Juan era estudiante de ingeniería informática. Era muy bueno, el mejor de su promoción. Sus intereses se centraban principalmente en la inteligencia artificial. Cuando le faltaba poco para acabar, decidió matricularse en algunas asignaturas de psicología. Quería conocer mejor los mecanismos del funcionamiento de la mente humana con el objetivo de aplicarlos al desarrollo de nuevas formas de IA. Allí conoció a Mar. Ella estudiaba humanidades, pero se había hecho un currículum a medida que combinaba arte, psicología, filosofía, y alguna cosa más.
Juan quedó fascinado por Mar. Le resultaba tremendamente atractiva, y además le pareció la persona más inteligente que había conocido nunca. Consiguió que trabajaran juntos preparando una presentación en la que comparaban la inteligencia natural con la artificial; él le explicaba aspectos complejos de la programación de la IA y ella lo entendía todo con facilidad. No solo eso: llegaba a proponer ideas originales que no se le habían ocurrido a él. Lo que más le asombraba era que, siendo capaz de captar la problemática de unas cuestiones tan especializadas y tan avanzadas, no les diera importancia y no le despertaran demasiado interés. Que prefiriera ir a ver una exposición de pintura que continuaría abierta muchos días más antes que comprobar en directo cómo funcionaba una idea que se le había ocurrido para mejorar los resultados de la IA con la que él experimentaba. Nos atrae lo que no entendemos, y él no entendía que Mar prefiriera enfocar su extraordinaria creatividad en el arte, porque para él el arte no tenía más trascendencia que la que pudiera tener la decoración de interiores. No lo entendía, no la entendía, y eso incrementaba la atracción que ejercía sobre él.
Se enamoró desesperadamente de Mar, pero se daba cuenta de que ella no le prestaba más atención que a cualquier otro de sus compañeros. Las exhibiciones de destreza tecnológica que despertaban la admiración de la mayoría, ella parecía considerarlas juegos infantiles. Por eso no se atrevió a tomar ninguna iniciativa, porque no se veía capaz de soportar la respuesta desdeñosa que estaba seguro que obtendría.
Las prácticas de psicología incluían la realización de diversas batería de tests, tanto de inteligencia como de personalidad, desde los puramente psicométricos hasta los proyectivos. Los alumnos aprendían a valorarlos y a interpretar los resultados, pero, naturalmente, sin saber a quién correspondía cada juego de respuestas. Juan pirateó el acceso al sistema informático y obtuvo las respuestas de Mar. Lo hizo en parte por un impulso morboso, por llegar a ver de ella más de lo que ella mostraba, pero también por razones prácticas. Tenía la esperanza de que podría utilizar el conocimiento que le proporcionarían de sus mecanismos mentales para provocar un mayor interés hacia él.
En seguida acabó el semestre. Él sabía de qué asignaturas pensaba matricularse ella el semestre siguiente y se matriculó también de algunas. Pero en realidad ella nunca llegó a matricularse. Se fue.
Al reanudarse las clases y no encontrarla, investigó para saber qué había pasado y se enteró de que estaba en África de voluntaria con una ONG. Le costó recuperarse. Aunque le gustaban las chicas, aunque le gustaban mucho, la idea de entablar una relación con alguna, por muy atractiva que fuera, le provocaba rechazo. Estaría bien tener momentos románticos de vez en cuando y, claro está, estaría muy bien el sexo con regularidad, pero las servidumbres que ello comportaría no se sentía capaz de soportarlas. Se veía a sí mismo programando un nuevo algoritmo y veía que ella se acercaba para proponerle que salieran a cenar, o que vieran una película, o que quedaran con amigos, y pensaba que no valía la pena. Mejor solo. Pero pensaba en Mar y… todo daba la vuelta. Hacer cualquier cosa para complacerla, para provocarle una sonrisa, para obtener un beso, valdría la pena sobradamente. Conversar con ella, gozar de su ingenio, de su sentido del humor, de los giros inesperados de sus reflexiones… Si uno no ha conocido lo maravilloso, vivir en la mediocridad no le provoca ningún sufrimiento. Pero si lo ha conocido, aunque solo lo haya visto de lejos, la mediocridad le resulta insoportable y no puede resignarse a renunciar a lo maravilloso.
Durante años le siguió la pista a distancia, a través de las redes sociales, y también alguna vez, impulsado por un deseo superior a su capacidad de autocontrol, le pirateó datos personales. Ella iba y venía, pintaba, hacía experimentación audiovisual, escribía. Incluso llegó a formar parte de un grupo de teatro. Él acabó los estudios, trabajó en una gran empresa en la que en poco tiempo llegó a ser responsable de proyectos importantes, y acabó creando su propia empresa para desarrollar algunas ideas innovadoras. Su mayor logro fue el diseño de una IA muy útil en el diagnóstico de problemas psicológicos. Le resultaba fácil conseguir financiación y ganaba mucho dinero.
Un día se enteró de que Mar había vuelto a la ciudad con la intención de establecerse en ella. Buscaba trabajo. Estaba atravesando un momento difícil. Había roto una relación, y sus últimos proyectos artísticos, siempre muy arriesgados y vanguardistas, habían fracasado. Juan fingió encontrarla casualmente en una red social y le propuso que se vieran para charlar y recordar viejos tiempos. Cuando por fin la tuvo delante quedó conmovido. Había madurado, era más adulta, su belleza ya no era explosiva sino serena. Quizá él también había madurado. Ya no la veía como una golosina tan apetitosa que no podía aplazar el momento de saborearla, sino más bien como un lugar en el que vivir una vida serenamente feliz, un vasto paraíso que nunca acabaría de explorar. Pero también la encontró más frágil, más insegura, más desorientada. La envolvía un aura de tristeza, de resignación. Eso le enterneció como no hubiera podido imaginar, y a la vez le sublevó. Le provocó una rabia desconocida, un deseo furioso de destruir el mundo que había provocado esa tristeza. Y decidió que nada de lo que hiciera en adelante tendría sentido si no estaba encaminado a devolverle la confianza, a hacerla sentir otra vez segura, a permitir que se expresara otra vez su talento, su creatividad, su inteligencia. A que volviera a brillar.
Esa noche concibió el proyecto de su vida: una IA que le enseñara lo que tenía que hacer para enamorar a Mar y hacerla feliz. El proyecto Cupido. Como primer paso de la estrategia, le ofreció un trabajo con un objetivo doble: ayudarla y tenerla cerca. Uno de los departamentos de su empresa se dedicaba a desarrollar perfiles psicológicos para personajes de videojuegos, de manera que los desarrolladores pudieran comprobar cuáles de las posibles reacciones del personaje en una situación determinada eran más coherentes con su personalidad y temperamento. Le explicó a ella que quería ampliar el negocio vendiendo no solo perfiles psicológicos, sino también imágenes gráficas de los personajes inspiradas en el perfil, y que había pensado que ella era la persona más adecuada para crearlas. Le ofreció un sueldo que no podía rechazar y le garantizó que no habría ninguna exigencia en cuanto a horarios y plazos de entrega, que no quería entorpecer su creatividad de ninguna manera. Mencionó de pasada que tendría que someterse a una batería de tests, que así lo requerían los procedimientos de admisión de personal para puestos como el suyo, aunque lo cierto es que ese requerimiento no existía. Ella aceptó, como esperaba, y él percibió una reacción emocional de agradecimiento, de agradecimiento sincero, incluso intenso. Pero esa reacción positiva hacia él solo le produjo una satisfacción momentánea. Eso no era lo que buscaba. Agradecimiento no es enamoramiento, y era eso, enamoramiento, y solo eso, lo que estaba empeñado en obtener.
A partir de aquí empezó a trabajar. Basándose en las respuestas a los tests antiguos y nuevos creó un perfil psicológico de Mar con el que configuró la IA. La dotó de un motor emocional y la programó para generar respuestas conversacionales acordes con el perfil psicológico. A continuación le enseñó cuáles de las respuestas que generaba la acercaban al objetivo, es decir, cuáles de las respuestas podían considerarse un indicio de enamoramiento. Cuando le pareció que había aprendido bastante, la programó para que, en una conversación con ella, valorara si las cosas que él decía la inducían a generar respuestas de enamoramiento. Así, poco a poco, la IA le estaba enseñando a decir cosas que pudieran enamorar a Mar.
El sistema empezaba a funcionar, pero Juan era consciente de que hacía falta un refinamiento mucho mayor para asegurar el éxito. Crear un perfil psicológico basándose únicamente en los resultados de unos tests era una metodología muy rudimentaria. Programó un módulo que lo enriqueciera basándose en conversaciones reales con ella. Se las ingeniaba para mantener charlas aparentemente inocuas con Mar, las grababa, y se las suministraba a la IA para que aprendiera a emularla mejor. Un añadido posterior fue dotar a la IA de la capacidad de generar lo que llamó frases-llave, es decir, frases que él debía pronunciar tales que la respuesta que ella les diera proporcionarían a la IA una información especialmente valiosa.
Pero eso tampoco era suficiente. Decir unas pocas frases no es suficiente para enamorar a nadie, y a Mar menos que a nadie. Como mínimo hacía falta toda una conversación. Varias, muchas conversaciones. Y conversaciones muy eficaces, porque la IA solo podía enseñarle cómo utilizar el lenguaje hablado, pero no otros elementos, como por ejemplo el lenguaje corporal, que son también fundamentales en ese tipo de interacciones personales. Todos esos otros elementos, gestos, expresiones, posturas, incluso cambios en el tono o el volumen de la voz, debía improvisarlos él, y tenía muy poca confianza en sí mismo. Cada cosa que él dijera debía ser extraordinariamente certera, de forma que pudiera suplir todas las otras deficiencias. Para conseguir ese objetivo, decidió que era imprescindible que la IA actuara en tiempo real durante sus conversaciones con Mar.
Cuando tuvo a punto el nuevo sistema, preparó, con bastante vergüenza y un poco de esperanza, una conversación con ella para ponerlo a prueba. Ocultaba un micrófono que transmitía la conversación a la IA y un diminuto auricular a través del cual recibía las frases que la IA consideraba más adecuadas en cada momento. Le costó fingir naturalidad cuando repetía lo que estaba escuchando como si se le ocurriera a él, pero en conjunto quedó satisfecho con el resultado. Mar parecía más interesada en lo que él decía, reía más a menudo, mostraba una cierta complicidad. Repitió varias veces y los resultados siguieron siendo buenos. Muy buenos.
Decidió dar el paso decisivo. Su intención era invitarla a cenar, pero la IA se lo desaconsejó. No le podía sugerir una actividad concreta, puesto que no manejaba información sobre los entornos en los que se desarrolla la vida social, pero le propuso crear una situación que fuera sensible para ella, algo que la emocionara, la conmoviera, la agitara emocionalmente. Después de dar muchas vueltas, decidió invitarla al estreno en la ciudad de una obra de teatro de éxito que los críticos describían como “sobrecogedora”. Además, el personaje protagonista era una mujer con la que Mar podía identificarse, y el amor y el desamor eran el tema central.
A la salida del teatro le propuso ir a tomar algo. Ella respondió que prefería caminar un rato. «¿A ti también te gusta caminar de noche por la ciudad?», le susurró la IA. Él no se atrevió a decirlo. Se sentía en un posición insegura. Era incapaz de decidir si al decirle que prefería caminar, Mar había pretendido hacerle entender que quería estar sola o, por el contrario, le había propuesto que caminaran juntos, y esa incertidumbre le paralizaba. Al cabo de un momento de silencio, la IA le repitió la sugerencia, de acuerdo con su programación. Y, de acuerdo con su programación, tras otro breve periodo de silencio generó una propuesta nueva. «Dicen que solo hay que hablar si vas a decir algo que mejore el silencio, y no estoy seguro de que vaya a ser así, pero de todas formas…» Mar le cogió de la mano. Ahora sí que estaba desconcertado. No podía contar con el consejo de la IA, porque había sucedido algo que lo cambiaba todo y la IA no se había enterado. Se le pasó por la cabeza la idea de decir: «Me has cogido de la mano» para informar a la IA, pero evidentemente era ridículo.
—Me siento sola —dijo Mar.
Su desconcierto aumentó todavía más. La IA le volvió a susurrar y él, sin pensarlo demasiado, lo retransmitió a Mar.
—No lo estás.
Y, fuera de guion, le apretó ligeramente la mano.
—Y débil.
—Cuando te conocí en la universidad pensé que no había conocido a nadie con una fortaleza mayor que la tuya.
La IA había empezado, pero él había acabado la frase sin atender mas que a su propio impulso.
—Ya no soy aquella.
—Eres mejor —pronunciaron al unísono la IA al oído de Juan y este al oído de Mar, como confesándole un secreto.
Ella se detuvo, volvió la cabeza hacia él y le miró a los ojos. Vio que estaban húmedos.
—¡Mar, preciosa! —improvisó él con convicción. Y con mas convicción todavía, improvisó un beso.
Su plan había funcionado. Cupido había funcionado. Durante un tiempo fue inmensamente feliz. Pero luego, poco a poco, la situación fue evolucionando de una manera que no había previsto. Ni siquiera era capaz de entender lo que estaba pasando.
Están acabando de cenar. Desde el otro lado de la mesa los contemplan sendas figuras de ellos mismos a tamaño natural completamente desnudos, pero el cuerpo de ella tiene la cabeza de él y el de él la cabeza de ella. Detrás, un enorme ventanal les muestra las luces de la ciudad.
—También sales esta noche. ¿Me equivoco?
—Depende de si tú también sales.
—¿Qué quieres decir? ¿Lo que tú hagas depende de lo qu yo haga?
—Si tú también sales, te equivocas usando el singular. Lo que deberías decir es que salimos, no que yo salgo.
En el móvil de ella suena una notificación. Lo mira un momento y empieza a recoger su parte de la mesa.
—Ya sabes que no me gusta salir tan a menudo.
—Ya sabes que no me gusta quedarme en casa tan a menudo.
—Cupido, activa María.
La respuesta es casi instantánea.
—Hola, Juan. ¿Qué tal el día?
—Bueno, nada especial, pero estoy seguro de que lo mejor está por llegar. ¿Me dejas ver qué llevas puesto?
—Tiene una simulación mía en IA y se hace pajas con ella. La llama Mar-IA.
—¡Joder! ¡Se corre hablando con un ordenador!
—No, no es del todo así. Habla con una animación de mí misma. Muuuuy sexy. Se la hice yo, medio de broma, como regalo. Me quedó tan sexy que incluso yo me pongo caliente cuando la veo.
—Me lo creo, eres muy buena.
—Mejor diseñadora que amante, supongo.
—Bueno, a fin de cuentas estás con él por dinero, ¿no?
—Vaya forma más fea de decirlo. Estoy con él porque me ayudó a remontar cuando me estaba hundiendo. Me ayudó material y emocionalmente. Me sacó del pozo.
—¿Y ahora?
—Bueno… parece que a los dos nos va bien así. Para mí está bien que se satisfaga con una emulación mía. Es como si le estuviera devolviendo lo que hizo por mí, pero sin tener que hacer nada. Y él… creo que no se entera de la vida que llevo.
—Qué gilipollas.
—No, qué va. Es muy listo. Eso es lo único que me hace sentir mal: que si no se entera es porque está tan enamorado de mí que, en todo lo relacionado conmigo, la inteligencia no tiene la última palabra. La tienen los sentimientos.
—No lo compadezcas. En esa Mar-IA ha conseguido juntar las dos cosas que más le interesan en el mundo. Las únicas que le interesan, seguramente. Quién pudiera.
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