Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
El lenguaje del ser

El lenguaje del ser

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(2)

—Me dejarás elegir la música ¿eh?
—Vale, pero yo tengo derecho de veto.
El médico no puede quejarse: le ha tocado el mejor conductor que podía desear. La tormenta de nieve durará varias horas y la pista que sube al altiplano tiene tramos difíciles. El conductor la conoce mejor que ningún otro, y su destreza al volante es legendaria. No será un rescate difícil, porque el hombre accidentado está al lado de una cabaña y podrán esperar allí hasta que el tiempo permita que envíen un helicóptero para evacuarlo. Eso si no lo encuentran ya congelado. Pero el problema es llegar al altiplano con la tormenta. Probablemente se hubiera negado a subir con cualquier otro, pero con el que le ha tocado se siente seguro.
—¿Has estado en el altiplano? —le pregunta el conductor cuando el camino empieza a ponerse difícil.
—Sí, un par de veces.
—En invierno.
—No, en invierno no. ¿Tu sí?
—Sí.
—¿Por trabajo?
—Por trabajo y también por… placer.
—¿Placer? —el tono de la pregunta expresa escepticismo— No sé qué necesidad hay de subir allí en invierno. No sé qué placer encontráis. Y me gusta la montaña, ¿eh? Si no, no estaría aquí.
El conductor sonríe sin apartar la vista del camino.
—Cuando lleguemos lo entenderás.
—Ya. Más rápido, más alto, más… difícil… ¿cómo era?
—¿Más difícil todavía?
—Eso, más difícil todavía: es lo que os impulsa a los que os gusta hacer esas cosas, cosas como subir al altiplano en invierno sin necesidad.
—Y a la pata coja.
—Y con los ojos vendados.
El conductor vuelve a sonreír. La exposición a la intemperie ha dado a la piel de su cara una consistencia coriácea y los surcos que se le forman se ven muy profundos, como cañones de montaña.
—No, no es por eso. Es por… bueno, ya lo verás.
—No hay nada, allí, ¿no?
—No, solo hielo y nieve. Tal vez sea eso, que no hay nada más.
—Ya.
El ascenso es duro, como era previsible. Un par de veces tienen que salir del vehículo y trabajar con las palas para abrirse paso, pero en ningún momento el médico llega a tener sensación de peligro. La actitud decidida del conductor y la música alegre y energética que hace sonar todo el tiempo le evocan más bien las emociones de una excursión de colegio. Al llegar arriba, la nevada empieza a aflojar. A su alrededor se extiende una superficie interminablemente blanca. El conductor selecciona otra lista de reproducción.
—Cambio de panorama— dice.
Y empieza a sonar una música minimalista que al médico le parece que encaja perfectamente con aquel entorno. Son solo unos esbozos ligeros, como aéreos, que suenan a veces como viento, a veces como cuerda, aunque su origen es sin duda electrónico. Y la monotonía de un bajo seco, áspero, que lo sustenta todo con un latido desesperanzado pero decidido a persistir.
Los dos callan. Al cabo de un rato el conductor levanta una mano del volante y traza un semicírculo horizontal con el brazo.
—Aquí lo tienes —dice.
—Ya veo.
No dicen nada más hasta que llegan a la cabaña. Encuentran al hombre sentado fuera, con la espalda apoyada en la pared de piedra y las piernas enterradas en la nieve. No le ven moverse, pero cuando se acercan se dan cuenta de que les sonríe.
—Lo siento —dice, y advierten que es un anciano—. Resbalé con el hielo y me rompí la pierna, creo.
—No se preocupe —responde el médico—. Ahora lo entraremos a la cabaña, con cuidado, le haré una primera cura y luego vendrá un helicóptero a evacuarlo.
—¡Oh! —dice el hombre— Lamento mucho crear tantos problemas. Fue un accidente estúpido.
Le desentierran las piernas con mucha precaución. Las tiene insensibles, aunque va bien abrigado. Lo tienden en la camilla y lo llevan a la cabaña. En todo momento muestra una gran entereza. Le quitan los pantalones y le aplican calor a las piernas. Poco a poco recupera la sensibilidad. No parece haber congelación. Efectivamente, tiene una tibia fracturada. El médico le reduce la fractura; el anciano no muestra ninguna expresión de dolor. La insensibilidad causada por el frío le ha favorecido. Le entablilla la pierna. Todo ha ido bien.
El conductor sale un momento a comunicar la situación a la central a través de la emisora del vehículo. El médico ha acabado su trabajo.
—Muchas gracias —dice el anciano—. Son ustedes formidables.
—No se preocupe —responde el médico—. Es nuestro trabajo. Lo hacemos lo mejor que podemos, como cualquier otro.
El anciano vuelve a sonreír. Tiene unos ojos pequeños y un poco hundidos en las cuencas, pero vivaces, espabilados. Apenas se le ven los labios entre la barba blanca.
—Y, perdone que se lo pregunte, ¿cómo se le ha ocurrido subir aquí en esta época?
—¡Ah, no! —sonríe aún más el anciano— ¡No he subido! Yo vivo aquí.
—¿Siempre?
—Sí.
—¿Tanto en verano como en invierno?
—Sí.
—¿Desde cuando?
—Hará unos diez años —responde—. Desde que me jubilé de la universidad.
El conductor vuelve a entrar en la cabaña.
—Buenas noticias —dice—. La tormenta ya ha pasado y el helicóptero está a punto de llegar.
—¡Fantástico! —responde el médico.
—Nunca he viajado en helicóptero —dice el anciano.
—No hay mal que por bien no venga —responde el conductor—. Tendrá una nueva experiencia.
—Sí —dice el anciano—, otra experiencia más. Tampoco me había roto nunca una pierna.
Quedan en silencio. Lo rompe el médico.
—Si me permite otra pregunta, no quisiera ser impertinente pero… comprenda mi curiosidad. ¿Qué le ha hecho venir a vivir a un lugar tan inhóspito como este?
—He venido a escuchar el lenguaje del ser.
No sonríe, mira como desde muy adentro, con una expresión de seriedad serena.
La respuesta les deja sin palabras. Al cabo de un momento se oye el helicóptero que se acerca. Preparan al anciano y, en cuanto toma tierra, lo embarcan.
—¡A escuchar el lenguaje del ser! —dice el conductor mientras miran al helicóptero que se aleja sobre la nieve— ¡Vaya gilipollas!
Al médico la serenidad del anciano le ha impresionado. No sabe cómo interpretar la frase, no encuentra sentido a una interpretación literal, entiende que es una especie de metáfora y no sabe muy bien de qué, pero, extrañamente, allí, en aquel silencio desolado, en aquella soledad, la frase le parece natural, coherente. Tiene tan poco sentido como todo lo que hay alrededor, pero todo lo que hay alrededor es real, y esa forma de realidad, esa extraña forma de realidad, inútil, innecesaria, pero oscuramente esencial, es parecida a la de la frase. El altiplano existe, es, y el hecho de ser inútil e innecesario hace que esa cualidad, la de ser, se presente desnuda, sincera, sin ropajes ni artificios. Aquella extensión blanca es ser y nada más que ser, y si alguien pretende encontrar alguna manera de conectar directamente con el ser, no con las formas, no con los colores, o con las voces o movimientos, sino con el puro ser despojado, aquel lugar le parece mejor que cualquier otro. Pero no puede decirle eso al conductor. De hecho, se siente un poco avergonzado por pensarlo, son ideas extrañas que se le han ocurrido en una situación extraña, en un lugar extraño, pero que seguro que le parecerán tonterías si alguna vez las recuerda cuando vuelva a su vida normal, a su entorno habitual. Intenta encontrar alguna frase contemporizadora; no puede explicar esas tonterías al conductor pero tampoco quiere dejar la impresión de que está de acuerdo en considerar al anciano un gilipollas. No es un gilipollas. Ellos no lo pueden entender y, por tanto, no lo deberían juzgar. No, no es un gilipollas y tiene que dejarlo claro. Pero antes de que llegue a dar con las palabras apropiadas, su compañero le evita seguir buscándolas.
—El lenguaje del ser es la música. Todo el mundo lo sabe.

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