Cuando le notificaron que había sido elegido para formar parte de un jurado popular, lo primero que hizo Alberto fue llamar a un amigo abogado y pedirle información al respecto. De lo que le dijo, lo que más le preocupó fue que sería muy difícil que pudiera librarse. Tampoco le gustó nada saber que durante las deliberaciones lo mantendrían incomunicado, sin acceso ni siquiera al móvil. Aunque, con respecto a esto, su amigo sí que le propuso una solución.
—El problema solo lo tendrías si las discusiones se alargasen y te tocara pasar alguna noche encerrado en un hotel, pero la verdad es que la policía no se toma muy en serio lo de requisar los móviles. Sé que hay quien les deja uno viejo y esconde el suyo. Y funciona.
Poco a poco fue haciéndose a la idea de que tendría que pasar por aquello. Y poco a poco fue encontrándole una cierta gracia. Podría decidir si un acusado era culpable o no. A veces le sorprendía, e incluso le indignaba, la sentencia que se había dictado en algún juicio de esos que tienen gran repercusión mediática. Él se veía capaz de tomar decisiones más justas. Es cierto que no decidiría solo él, que tendría que haber una mayoría que estuviera de acuerdo, pero se veía capaz de convencer a los otros.
Cuando le notificaron que había sido elegida para formar parte de un jurado popular, a Rita se le cayó el mundo encima. Tener que asistir cada día al juicio, tener que discutir con los demás sobre la culpabilidad o inocencia del acusado, verse obligada a tomar una decisión… A veces había comentado con su marido algún caso mediático. Él siempre tenía las cosas muy claras y en general pensaba que el acusado era culpable y que había que castigarlo sin contemplaciones. Ella, en cambio, siempre dudaba. Siempre encontraba una sombra de duda, y le horrorizaba la idea de que se pudiera condenar a un inocente. Incluso en los casos en que la culpabilidad estaba fuera de duda, siempre pensaba que las circunstancias personales del acusado, el entorno en que había vivido, y factores de ese tipo, ayudaban a entender lo que había hecho e incluso lo justificaban.
—En el fondo tienes suerte —le dijo su marido para animarla—. Ahora tendrás la oportunidad de hacer valer esa manera tuya de ver las cosas.
Cuando les reunieron para informarles de lo que tendrían que hacer, Rita se enteró de que estaría incomunicada durante las deliberaciones y no le gustó nada. A la salida coincidió con Alberto de camino al metro.
—Vaya rollo, ¿no? —dijo él para iniciar una conversación.
—Pues sí. Y además nos quitan los móviles.
—Bueno, no te preocupes por eso. Me han dicho cómo se puede evitar.
Alberto no tuvo problema para ser elegido portavoz.
—Bueno, primero lo más fácil —dijo cuando empezaron las deliberaciones—. No creo que tengamos dudas de que lo hizo, ¿no?
Nadie respondió, pero todas las cabezas hicieron un gesto de negación.
—Bien, acabaremos rápido. Como estamos de acuerdo en que lo hizo, también estaremos de acuerdo en que es culpable, ¿verdad?
Hubo algún gesto de asentimiento, pero esta vez no fue general. Rita levantó tímidamente la mano.
—Yo creo que… Nos ha dicho el juez que para que sea culpable tiene que ser responsable, o sea, que lo hizo… con total libertad y sabiendo lo que hacía. Y eso… no lo veo muy claro.
—¿Por qué? Nadie lo obligó. Y no estaba drogado ni nada de eso.
—Sí pero… están las circunstancias.
—¿Qué circunstancias?
—Bueno, las circunstancias de esa persona. Ya hemos visto que su vida ha sido muy dura. Durísima.
—La vida es dura —interviene una mujer—. Todo eso que ha dicho el abogado era una exageración para ablandarnos. Ya sé cómo funciona esa gente.
—Yo estoy de acuerdo con ella —dice un hombre señalando a Rita—. Las circunstancias a veces te obligan, aunque no haya nadie apuntándote con una pistola. Y además está la genética.
—Sí, la genética —se anima Rita—. Con esos padres es normal que saliera así. Estoy de acuerdo en que lo que hizo está mal, pero si ya tenía esa mala tendencia por la genética y además se juntaron las condiciones en que ha vivido, en fin, la infancia tan difícil, los abusos que sufrió… Lo que hizo está mal, pero yo, en conciencia, no lo puedo culpar.
—Vamos a ver —interviene Alberto—, aquí se están mezclando cosas. Todos somos hijos de nuestro padre y nuestra madre, todos tenemos problemas, todos hemos vivido lo que hemos vivido, pero a la hora de decidir si haces una cosa o no la haces, tú puedes decidir hacerla igual que puedes decidir no hacerla. Eso que dicen los que piden el metro, «es muy triste pedir pero más triste es robar», es un chantaje. Te están amenazando. Hay quien pasa muchas penalidades y nunca se le ocurriría robar, y hay quien roba sin tener necesidad.
—Precisamente —dice Rita—. Los que nunca lo harían es porque tienen, porque tenemos, esa predisposición. Los que lo hacen es porque tienen la predisposición contraria. Y por las circunstancias. Y nadie es culpable de tener una predisposición u otra ni de sus circunstancias.
—Eso es mezclar las cosas… —vuelve Alberto.
—Sí, es mezclar las cosas —dice la mujer que ha intervenido antes—. Si yo tengo ganas de… no sé, eructar, puedo elegir hacerlo o no hacerlo. Si lo hago, soy responsable por haberlo hecho. Que tuviera ganas, o necesidad, no es excusa. Podía no haberlo hecho. Eso es lo que nos piden que decidamos: si lo hizo, que está claro que sí, y si es responsable de haberlo hecho, que para mí también está claro. Luego, el juez ya verá si le mete muchos años o pocos en función de sus circunstancias, etcétera, pero lo que hizo, lo hizo porque quiso. Podía no haberlo hecho.
Alberto asiente. Todos miran a Rita esperando su respuesta. Ella se siente un poco acorralada.
—Bueno, yo es que pienso que si yo… si yo hubiera tenido esos padres, si hubiera vivido lo que él, si hubiera pasado lo que ha pasado él… habría hecho lo mismo. Ahora es muy fácil decir que yo no lo haría, porque mis circunstancias son diferentes, pero si fueran las mismas… creo que también lo haría. Y no es porque sea mala persona, no lo soy, es porque no me quedaría más remedio. Y… como pienso que yo también lo podría haber hecho, pues… no puedo considerarlo culpable.
Alberto niega vigorosamente con la cabeza.
—Vamos a ver. No repetiré lo que ya hemos dicho, porque por ese camino no acabaríamos nunca. Pero hay otra cosa que debemos tener en cuenta y que quizá es la más importante. Aun en el caso de que pensáramos que nadie es responsable de lo que hace por todo lo que habéis dicho, que yo no lo pienso, pero bueno, aunque lo pensara, seguiría creyendo que se le debe condenar y castigar. Es una cuestión de… no sé cómo decirlo, de defensa propia. Los que vivimos tranquilamente sin hacer daño a nadie tenemos que estar protegidos de los que nos pueden hacer daño. Para eso está la justicia. Aunque tal vez en el fondo ellos no tienen la culpa por… todo eso que decís. Pero, bueno, si viene alguien a matarme, no voy a dejar que me mate porque no es responsable de lo que está haciendo. Me defenderé, tengo derecho a hacerlo. Aunque él no tenga la culpa de quererme matar, yo aún tengo menos culpa de que me mate. La sociedad ha de defenderse. Si el delincuente no puede evitar hacerlo porque es como es, lo siento por él, pero tenemos que… ponerlo fuera de la circulación para que no haga daño.
—Exacto.
—Bueno… la sociedad… —duda Rita— la sociedad… Eso es algo muy abstracto.
—La sociedad somos todos.
—La sociedad… visto así, la sociedad es la culpable, en realidad. La sociedad lo ha hecho como es.
—¿Y qué quieres que hagamos? ¿Que condenemos a la sociedad?
—Pues… en cierta forma, sí. La justicia, las leyes, vale, sirven para defendernos, pero es como… como si cada día tienes dolor de cabeza y te tomas un ibuprofeno. Lo que tendrías que hacer es ir al médico para solucionar el problema de fondo que te causa los dolores de cabeza. La justicia no soluciona el problema. La solución sería que la sociedad cambiara, que fuera más… justa, y no creara personas que cometen delitos.
—No estamos aquí para arreglar el mundo, sino para decidir si el acusado es culpable o inocente.
—Pues yo, teniendo en cuenta las circunstancias, no puedo considerarlo culpable.
Alberto suspira.
—Bueno, creo que tu postura es minoritaria. Solo la habéis defendido dos. Con siete votos a favor y dos en contra, lo podemos condenar. Vamos a hacer una votación. ¿Quienes consideran que es culpable? —y levanta vigorosamente el brazo.
Solo hay seis manos alzadas.
Varias horas después, la última votación del día arroja el mismo resultado.
—Siento que hayamos llegado a esta situación —dice Alberto contrariado—, pero, bueno, es lo que hay. Tendremos que seguir mañana.
Cuando Rita se encierra en la habitación del hotel, solo tiene ganas de ponerse a dormir. Le iría bien una charla con su marido, pero cree que no debe llamarlo porque sabe que acabará hablándole del juicio, y eso no puede ser. Ya ha infringido bastante las normas al engañar a la policía para quedarse con el móvil. Se había dicho que lo miraría solo para saber si había pasado algo y para distraerse un poco, pero que no mantendría ninguna conversación que pudiera constituir una ruptura de la incomunicación que les han impuesto. Y además sabe que si le explicara a su marido el debate que están teniendo, él estaría de parte de la mayoría que quiere condenar. Esa idea le desasosiega aún más.
Enciende el móvil. No entra en ningún chat para que no quede constancia de que está conectada. Se pone un vídeo musical. Está mentalmente agotada; los ojos se le cierran sin que pueda evitarlo. Entonces suena el tono de la notificación que le avisa de un mensaje de su marido. Si le quiere decir algo debe ser porque es importante. Abre el chat. Lee:
—Ha sido increíble!!!
No entiende nada, pero no tiene tiempo de pensar. Inmediatamente llega otro:
—Eres una diosa!
Y en seguida:
—Repetiremos, no?
Ahora tiene tiempo de pensar, y lo que se le ocurre la deja atónita. No se lo puede creer, pero sucede algo que le deja pocas dudas: uno tras otro, los tres mensajes son borrados ante sus ojos. Y sin pensar más, lo llama. El teléfono suena varias veces. Teme que no le conteste, pero al final lo hace.
—¡Hola, cariño! ¿Cómo estás? ¿Está siendo muy duro?
—¿Qué son esos mensajes?
—¿Qué mensajes?
—Los que acabas de borrar.
—Nada, me he equivocado de chat. Vaya palo, tener que quedarte, ¿no?
—Los he leído.
—¡Ah…! Y… ¿Qué has leído?
—Lo que le decías a… déjame adivinar: a la nueva, esa tan simpática de la que hablas tanto estos días.
—¡No, qué va! Era un broma.
—¿Una broma?
—Sí una broma. Con… con mi hermana.
—Tu hermana.
—Sí, me invitó a cenar. Como estaba solo… Siempre le digo que cocina muy mal, ya sabes, pero hoy la cena estaba buena y… en fin, eso, le hice… esa broma. ¿Qué habías pensado?
—Que tu hermana está en París.
—¿Qué?
—Con su novio. Toda la semana. Me llamó para pedirme el nombre de aquel restaurant que nos gustó tanto.
—Pues… ¡vaya!… pues…
Hay un instante de silencio.
—Pues… ¿qué?
—Perdona, Rita. Ha sido una tontería. Una vez. La primera. Y la última.
—Querías repetir…
—No, no. Te lo juro. Nunca más. Ha sido una tontería. La primera y la última. Solo me importas tú.
—¿Por qué lo has hecho?
Hay un silencio más largo.
—Ha sido un… impulso. Ella lleva varios días tonteando… insinuándose… y al final… pues eso. No he podido aguantarme.
—Como un niño ante unas chuches…
—No sé, me siento… ridículo… Es que… tú… tú eres la que más me gusta, siempre, desde el primer día, y la única que me importa, pero…
—¿Pero no tienes bastante?
—Has de entenderme, Rita. Te pido perdón y te lo pediré todas las veces que haga falta, pero es que… las circunstancias…
—No vuelvas con eso. ¡Ni que fueras un pelele sin voluntad!
—Quiero que entiendas mis circunstancias, cariño. No son solo las… insinuaciones. Déjame que te explique. Yo… yo cuando era… más joven, me dedicaba a estudiar y nada más. Bueno, sí, a trabajar, claro, para pagarme la carrera y el máster. Lo que quiero decir es que en la universidad, mis compañeros… vivían, tenían experiencias, en fin, ya me entiendes, salían con chicas, se lo pasaban bien. Yo no tenía tiempo. Prepararme para el futuro era lo único importante. Me decía que ya viviría después, cuando acabara. Y, bueno, me ha ido bien estudiar tanto, tengo un buen trabajo. Pero cuando acabé… te conocí. Y ya no hubo nadie más. No ha habido nadie más. Y, bueno, a veces se me pasaba por la cabeza que me había perdido algo. Que en una etapa de mi vida no había hecho lo que se hace en esa etapa, lo que hay que hacer para… para que todo vaya normal. Por eso, cuando ella me lo ha puesto tan fácil, pues… no he podido evitarlo. No ha sido culpa mía. Ya sé que suena… difícil de creer, pero es la verdad, Rita. Ha pasado una vez, no ha sido culpa mía, y no volverá a pasar.
Cuando Alberto se encierra en su habitación, lo primero que hace es conectar el móvil. Ve que tiene varias llamadas de su ex y un mensaje:
—Llámame, es importante
Llama.
—Hola, ¿qué pasa?
—El niño.
—¿Le ha pasado algo?
—Lo ha traído la policía esta tarde. Lo han pillado con… drogas.
—¿Drogas? No puede ser.
—Sí, drogas. Nosotros ya hemos hablado con él y lo hemos castigado.
—¿Nosotros?
—Sí, Gabriel y yo.
—¡Gabriel no pinta nada en esto!
—Vivimos con él. Hace de… figura paterna.
—¡La figura paterna soy yo!
—Sí, pero tú no estás aquí.
—¡Claro que no! ¡Os lo llevasteis a mil kilómetros de mí!
—No vuelvas con eso, por favor…
—Pero eso… ¡Eso tiene consecuencias! ¡Ya se ve!
—No es culpa nuestra, Alberto. Sé razonable.
—¡Ah, no es culpa vuestra! ¿De quién es, entonces?
—Suya, claro.
—¡Es un niño!
—No, Alberto. Lo seguimos llamando “el niño” pero ya no es tan niño. Ya sabe muy bien lo que hace. Piensa en ti cuando tenías su edad.
—¡Joder, pues peor me lo pones! ¡Igual ya es demasiado tarde!
—Demasiado tarde, ¿para qué?
—Para sacarlo del mal camino. Para educarlo bien.
—¡Lo estamos educando bien!
—Ya veo. Un niño que era… estupendo… Que era, no: que es. Es un chaval estupendo. Si hace eso es porque… lo debe estar pasando mal.
—Lo tienes idealizado, Alberto. Para ti sigue siendo un niño inocente. Ahora… ya no es igual.
—Estuve con él este verano y sigue siendo… eso: estupendo.
—Claro, en vacaciones. Todos somos estupendos, en vacaciones, en la playa. Tú no estás con él cada día.
—¡Qué más quisiera! Seguro que no habría hecho lo que ha hecho.
—¿Pero tú qué te crees? ¿Que no lo hacemos lo mejor que podemos, nosotros? Te crees que basta con buenas palabras y palmaditas, y llevártelo a la playa en verano, pero no. Nosotros hacemos lo que podemos, un día sí y otro también, con paciencia, con… cariño, pero él va a la suya.
—Los amigos. Deben haber sido las malas compañías. ¿Los tenéis controlados?
—¿Cómo vamos a tenerlos controlados?
—¡Joder, a estas edades los amigos influyen muchísimo! Hay que evitar que se rodee de malas compañías! Y si el tronco se desvía de joven, luego ya no hay quien lo enderece.
—Si va con malas compañías, como dices tú, es porque él las elige. Nosotros no podemos impedir que elija a sus amigos; sería peor. Nosotros intentamos influenciarlo en sentido positivo, pero al final quien decide es él. Con los amigos y con todo.
—No, no sois una buena influencia. Con una buena influencia sería diferente. Mañana mismo voy al abogado y le digo que reclame la custodia. Es evidente que sois una mala influencia y que con vosotros se va a convertir en un… delincuente. El juez lo entenderá.
—Antes de empezar a discutir, quiero exponer una cosa —dice Alberto en tomo grave, pero varias manos se han levantado en cuanto ha abierto la boca—. Bueno, veo que queréis hablar algunos de lo que no intervinisteis ayer. Me espero al final. A ver, de izquierda a derecha.
—Esta noche he estado dando vueltas a lo que dijimos ayer y se me ha ocurrido algo —dice una mujer madura—. Es sobre eso de que nos influye la genética, y lo que nos ha pasado, y, en fin, todas esas cosas. Que al final no somos responsables porque no podemos hacer otra cosa. Pues sí, somos responsables porque tenemos un alma. El cuerpo sí que está influido por la genética y por todo lo que le pasa, si tienes hambre, o frío, lo que sea, pero el alma, no. Me acuerdo de un ejemplo que alguien puso ayer: tengo ganas de eructar. No es que tenga ganas, es mi cuerpo el que lo quiere, o lo necesita, pero mi alma decide si lo hace o no. El cuerpo es material y le influyen… pues eso, cosas materiales, lo que come, lo que respira, los genes… pero el alma no es material y todo eso no le influye. No le puede influir, está… en otro nivel. Cuando tú decides, es tu alma la que decide, y decide si hace caso a lo que le pide el cuerpo o no. Si eructa o no.
—Bueno, yo no creo en el alma ni en nada espiritual —dice un hombre algo mayor que la mujer que acaba de hablar; le dirige a esta una sonrisa comprensiva —pero estoy de acuerdo en el fondo —ella le responde con una sonrisa parecida—. Me baso también en el ejemplo del eructo. Yo decido si eructo o no. No es mi alma, pero algo en mí decide, algo que es esencial en mí. Yo le llamaría mi voluntad. Mi cuerpo necesita eructar, pero algo que hay en mí, la voluntad, decide si lo hace o no. Puede no hacerlo. Pero lo más importante no es eso. Lo más importantes es que, a veces, el cuerpo puede más y, aunque yo no quería hacerlo, acabo haciéndolo. En esos casos yo sé que ha pasado eso: sé que yo no quería hacerlo pero no me ha quedado más remedio que hacerlo. No me he podido aguantar. Por tanto, en los otros casos, cuando no he sentido esa… fuerza irresistible, ha decidido mi voluntad, y por tanto soy responsable. Lo que quiero decir es que no puede ser que siempre decidamos forzados por las circunstancia o… lo que sea, porque, cuando es así, nos damos cuenta. Por tanto, normalmente no es así, porque normalmente no nos damos cuenta de que algo nos fuerza a actuar. Normalmente nos damos cuenta de que decidimos lo que queremos. Las circunstancias están ahí, pero podemos hacerles caso o no. Como a las ganas de eructar.
—Vale —Alberto continua en tono grave—. Quedas tú, Rita.
—Yo quiero decir que he cambiado de opinión. Esta noche he pensado en cosas… cosas que me han pasado, experiencias que he tenido en la vida, y he visto claro que la gente pone excusas para no afrontar sus responsabilidades. Todo eso de que la vida me ha hecho así, pobre de mí, yo no quería pero la sociedad no me ha dejado más remedio… todo eso son excusas. Como la gente que pide en el metro. Alberto lo dijo muy bien: nos están amenazando. Quieren hacernos creer que si no les damos, no les quedará más remedio que robar, pero en realidad todos sabemos que no lo hacen por eso, sino que pedir es su forma de vida. Si nadie les diera nada, robar o no robar sería decisión suya. La gente honesta intenta salir adelante sin robar ni pedir. En fin, que he cambiado de opinión, y siento haberos hecho perder el tiempo con mis… tonterías. Así que ya somos mayoría. Lo condenamos y nos vamos a casa a… a intentar seguir con nuestra vida.
—Lo siento, pero no —el tono de Alberto es ahora fúnebre—. Yo también he estado pensando y he… repasado, he analizado experiencias que he tenido, y he llegado a la conclusión contraria. Hay gente a mi alrededor que son buena gente, personas estupendas, y que un entorno… negativo, una falta de atención cuando la necesitaban, sobre todo en la infancia, o al inicio de la adolescencia, les ha hecho hacer cosas que no por sí mismos no hubieran hecho. El entorno, una familia… inadecuada, las malas compañías, una cosa lleva a la otra y se acaban haciendo cosas que no están bien. Pero no les puedo culpar a ellos: los han empujado, es como si les hubieran obligado. Y, pensando en esas personas, en lo que he visto que les ha pasado, no puedo condenar. Lo siento, yo también he cambiado de opinión y, por tanto, estamos donde estábamos.
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