En algún momento de mi infancia sentí curiosidad por saber de qué están hechas las cosas. «De pequeñas partículas indivisibles —debió contestarme alguien, no recuerdo quién—. Se llaman átomos, que es una palabra que procede del griego y quiere decir que no se pueden dividir». La explicación me satisfizo plenamente. Se veía venir. Recuerdo, por ejemplo, que mi abuela utilizaba un pequeño martillo para abrir almendras. A veces me lo dejaba hacer a mí. Con un golpe bien dado, la cáscara se partía en dos y aparecía la semilla comestible. La cáscara era demasiado dura para partirla con la mano, pero con el martillo se conseguía fácilmente. Partir cáscaras de almendra a golpes de martillo me resultaba tan divertido que seguía haciéndolo cuando ya estaban todas abiertas. Al golpear un trozo de cáscara, se partía en trozos menores. Al volver a golpearlos, aparecían trozos menores aún. Y si, llevado por esa mezcla de ensañamiento y curiosidad que es tan característica de los niños, golpeaba una y otra vez hasta que ya no encontraba resistencia, lo que resultaba era una especia de polvo. La cáscara estaba hecha en realidad de aquel polvo. Los diminutos granos que lo componían debían ser los átomos.
Las cosas se dividen en porciones menores hasta que no se pueden dividir más: una explicación clara, comprensible, y plenamente acorde con la experiencia cotidiana. Una explicación que puede dejar plenamente satisfecho a un niño curioso. Pero… los niños crecen y van descubriendo que la cosas no son lo que parecen. Y mucho menos lo que les habían dicho.
Más tarde empecé a estudiar física en el colegio y reaparecieron los átomos. Muy bien, de momento no me habían engañado: en el libro decía lo mismo que me había dicho alguien cercano. Pero aprender es ir dándose cuenta de que todo es más complicado de lo que parece a primera vista, y yo estaba aprendiendo eso. Por ejemplo: aprendes a sumar, a restar, a multiplicar, y cuando llegas a dominar la división te crees que ya lo sabes todo sobre operaciones con números, pero entonces aparecen los decimales y lo complican otra vez. Y luego los negativos. Y luego las raíces cuadradas. Y luego, cuando crees que ya, ahora sí, dominas el tema, te vienen con las raíces cuadradas de números negativos, y eso ya es… inimaginable.
En el colegio aprendí que los átomos ya no son indivisibles. Se les sigue llamando átomos, como si siguieran siendo indivisibles, pero ya no lo son. Supongo que se les sigue llamando así por nostalgia de los buenos viejos tiempos, cuando todo era más fácil y más claro, pero ahora resulta que contienen unas partículas más pequeñas todavía. Ahora resulta que los mal llamados átomos están formados por un núcleo, en el que se apelotonan protones y neutrones, y algunos electrones que orbitan alrededor.
Conocer la estructura del átomo supuso un cierto desencanto. Los átomos no son las partículas más básicas que componen las cosas: ellos mismos se componen de otras partículas. Quizá me sentí molesto por el engaño, eso no lo recuerdo, pero supongo que no demasiado, porque a esas alturas todavía era bastante confiado y probablemente me dije que lo único que sucedía es que me habían dado una explicación simplificada. En algún momento posterior me sorprendió más averiguar que esa estructura no era maciza, sino que había en ella un espacio vacío en el que giraban los electrones. Un espacio muy grande, enorme, comparado con el tamaño del núcleo y los propios electrones. Que los objetos macizos estén formados por elementos que no lo son, ya es un poco raro. Pero, bueno, todavía puede entenderse. Al fin y al cabo, hay cosas más macizas y cosas menos macizas, y es lógico pensar que las menos macizas contienen más vacío que las más macizas. El hierro, por ejemplo, debe estar más “lleno” de materia que las cáscaras de almendra, y por eso la cabeza del martillo las rompe sin romperse. Sí, la cáscara de almendra parece maciza, pero una buena serie de martillazos demuestra que no lo es tanto. No tanto como el hierro, por lo menos. Eso aún se puede llegar a entender. Pero es más intrigante que los electrones estén en perpetuo movimiento. Pensar que la más dura e inmutable de las rocas, el más resistente y denso de los metales, incluso el mismísimo hielo, alberguen en sus entrañas un movimiento incesante, era algo que me intrigaba entonces y, siendo sincero, todavía sigue intrigándome ahora.
Bueno, así son las cosas, hay que hacerse a la idea. Las partículas elementales son en realidad tres: protones, neutrones y electrones. Bueno, sigamos aprendiendo. ¿En qué se diferencian entre sí estas tres partículas? En la carga eléctrica, me dijeron. Los electrones tienen carga negativa, los protones la tienen positiva y los neutrones son (aquí no hubo sorpresa) neutros. Vale, así se explica también el origen de la electricidad. Viene ya incorporada en las partículas elementales. Y si no se detecta corriente eléctrica en la mayoría de las cosas a nuestro alrededor, es porque hay en los átomos un elegante equilibrio: tienen el mismo número de electrones, de protones y de neutrones. Por tanto, y si nadie lo molesta, un átomo “normal” es eléctricamente neutro: las cargas negativas de los electrones anulan las de los protones. Bien, bien, bien.
¡Eh, un momento! ¿No habíamos quedado en que las cargas del mismo signo se atraen y las de signo distinto se repelen? ¡Si hasta lo habíamos comprobado jugando con dos imanes! Entonces, ¿por qué los electrones negativos no son atraídos por los protones positivos del núcleo? ¿Por qué el átomo no queda reducido a una bola compacta? Bueno, a una bola compacta tampoco podría ser, porque ¿cómo es posible que los protones, todos con carga positiva, se encuentren apelotonados en el núcleo, como un rebaño de ovejas protegiéndose ante los aullidos de los lobos? ¡Deberían separarse, empujados por la fuerza de repulsión entre cargas del mismo signo! Es más: ¡Deberían unirse cada uno de ellos a un electrón, sucumbiendo el uno y el otro a la irresistible atracción de las cargas de diferente signo! La imagen más lógica del átomo debería ser la de un núcleo de neutrones rodeado por una serie de parejas protón-electrón en perpetuo apareo. Y resulta que no es así. Parece que alguien miente. O la estructura del átomo no es la que me enseñaron, o las cargas de las partículas subatómicas no son las que me enseñaron. O…
Ahora viene el lío. La tercera posibilidad es que haya algo que hasta ahora no había entrado en juego y que mantenga a los electrones alejados de los protones, a pesar de la intensidad con la que se atraen mutuamente, y que también exista algo que mantenga a los protones unidos entre sí, pese a la intensidad con la que se detestan. Y, sí, hay algo. Algo que no me podían enseñar en aquella época porque no forma parte de la física clásica, de la física que un niño puede llegar a entender (que me perdone la memoria de Newton por definirla de esta manera), porque esa física clásica aún está “más o menos” conectada con la experiencia cotidiana. La explicación que buscamos forma parte de otra física, la física cuántica, que presenta una imagen de la estructura última de la realidad tan alejada de la experiencia cotidiana y de la física clásica como lo está la música dodecafónica de las armonías de la música clásica. La comparación tiene un cierto trasfondo, porque resulta que la física cuántica y la música dodecafónica nacieron en la misma época y en el mismo entorno geográfico e intelectual: centroeuropa en los primeros años del siglo XX. Tan lejos y tan cerca.
Vamos a intentar deshacer el lío. Pero para eso hará falta un nuevo capítulo.
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