—Dea, creo que ya hemos conseguido cerrar el círculo. Era evidente que si la ionosfera altera al efecto de la radiación, solo hay dos maneras de evitarlo: modificar el estado de la ionosfera para adaptarla a la radiación, o alterar la radiación para adaptarla al estado de la ionosfera. Y también era evidente que la ionosfera no se puede alterar. Por tanto, solo quedaba la vía de alterar la radiación. Para ello habría que conocer el estado de la ionosfera en el momento preciso y efectuar los cálculos que permitieran parametrizar adecuadamente la fuente de radiación. Son unos cálculos demasiados complejos para efectuarlos en tiempo real en un ordenador convencional, y eso me hizo pensar que debían haber utilizado un ordenador cuántico. Tengo una autorización de acceso muy amplia al ordenador cuántico del Consorcio y conozco muy bien la tecnología en que se basa, así que conseguí averiguar los cálculos que llevó a cabo en los momentos anteriores al ataque. Gracias a que me proporcionaste los ionogramas de ese día, que siguen sin hacerse públicos, pude ver que los valores de ionización atmosférica eran justamente los que le fueron suministrados como datos de entrada al ordenador cuántico. A partir de ahí, he podido deducir el algoritmo mediante el que parametrizaron las fuentes de radiación de los satélites.
—¡Bien!
—Por tanto, su modo de operación debió ser el siguiente: a la hora de la convocatoria, obtuvieron los datos sobre el estado de la ionosfera, los introdujeron en el ordenador cuántico, enviaron los valores resultantes a los satélites, y estos activaron un dispositivo para producir radiación parametrizada de forma precisa. En los DCT trucados, la rejilla cristalina se activó y transmitió una señal al circuito interno. En el caso de quienes estaban utilizando la TA en aquel momento, la antena interna detectó las ondas cerebrales en el rango de activación y… Aquí viene la segunda parte, que es tan ingeniosa, tan… malditamente ingeniosa, como la primera. Combinando las dos fuentes de radiación, el circuito transmitió una energía a la rejilla cristalina que provocó en ella un efecto fonónico. Nunca lo hubiera descubierto si no hubiera sido porque recordé que hace un tiempo vi una publicación reciente de Hicetnunc, un antiguo compañero que ahora dirige la investigación sobre la física aplicada de la TA en el Consorcio. No había sabido nada de él en mucho tiempo y leí su artículo con mucho interés. Trataba sobre acoplamiento cuántico entre fotones y fonones. Parece un juego de palabras. Un fotón es un paquete de energía electromagnética, ya sabes. Un fonón es un paquete de energía vibratoria. A bajas frecuencias y en las condiciones adecuadas, produce sonido. A altas frecuencias, calor. En un cristal, los átomos están ordenados de manera uniforme, de manera que la vibración de uno de ellos se transmite uniformemente a los demás. Por tanto, es teóricamente posible que un fotón se acople con un fonón y llegue a producir sonido en un cristal, aunque en la práctica es extremadamente difícil. Hicetnunc había encontrado una manera de conseguirlo en condiciones de laboratorio. Eso fue lo que daba a conocer en aquella publicación. Parece que ahora es capaz de hacerlo en condiciones ambientales normales. Es un logro científico extraordinario. Gracias a él, ha conseguido que la radiación emitida por los satélites, en combinación con las ondas cerebrales generadas en la TA, haga que el recubrimiento cristalino de los DCT trucados genere un sonido extremadamente agresivo. Ha conseguido convertir los DCT en un arma.
En los días remotos de la infancia feliz, despertarse era renacer cada mañana a un mundo también renacido. Estrenar otra vez la vida, encontrarse otra vez el mismo regalo y volver a abrirlo con la misma ilusión, y gozar otra vez sabiendo que sería igual, y gozar otra vez sabiendo sería diferente. Los rayos de luz que encontraban algún resquicio entre las lamas de la persiana y trazaban rayas paralelas en la pared, eran siempre iguales, pero eran siempre nuevos, recién creados por un sol también renacido. La imagen de esas rayas, que parecían estáticas pero que en realidad estaban siendo redibujadas mientras ella las miraba, le hacían pensar que, fuera de la semioscuridad de la habitación, el mundo había vuelto a ponerse en marcha y la estaba esperando. El mismo olor del té que su padre había preparado llenaba otra vez la cocina, y su estómago soñoliento se sacudía otra vez a la vista de las galletas y la mermelada y, con el mismo apetito de cada día, gozaba otra vez de su sabor exquisito. Cada mañana, despertarse era renacer a la ilusión.
Para una adulta responsable, despertarse ya no podía ser eso. Era más bien un regreso a los horarios, a las rutinas, a las obligaciones, a las responsabilidades. Pero algunos escasísimos días creía revivir aquella sensación, y hoy había sido uno de ellos. Se había despertado con el ánimo de que se disponía a vivir el primer día de su vida. Y al mirar a su alrededor y ver los objetos de siempre, y al repetir las rutinas de siempre, y al volver a las actividades de siempre, creía percibir que en realidad todo aquello era parecido a lo anterior, pero solo eso: parecido. Que aquel era un mundo nuevo, recién estrenado, y que en él ya no eran válidas ninguna de las certezas que con el tiempo había adquirido sobre el funcionamiento del mundo de siempre, porque en el que hoy empezaba podía suceder cualquier cosa. En este mundo nuevo de hoy todo era posible y nada estaba predeterminado, como si el demonio de Laplace, tal vez cansado después de toda una eternidad de cálculos, o tal vez hastiado al cobrar conciencia de lo anodino de su tarea, se hubiese echado a dormir y nadie estuviera calculando lo que iba a suceder a continuación.
“Que el sol vaya a salir mañana es una hipótesis”, había escrito algún filósofo. Y ella, que dedicaba su vida a descubrir las leyes que rigen el funcionamiento de la realidad física, no podía negarle la razón. Conocer con el máximo detalle todas las leyes que hacen que las cosas sean como son no proporciona la certeza de que esas leyes seguirán siendo válidas mañana, o en el instante siguiente a este. En su inocencia infantil, la Semperviva niña se maravillaba cada día del renacer del mundo y se ilusionaba de las sorpresas que le pudiera deparar. En cambio, para la Semperviva adulta, que el mundo seguiría siendo igual cada día era tan seguro y tan poco importante como el suelo que pisaba. Pero hoy, la Semperviva adulta percibía que estaba mejor fundamentada la ilusión de aquella niña que su propia imperturbabilidad rutinaria, anclada en una certeza que, en el fondo, descansaba sobre una suposición. O sobre una esperanza. Porque tal vez se trataba de eso: la Semperviva niña esperaba que el día fuera diferente, mientras que la Semperviva adulta esperaba que fuera igual. Y, al final del día, cada una de ellas podía pensar que había obtenido lo que esperaba. O se trataba, tal vez, de confianza: la Semperviva niña confiaba en que los cambios serían buenos; la Semperviva adulta temía que fueran malos.
Se trataba de actitud, en todo caso, del ánimo con el que se afronta el devenir. Y hoy, la Semperviva adulta confiaba en que, al final del día, el mundo sería mejor.
—Hola, Sinequanon. Me proporcionaste una información que me ha sido muy útil y creo que es justo que sepas lo que he descubierto gracias a ella, sin entrar en aspectos que puedan ser demasiado comprometedores para ti o para… nosotros.
Le explicó la naturaleza del ataque, el papel de los DCT, y el origen terrestre de la radiación que lo había desencadenado.
—Y tengo buenas razones para pensar que, en última instancia, el ataque provino de aquí, del Consorcio —concluyó.
—Te daré una más —respondió Sinequanon—. No te lo quise decir el otro día porque tengo expresamente prohibido hablar de ello, pero ahora me avergüenzo de no haberlo hecho. Rectifico. Ya sabes que al principio yo era aquí el único responsable de toda la investigación sobre la TA. Pues bien: uno de los objetivos que me marcaron fue estudiar la manera de interferirla. Creo que era lo que más les importaba, y me di cuenta de que mi contratación era una especie de “quid pro quo”: yo obtenía recursos para las investigaciones que me interesaban a cambio de darles lo que les interesaba a ellos. Elaboré varios informes, aunque siempre acababan diciendo lo mismo: que no veía la manera de descubrir ningún modo de interferir la TA mientras no llegara a conocer su naturaleza. Ellos lo veían de una manera diferente. El director intentaba que adoptase un punto de vista militar. «Nunca se conoce la estrategia del enemigo, pero es imprescindible encontrar la manera de neutralizarla», me decía. Un día me comunicó que habían llegado a la conclusión de que me estaban pidiendo algo que yo no podría darles, porque soy incapaz de liberarme de la perspectiva puramente científica, y que iban a poner en marcha un proyecto paralelo con una perspectiva de ingeniería enfocado a eso: a encontrar la manera de interferir con la TA, aun sin conocer a fondo su naturaleza. Crearon el departamento de Hicetnunc y le contrataron para dirigirlo. Más tarde él reclutó a Aleajacta. Supongo que ya han conseguido su objetivo.
—No acabo de entender esa obsesión contra la TA.
—Les puso muy nerviosos desde el principio. Les preocupa mucho que los enemigos, los terroristas, los delincuentes, puedan comunicarse entre sí por un medio que no puede detectarse ni interferirse.
—Bueno, hasta cierto punto eso lo puedo entender si lo analizo todo desde la perspectiva de la seguridad. Pero ¿y los diálogos con las estrellas? ¿Qué tienen contra ellos? ¿Por qué utilizan medidas tan extremas para impedirlos?
—Supongo que les pone nerviosos todo lo que no pueden controlar.
En el colegio, un día les hicieron pintar un mural en una pared del patio. Tenían que seguir un modelo, una escena en el campo en la que jugaban niños y animales. A ella le entusiasmó la idea y se aplicó mucho, pensando, como les había dicho la maestra, que iban a ver su dibujo todos los días durante todo el tiempo que permanecieran en el colegio. Siguió el modelo, naturalmente, pero en el último momento sintió un impulso repentino y añadió un pequeño detalle: dos estrellas en el cielo, una más grande y cercana y otra más pequeña y un poco más alta. En la escena era de día, y a otra niña le correspondió pintar un sol enorme, pero eso no le pareció un inconveniente. Al contrario: así quedaba claro que había en el cielo dos cosas que estaban allí permanentemente, tanto de día como de noche. Dos cosas pequeñas y lejanas que siempre estaban y que no hacían nada más que eso, estar.
Cuando llegaba al colegio por la mañana, lo primero que hacía era mirarlas, y también era lo último que hacía antes de salir. Años más tarde, cuando ya había dejado de ir a aquel colegio, las miraba siempre que pasaba por allí, y a veces sonreía y a veces no, pero siempre percibía una íntima oleada de bienestar. Y algunos días, al volver a casa, aunque el colegio no le quedara de camino, se desviaba solo para mirarlas, para comprobar que todavía estaban allí y que seguían haciendo esa cosa tan importante que hacían: estar.
Pasó el tiempo y poco a poco fue olvidándose de ellas. Y el cauce plácido por el que iba discurriendo su vida se convirtió en una zona de saltos y rápidos que la sacudían y la llevaba de aquí para allá, sin control. Y tal vez sucediera que llegó un momento en que cobró conciencia de que vivir nunca volvería a consistir simplemente en deslizarse por un cauce plácido, y que, en esas condiciones, no bastaba con dejarse llevar. Era necesario que actuara para recuperar el control y que en adelante lo mantuviera con firmeza a fin de evitar que la arrastraran las fuerzas que la empujaban en direcciones contradictorias. Lo consiguió. Y cuando ya se sentía completamente segura, cuando ya había aprendido qué fuerza hay que aplicar ante cada embate, con qué intensidad y en qué dirección, cuando había logrado ser admitida en la mejor facultad de física, cuando había acabado la carrera de forma brillante, cuando había completado el doctorado con una investigación que había suscitado un gran interés entre sus colegas más destacados, cuando le ofrecieron un puesto de investigadora de un nivel al que normalmente solo se accedía con una experiencia más dilatada que la suya, volvió a pasar por delante del colegio y vio que aquel muro había sido repintado y ahora era todo blanco. Y en lugar de la íntima oleada de bienestar, percibió más bien la sensación contraria, algo así como el reflujo que aquella oleada producía al retirarse. Y lo que le quedó fue la necesidad de dejar de pensar en aquellas estrellas que ya no estaban; era la única manera de evitar que el reflujo creciera y creciera hasta hacerse tan intenso que ya no tuviera la fuerza suficiente para oponerse a él y se viera arrastrada sin remedio.
—Creo que les pone más nerviosos la pregunta que la respuesta.
—Las dos cosas, supongo. Aunque, la verdad, hasta ahora las preguntas y las respuestas han sido bastante inocentes.
—El hecho de que la pregunta llegue a formularse. Que tanta gente se una para hacerlo. Y que se una a través de la TA. La TA no se puede controlar, pero normalmente se usa para comunicarse dos personas. En los diálogos con las estrellas, en cambio, participa una multitud enorme de gente.
—Sí, puede que sea cuestión de eso, del control de las multitudes. Las multitudes físicas se pueden controlar, aunque a veces hace falta emplear medios muy violentos. Pero las multitudes que se forman mediante una reunión mental, solo mental, esas… son incontrolables.
—Lo eran. Ahora han encontrado medios para controlarlas. Medios muy violentos, como si fueran multitudes físicas.
—Sí, es cierto. Creo que esa manera de verlo es acertada.
—Esta situación me perturba muchísimo. Me hace perder la fe en el gobierno, en las instituciones, en el sistema. En la democracia.
—Bueno, yo llevo mucho tiempo aquí, ya sabes, mucho más del que debería. Creo que si no me decido a irme es sobre todo porque estoy fascinado. Fascinado por estar dentro del corazón de la bestia, aunque ocupando un lugar muy secundario y perfectamente prescindible. Porque durante este tiempo he llegado a la conclusión de que el Consorcio es una bestia que se ha hecho tan poderosa que ya no está bajo el control del nadie, ni del gobierno, ni del parlamento, ni de los ciudadanos, sino que más bien es él quien controla al resto. En nombre de la seguridad lo han alimentado, lo han hecho crecer, lo han engordado sin freno, y ahora ya es demasiado tarde para devolverlo a la dimensión que debería tener. Estoy seguro de que el Consorcio presenta propuestas al gobierno apoyadas en informes apocalípticos, y nadie se ve capaz de cuestionar los informes o de asumir la responsabilidad de ignorar las propuestas. Y tan seguro como estoy de que esos informes presentan la situación más grave de lo que es en realidad, lo estoy de que, después, ellos van mucho más allá de lo que les han autorizado a hacer.
Durante la época de las pesadillas del demonio en el desierto, le daba miedo quedarse a oscuras. Era como si la oscuridad fuera el hábitat del demonio, aunque lo cierto es que siempre podía verlo cuando se le aparecía. Pero surgía en mitad del desierto, que era una inmensa extensión plana y vacía. El demonio era el señor del vacío, el señor de la nada, y eso era la oscuridad: vacío y nada. Al apagar la luz, todo desaparecía de repente. Siempre podía volver a encenderla y comprobar que todo seguía allí, y a menudo lo hacía, y algunas noches más de una vez, pero temía que alguna de las veces la pulsación del interruptor la enviaría a una oscuridad sin retorno. Conocía una sensación parecida: quería escapar de la pesadilla encendiendo la luz y era incapaz de hacerlo porque los brazos no la obedecían; ni siquiera sentía que tuviera brazos. Solo tenía la voluntad de escapar, pero eso no era suficiente. Su voluntad no podía vencer en la pugna contra la oscuridad, contra el vacío del desierto, contra el horror del demonio, y temía quedarse allí para siempre. Temía que la nada acabara venciendo y que el mundo que conocía desapareciera para siempre, como había ido desapareciendo todo aquello en lo que un día confió y resultó ser nada.
—Estos días no paro de pensar que nos encontramos en un momento decisivo, a punto de que surja algo que va a cambiarlo todo. Quizá es mi obsesión por descubrir algo nuevo, por querer ir más allá, por encontrar una explicación que sitúe a la física en otro nivel. Sí, quizá es una especie de deformación profesional, pero no puedo evitarlo. La aparición de la TA fue un primer paso; los diálogos con las estrellas, el siguiente. Y si pudiéramos seguir con ellos, tengo la sensación de que íbamos a encontrar algo que provocaría que a partir de entonces nada fuera igual. Para el mundo, quiero decir, para la humanidad. Porque, ¿quién nos contesta?
—No sé, lo más lógico es suponer que son extraterrestres. Y, bueno, no te negaré que tengo una cierta prevención. Esos cambios de que hablas podrían ser desastrosos. En eso tengo que dar la razón al Consorcio.
—Quizá es que analizo la situación desde el punto de vista de mi modelo y veo que ha aparecido un nuevo tipo de interacción, y cada nueva interacción genera una nueva realidad con sus propias reglas. En esta nueva interacción hay dos partes: quienes responden, que no sabemos quiénes son, y quienes llaman, que somos nosotros. Y ese “nosotros” es algo nuevo: es toda la humanidad. Bueno, no lo es, no es toda, pero puede llegar a serlo: la propia dinámica de la interacción lleva a ello. La humanidad hasta ahora era un concepto abstracto porque lo que había era una gran cantidad de individuos parecidos, pero separados. Quiero decir que no había ninguna interacción en la que participaran todos ellos a la vez y, por tanto, podíamos hablar de la humanidad como si fuera un único ser, pero la humanidad no se sentía a sí misma como tal. Y ahora eso está cambiando. En cada diálogo, la humanidad, o una buena parte de ella, cobra conciencia de sí misma.
—Es una idea… sugerente.
—Quién contesta es importante, claro, aunque ahora mismo es un poco secundario. Quién pregunta: eso es lo que me parece ahora lo más decisivo. Incluso se me ha ocurrido pensar que muy bien podría ser que quien responde sea el mismo que quien pregunta. Bueno, eso ya es fantasía.
—Una fantasía aún más sugerente.
—Dejémoslo, no quiero seguir desvariando. En realidad, solo quería que entendieras mis motivaciones para hacer lo que hago. Creo que algo importante, algo extremadamente importante, puede estar a punto de suceder. Algo así como el siguiente paso de la evolución. Y que el Consorcio, o el gobierno, o quien sea, trata de impedirlo. Tratan de frenar la evolución. Y esa evolución sería buena, muy buena. Nos haría mejores. No sé si nos haría más fuertes, pero estoy segura de que nos haría más sabios. Entenderíamos mejor todo, y en ese todo estamos incluidos nosotros mismos. Ellos luchan por evitar que eso pase. Nuestra lucha es por hacerlo posible.
—¿Nuestra lucha, dices? ¿Es que tú estás luchando?
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