice nada.

—Las estrellas son… En el cole nos enseñan que las estrellas son soles muy lejanos. Que son bolas de fuego, formadas por gases que están ardiendo siempre.

—Sí, ya lo sé. Pero ¿tú crees que eso es todo? Porque a la ciencia no le interesa nada más. Mirar el cielo, verlas ahí, fieles cada noche, buscar la tuya, como tú haces, ese espectáculo maravilloso que podemos ver todas las noches, que nos conmueve, sentirse parte de todo este universo, tan cerca y tan lejos… Todo eso a la ciencia no le importa, no le dedica ni un segundo. ¿Y no es tan importante, por lo menos, o más, que saber de qué están hechas? Nosotros estamos hechos de células. ¿Me conoces si conoces cada una de las células de las que estoy hecho? Para conocerme a mí, a la persona que soy, ¿te sirve de algo saber que estoy hecho de células?

—No, no.

—¡La belleza! ¡La belleza de esta noche estrellada! ¿No es importante, la belleza? ¿No es de las cosas más importantes que hay? La ciencia simplemente hace como si no existiera. Los científicos miran la noche estrellada y hacen como si no fuera bella, como si eso no fuera importante.

—¿Y cree que la física podría llegar más lejos? —preguntó Semperviva.

—Usted es una experta en mecánica cuántica y en física de la computación cuántica —intervino el director—. Y consideramos que enfocar en esa dirección es lo mejor que puede hacerse para llegar a entender la TA. Hay un cierto consenso sobre eso, seguro que lo sabe.

—Sí, claro, ya sé que dicen eso —respondió ella—, pero no estoy muy segura de que quienes lo dicen sepan de qué están hablando. Piensan en el entrelazamiento cuántico y en la teletransportación: son fenómenos fascinantes a primera vista, pero van perdiendo fascinación a medida que se profundiza en ellos. Además, esos fenómenos se producen entre partículas cuánticas. ¿De qué partículas estaríamos hablando, aquí? ¿Qué estados cuánticos se teletransportarían? Entiendo que sea irresistible ver una analogía entre el entrelazamiento cuántico y la telepatía, entiendo que resulte muy atrayente imaginar que las mentes se entrelazan como se entrelazan las partículas, pero al intentar concretar esa analogía y analizarla con un poco de rigor, creo que se disuelve sin dejar ningún rastro aprovechable. Parece que se trate de aplicar las ecuaciones de la mecánica cuántica a los pensamientos, y eso me parece… perdone que lo diga: me parece una fantasía infantil.

Mientras miraba fijamente las estrellas, se dio cuenta de que estaba llorando; cada una de las pequeñas luces creaba a su alrededor un halo que las fusionaba todas en una amalgama nebulosa.

—Hoy en el cole he explicado eso que tú me dices siempre, que todos nos podemos conectar y ser todos uno, y me han dicho que son… bobadas.

—A mí me costó mucho darme cuenta. Pero vale la pena el esfuerzo.

—Como no parábamos de discutir, al final ha intervenido la maestra y ha dicho que eso no es una cosa así… real, que es una cosa de la imaginación, como si fuera un cuento. Y que las cosas reales son las que se estudian en el colegio, las mates y todo eso.

—Bueno, no solo es verdad lo que parece real, no solo hay lo que vemos. La ciencia es muy importante, ya sabes, conocer las leyes que permiten construir aviones que pueden volar, y todas esas cosas. Pero hay más, mucho más, hay cosas que no se ven a simple vista pero que también son reales.

—Yo me he enfadado mucho porque era como si dijeran que tú estás loco.

—No te preocupes. Cada uno piensa lo que le parece. Déjalos que piensen lo que quieran.

—Pero si no es verdad eso que dices, no nos podremos reunir cuando… cuando te… vayas.

Su padre estiró el brazo, se lo pasó por debajo del cuello, la atrajo hacia él, le secó las lágrimas de las mejillas con las manos y se las besó.

—Yo sé que es verdad, pero no pretendo que lo entiendas porque es algo que no se entiende: se siente. Y yo lo siento. Y cuando sientes una cosa, ¿qué más da que entiendas cómo funciona? Tú abres los ojos y ves lo que tienes delante, y eso ya es suficiente. ¿Qué más da que entiendas cómo es posible que lo veas? Lo ves, y eso es lo importante. Pues yo lo veo. No te mentiría: yo me siento a veces unido a todo y a todos, y tú aprenderás a hacerlo también, y lo harás siempre que quieras, y entonces volveremos a estar juntos. Mucho más de lo que hemos estado nunca.

Ella casi se sentía consolada con las palabras de su padre. Casi, pero no del todo. Creía a su padre, le creía aunque no lo entendiera, y también estaba dispuesta a aceptar que entender no era importante. Pero había una duda que su padre nunca pudo resolverle, y no pudo hacerlo porque ella nunca se la planteó. Y no se la planteó porque le daba miedo que no se la pudiera resolver, o que ella no pudiera creerse la respuesta. Era una duda última, definitiva, fatal.

—Cuando yo sea una con todos, ¿cómo podrá reconocerme mamá, si no llegó a conocerme? ¿Cómo podrá quererme, si no me conoce?

Hubo otro instante de silencio incómodo que rompió el director.

—Nos interesa especialmente lo que pueda obtenerse aplicando su modelo, su famoso modelo, el “Modelo Semperviva de interaccionismo cuántico”. Pensamos que puede dar mucho de sí en este campo.

—Gracias por la confianza, pero está concebido para aplicarlo a partículas cuánticas. Y vuelvo a lo mismo: ¿De qué partículas estaríamos hablando, aquí?

—Bueno, eso no lo puedo responder, no soy un experto en el tema, pero tengo aquí expertos que juzgan que su modelo ofrece grandes posibilidades para ayudar a entender mejor fenómenos no estrictamente cuánticos.

—Algunos colegas dicen eso, pero creo que son más los que dicen que es demasiado abstracto, que no descubre nada nuevo sino que solo reinterpreta lo que ya se conocía, y que hasta ahora no ha permitido formular ni una sola predicción nueva que pueda ser validada experimentalmente. Y en esto último tienen toda la razón.

—Aquí apostamos por usted, doctora. Consideramos que al ensanchar el campo de sus investigaciones y disponer de todos los recursos que necesite, podrá extraerle todas las potencialidades que contiene.

Semperviva suspiró, reflexionó un instante y luego se dirigió a Sinequanon.

—¿Cuál es su opinión, doctor?

—Bueno… solo tengo nociones superficiales de mecánica cuántica y no puedo valorar la posible utilidad de su modelo, porque, la verdad, apenas lo entiendo. —Hizo un gesto cómico abriendo los brazos y elevando las manos a la altura de la cabeza que a Semperviva le recordó el lamento de un payaso—. Pero veo la situación de la siguiente manera: hemos buscado a fondo en el lugar en donde suponemos que suceden las cosas, en las neuronas, y no hemos visto que allí suceda nada relevante. Y cuando digo que hemos buscado a fondo, quiero decir muy a fondo. Si puede criticarse al Consorcio por algo, ciertamente no es porque escatime recursos. Para mí, esa ausencia de resultados significa que no estamos mirando en el lugar adecuado. La TA debe suceder en otro nivel, no en el neurológico. ¿En el cuántico? No lo sé, pero ¿por qué no?

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