—Las olas te tienen hipnotizado —dijo Semperviva después de un largo silencio.
Luxmundi y ella habían estado un rato caminando por el paseo marítimo y ahora se sentaban en un banco frente al mar. Hacía viento y estaba nublado; el agua se veía gris. No pasaba casi nadie, solo algún corredor o algún grupo de patinadores.
—Sí, perdona. Las olas siempre me acaban atrapando la atención. Siempre me parecen… siempre me hacen pensar en la vida. Son como una metáfora, una metáfora de la vida, muriendo y renaciendo a cada momento, impulsadas siempre por una especie de fuerza interior inagotable, misteriosa.
El océano golpeaba sin cesar la escollera que protegía el paseo, como si estuviera enfurecido por una ofensa ancestral de una gravedad tan enorme que nunca podría repararse. Semperviva había quedado también absorta y tardó en responder.
—De niña miraba las estrellas y me pasaba algo parecido, creía encontrar algo en ellas. Supongo que también alguna metáfora, pero no sé de qué.
—Las estrellas son diferentes. No vemos que se muevan. Pero sí, también parecen decir algo.
Ella se encogió dentro del abrigo. El viento era frío y las ráfagas aumentaban de intensidad por momentos.
—No pensaba que hablaran sobre la vida —dijo—. Sobre algo que está más allá de la vida, quizá.
—¿Más allá? La vida es excesiva de por sí. Se me hace imposible imaginar algo más allá de la vida.
—Lo malo de la vida es la muerte.
—La muerte… Hay días en que podría haber estado muerto y no habría notado la diferencia. Y si hubiera notado algo, habría sido alivio. Yo diría que lo malo de la vida es la vida. Tener que vivir. La vida te mata y, sin embargo, tú te empeñas en seguir viviendo, aunque sea contra todo, aunque sea contra ella misma. Esa fuerza que te obliga a seguir viviendo es para mí lo más misterioso del universo.
—Yo no lucho por vivir, ni tampoco por no vivir. Para mí vivir es… ahora diré una tontería: para mí vivir es lo normal. La vida está llena de problemas, pero no me parece que ella misma sea un problema.
—¿Sabes en qué pienso, si pienso en algo más allá de la vida? En la eternidad de los instantes. No todos, pero hay algunos instantes, quizá este, aquí, tú y yo mirando las olas, que parecen eternos. Son eternos, lo sé. Creo que todo es eterno, en realidad. —Hizo una pausa y luego continuó en un tono más ligero—. Pero es que yo solo sé soñar, ya me conoces.
—Hay instantes en que pierdes la noción del tiempo, eso sí. No notas que transcurre el tiempo y eso lo sientes como eternidad.
Luxmundi pareció reflexionar un momento antes de responder. Ya no miraba las olas, sino el cielo, cubierto de nubes que formaban un techo gris y amenazador.
—No es que no notes que transcurre, es que notas que no transcurre. Que no existe, que no es real.
—Niña, recuerda el objetivo de la meditación: centrarte en el ahora, que es lo único que hay. El pasado no existe, el futuro tampoco.
—Me cuesta… me cuesta pensar que el pasado no existe. Yo lo he vivido.
—El pasado no existe cuando no lo recuerdas. El pasado necesita de alguien que lo recuerde: lo creas tú cuando lo recuerdas. Es una creación del yo, no es real.
—Pero no puedo evitar recordarlo.
—Tu yo necesita recordar porque el yo es eso, una apropiación de los recuerdos. Cuanto más recuerdas más se hincha el yo, como un globo lleno de pasado. Pero si te centras en el presente, el pasado desaparece, el globo se deshincha y queda ya muy poca cosa del yo.
—¿Qué es lo que queda?
—Deseos, anhelos, expectativas que te sacan del presente y crean el futuro. El yo recuerda y crea el pasado, desea y crea el futuro, y así intenta escapar del presente para no tener que aceptar que él mismo no es más que una ilusión, Maya: lo que no es. En el ahora, el yo se disuelve y ves abierta la puerta a la eternidad, a la intemporalidad.
—Tenemos el día filosófico —dijo Semperviva, y se levantó del banco—. ¿Caminamos? Me estoy quedando helada.
Echaron a andar en silencio. Al cabo de un momento ella volvió a hablar.
—Eso es lo que dice el Vedanta Advaita, que el tiempo no es real, que es parte de la ilusión en la que vive la mente, que es solo Maya, lo que no es.
—¿Nunca has dudado de tu decisión de abandonar la meditación por la ciencia? Tal vez la meditación es un camino mejor camino para llegar a entender.
—Si hablas de entender, la ciencia será mejor o peor en eso, pero al menos lo intenta. La meditación no intenta entender. Supongo que por eso me decanté por la ciencia: porque necesito entender.
—¿Y entiendes algo?
Un grupo de gaviotas pasó sobre ellos aleteando contra el viento. Chillaban mientras se dirigían hacia el mar, como intentando darse ánimos para superar el desafío de un trayecto difícil.
—Es curioso, ahora que lo dices. Como científica, como física, lo más importante que he hecho ha sido el modelo de interaccionismo cuántico, habrás oído hablar de él, y en ese modelo el tiempo no existe.
—¡Vaya sorpresa! ¡Tiene usted mi rendida admiración, doctora! Ha unificado el pensamiento oriental y la ciencia occidental.
—No, no, ni mucho menos. En física, algunas cosas que son muy sorprendentes cuando las miras de lejos, dejan de serlo cuando las miras de cerca. He eliminado el tiempo de las ecuaciones, pero ni siquiera he sido original. Otras formulaciones anteriores, sobre todo el modelo de la gravedad cuántica de bucles, parecido al mío en algunos aspectos, ya lo habían hecho. Pero no creo que te interese demasiado la visión del tiempo que tiene la física.
—Al contrario: Me gustaría conocerla. Pero solo si te parece posible que la pueda entender alguien como yo.
—¿Alguien como tú? Quizá debería cederte la dirección de las investigaciones. Ves el fondo del asunto con más claridad.
—Venga, háblame del tiempo.
—Pues mira, en la física anterior, me refiero a la de Newton, la que llamamos física clásica, el tiempo era muy útil para tener una medida común de la evolución de las diversas magnitudes, aunque en realidad el tiempo nunca ha sido propiamente una magnitud física, puesto que no lo podemos medir directamente. Lo medimos a partir de la evolución de otras variables, ya sea el desplazamiento del sol, como se hacía en la antigüedad, ya sea un dispositivo mecánico, como los relojes antiguos, ya sea la frecuencia de resonancia de un átomo de cesio, como se hace ahora. A pesar de eso, a pesar de que no podemos medirlo directamente, la física de Newton se basaba en la existencia de un tiempo universal. En realidad, no era más que una ficción teórica que parecía muy útil porque servía para medirlo todo, pero dejó de ser útil a partir de la formulación de la teoría de la relatividad. La física relativista establece que el tiempo es relativo, supongo que eso sí que lo sabes: transcurre más rápido o más lento en función de la velocidad a la que se desplaza un objeto o en función del campo gravitatorio al que está sometido. No hay un tiempo común: cada objeto tiene el suyo. Por tanto, solo podemos medir la evolución de unas variables comparándolas con la evolución de otras, no podemos compararlas con un tiempo universal que no existe. Eso es lo que hace el modelo de la gravedad cuántica, prescindir del tiempo universal, y eso es lo que hace también mi modelo.
Siguieron caminando en silencio.
—¿Te ha aburrido la clase de física? —preguntó ella al cabo de un momento.
—No, qué va, me ha parecido muy interesante. Me ha hecho reflexionar.
—Me gustaría conocer esas reflexiones.
—Te las explicaré porque sé que me tienes simpatía y no te reirás de mí. Pensarás que digo tonterías, pero eso ya lo piensas. Y, además, yo también lo pienso. Así que ahí va. Eso que decía antes, la eternidad de los instantes, que todo es eterno… son cosas de las que estoy seguro. Pero, claro, no es algo que se pueda explicar ni que se pueda demostrar. Yo lo… percibo, lo capto. Lo veo tan claro como te estoy viendo a ti. Hay cosas que veo muy claras y creo que son ciertas, pero no las puedo explicar ni demostrar, y a veces sospecho que quizá esté equivocado, quizá sean… ilusiones, espejismos. Y ahora vienes tú y me dices que la ciencia está de acuerdo en eso, que según la física actual el tiempo no existe…
—No te emociones demasiado. La ciencia se limita a proponer unos modelos explicativos que son válidos mientras funcionan, y resulta que en algunos de los que de momento funcionan, la variable temporal, la t de las ecuaciones clásicas, no aparece. La física actual dice que no puede funcionar un modelo que incluya un tiempo universal, nada más que eso. No dice que todo es eterno. Eso más bien suena a vida eterna, a que somos inmortales.
—¿El yo se disuelve?
—Ese es nuestro objetivo, disolver el yo, que no es más que ilusión.
—Pero entonces… no seré nada, desapareceré.
—Desaparecerá tu yo, que es una creación de la mente, pero tu consciencia, que es lo que realmente eres, permanecerá. Eres una presencia consciente. Y al final descubrirás que ni siquiera eres eso, ni siquiera eres una consciencia, porque toda consciencia es de alguien con respecto a algo, y, por tanto, pertenece a la dualidad, no es real. Lo único real en tu yo es lo que llamamos presenciación, un simple darse cuenta, sin que haya nadie que se dé cuenta y nada de lo que darse cuenta. Una presencia que es ausencia, como en el sueño profundo.
—Una presencia que es ausencia…
—No intentes entenderlo, niña. Cuando llegues, si es que llegas, lo verás claro, pero intentar entenderlo no sirve de nada. Céntrate en la meditación.
—¿Qué fue lo que hizo que te desengañaras de tu padre, de su manera de pensar, de la meditación?
—¡Vaya pregunta!
La conversación fluía con mucha lentitud, entre largas pausas. Parecían estar poniendo a prueba la consistencia del tiempo.
—De entrada, no sentía que la meditación me estuviera acercando a aquella unidad de la conciencia en la que mi padre creía —se explicó, finalmente, Semperviva—. Y supongo que con los años fui alejándome emocionalmente de él, y al mismo tiempo fui madurando, y eso hizo que me planteara sus ideas de manera crítica y que me atreviera a analizarlas para ver si eran o no razonables.
—Y no te parecieron razonables, claro.
No hubo respuesta. Al cabo de un momento, Luxmundi continuó.
—Pero estoy seguro de que tu padre también te habría dicho que no eran razonables.
—Sí, él me decía que no se podía entender, pero que él sabía que su… visión era cierta. Algo parecido a lo que tú acabas de decir. Yo de niña lo aceptaba, pero con el tiempo me iba costando cada vez más aceptar algo que no se podía entender. Y cuando lo analicé fríamente, lógicamente, llegué a la conclusión de que aquello se basaba simplemente en un error. Un error conceptual que cometía mi padre.
—Bueno, tu padre creía en algo que no se puede demostrar, y era consciente de ello. Pero de la misma manera que no se puede demostrar que fuera cierto, tampoco se puede demostrar que fuera erróneo, me parece a mí.
—En parte sus ideas eran eso, creencias indemostrables; por ejemplo, la creencia de que hay una conciencia universal y que podemos llegar a ella a través de la meditación. Pero había algo más. Mi padre me ofrecía promesas concretas. Consecuencias verificables de su teoría, hablando en términos de metodología científica.
—¿Qué promesas?
—Que podría reunirme con él cuando ambos, él y yo, formásemos parte de esa conciencia universal.
—Entiendo que eso tuviera para ti un gran peso emocional, pero en realidad es otra creencia indemostrable.
—Su verosimilitud se basa en un error conceptual: confundir la conciencia universal con la conciencia colectiva.
—Explícame eso.
—La idea de que todos formamos parte, en cierta manera, de una conciencia superior, se puede entender si pensamos en todo aquello que compartimos y que, en cierta forma, nos unifica. Compartimos la cultura, las ideas, la ciencia. Una teoría científica la ha formulado una persona individual, pero ya no es de él sino de todos, sigue existiendo aun cuando él ya no exista, como una canción o una obra literaria. Compartimos también el sentimiento de pertenencia a ciertas unidades mayores que un individuo: un grupo de amigos, una familia, un club deportivo, un país, el género humano. Todo eso no son cosas materiales, físicas. Un libro existe como objeto, pero su contenido es inmaterial: todas esas cosas son creaciones humanas compartidas por todos, o por muchos, desindividualizadas, colectivas. Tiene sentido decir que componen una conciencia supraindividual, una especie de conciencia colectiva.
—Ya. Pero tu padre no pensaba en eso.
—Sí, claro que no, pero eso es lo que hay de razonable en su visión. Eso existe, no puede negarse, y es una conciencia de la que, en cierta forma, y en mayor o menor medida, todos formamos parte.
—Eso es algo… abstracto, distante.
—Abstracto y distante, cierto, pero es lo que más se parece a lo que él creía. Aunque, la verdad, he de decir que desde no hace mucho me parece que puede llegar a ser menos abstracto y menos distante.
—¿Ah, sí?
—Ahora está la TA. Sobre la base de lo que ya compartimos, las ideas, la cultura y todo lo demás, la TA permite una integración individual mucho mayor de la que era posible anteriormente. Y está la poetea. Conocerla me ha hecho revisar mis puntos de vista. La comunicación que se establece en una sesión de poetea está ya mucho más cerca de lo que uno imagina cuando habla de conciencia colectiva. Compartir directamente ideas, sentimientos… y no sé, no sé cuál es el límite.
—Ahí coincidimos: yo tampoco sé cuál es el límite. Pero todo eso no lo conocía tu padre. Hablábamos de él.
—Sí, me he alejado demasiado. Vuelvo a mi argumento. La idea de una conciencia colectiva parece razonable, pero esa no es la conciencia que mi padre buscaba, esa no es la conciencia que promete alcanzar la meditación advaita. Mi padre buscaba integrarse en una conciencia universal, pero la confundía con la conciencia colectiva.
—Universal, colectiva… me parece que la diferencia solo es cuestión de palabras.
—No, hay una diferencia muy importante. La promesa de conectarse con alguien después de la muerte no puede cumplirse a través de esa conciencia colectiva a la que me refería, porque uno se siente conectado a esa conciencia colectiva en la medida en que siente que pertenece a una unidad mayor a la que los demás también pertenecen, pero no es consciente de los demás a través de ella. Le llamamos conciencia colectiva porque todos somos conscientes de lo mismo, de lo que compartimos, de esa cultura, de esa unidad, pero no porque seamos conscientes de las personas con quienes lo compartimos. Si puede decirse que nos conecta es solo en sentido figurado. Podría decirse, en ese mismo sentido figurado, que yo estoy conectada con Einstein, pongamos por caso, porque comparto sus teorías, pero esa conexión no es personal. Einstein no me siente conectada a él ni yo me siento conectada a la persona de Einstein, a su conciencia individual de Einstein. No percibo la persona que fue Einstein cuando pienso en sus teorías. La conciencia colectiva no permite la conexión entre conciencias individuales. Además, claro está, del pequeño detalle de que la conciencia individual desaparece con la muerte, según todos los indicios.
—¿Y la conciencia universal?
—Aparentemente, es más prometedora, porque “universal” implica que todo forma parte de ella. Y, sí, todos formamos parte del universo. Nada se crea o desaparece, solo se transforma. Somos polvo de estrellas, si lo queremos ver así, y podemos imaginar que volveremos a ellas después de morir, porque las partículas que nos forman seguirán existiendo en algún lugar del universo. Si hay una conciencia universal, si el universo es consciente, podemos suponer que es consciente de todas y cada una de las partículas que hay en él, porque “conciencia” quiere decir que quien la posee se conoce a sí mismo. Podemos suponer que esa consciencia universal será consciente de todo lo que me compone a mí y también de todo lo que componía a mi padre.
—¿Pero?
—Pero la conciencia universal surge de la desaparición de la conciencia individual. Eso lo dice el Vedanta Advaita y es razonable. No digo que sea razonable creer que existe esa conciencia universal; lo que quiero decir es que, si existe esa conciencia universal, las conciencias individuales son falsas conciencias, un engaño del velo de Maya. Por esa razón, si pensamos que existe esa conciencia universal, la situación es mucho peor que si pensamos en una conciencia colectiva. No solo es que mi padre ya no exista, sino que en realidad ni siquiera existía del todo mientras vivió. En sus momentos de claridad, si es que los tenía, cuando se sentía unido a esa conciencia universal, lo que conseguía era desconectar momentáneamente su conciencia individual. El precio que por fuerza hay que pagar por formar parte de la conciencia universal es dejar de existir como conciencia individual. Si yo consiguiera conectarme a esa conciencia universal, no podría percibir a mi padre, pero eso es lo de menos: ni siquiera me percibiría a mí misma.
—Por eso piensas que estaba equivocado.
—Sí. Yo creo que en su mente combinaba dos cosas incompatibles: la conciencia universal del Advaita, en la que todo existe para siempre, pero desindividualizado, con la conciencia colectiva en la que cada individuo es consciente de sí mismo y al mismo tiempo siente que forma parte de una unidad mayor. Lo mejor de ambos mundos. Pero no puede ser. Una se hace mayor y se da cuenta de que no se puede tener todo a la vez.
—Los momentos en que nos hemos querido de verdad, Carpe, han sido la única vida auténtica que he vivido.
Huir de la oscuridad, de la soledad, de la indefensión. Burlar al demonio del desierto, hacerlo empalidecer hasta verlo disolverse en la luz. Quitarse el velo para dejar de ver la oscuridad y la muerte… No era posible quitárselo de manera definitiva, porque no era posible hacer callar de manera definitiva el ronroneo incansable de la racionalidad, pero podían abrirse pequeños paréntesis, generar destellos tan intensos que durante un glorioso momento hicieran desaparecer de la vista cualquier sombra, cualquier incertidumbre, cualquier amenaza.
—¿Y el amor?
Semperviva le miró con sorpresa.
—¿El amor? ¿Qué pasa con el amor? —y hubo un leve temblor en la forma en que pronunció la palabra por segunda vez.
—¿Y si el amor fuera una fuerza básica? ¿Y si fuera la fuerza que une las conciencias individuales en la conciencia colectiva, o universal?
—¿Otra fuerza básica? ¡Vaya pesadilla! Hay cuatro fuerzas básicas: la nuclear fuerte, la nuclear débil, la electromagnética y la gravitatoria. Hace más de un siglo que los físicos intentamos unificarlas. Einstein se dedicó a ello durante muchos años sin conseguirlo. Yo también lo he intentado, y algunos dicen que mi modelo ofrece una buena solución. Y ahora vienes tú y añades otra…
—La poetea… La poetea es una experiencia extraordinaria. Y tú solo la conoces como receptora. Cuando en un recital percibo vuestras llamadas y me abro a vosotros, siento… unidad, siento una unidad que no puede explicarse.
—¿Y amor?
—Sí, el amor… el amor está ahí, es… como la base de todo, como la red que nos une. No podría recitar poetea ante personas hostiles o personas que no me parecieran… dignas de ser amadas.
—No… no puedo decir que te entienda.
—¿Como a tu padre?
Durante un momento el ritmo de la conversación se había acelerado, pero ahora volvió a producirse una larga pausa. Fue Semperviva quien la rompió.
—Así que un recital de poetea es… un acto de amor.
—¿Un acto de amor? Sí, no es solo eso, pero sí que es eso: un acto de amor.
—A mi padre le hubiera encantado oírlo. Tal vez se hubiera dedicado a la poetea y no a la meditación. Pero de todas maneras seguimos hablando de conciencia colectiva, no de conciencia universal.
—Sabes, no sé hasta dónde puede llegar la poetea; creo que puede llegar más lejos. A veces pienso… me da vergüenza decirlo, y más delante de una científica eminente, a veces pienso, ya que estamos hablando del tema… no, no pienso, siento… como si pudiera conectarme también a las cosas. No te rías. Todas esas llamadas individuales me llegan y yo no las contesto, simplemente me abro a ellas, y tengo una conciencia difusa de que estáis ahí, como una sola persona, como una sola cosa, y todo lo que hay a vuestro alrededor, las sillas, las mesas, las paredes, están también ahí, también forman parte de esa… no sé cómo llamarla, de esa… conciencia, podría decir, de esa conciencia a la que me dirijo. Tampoco me dirijo a ella: le pongo voz, porque yo también soy parte de ella.
Se habían detenido y hablaban de cara al mar, los dos con la mirada perdida en el horizonte gris, buscando en él, quizá, el punto de fuga imaginario en el que las dos líneas paralelas se encuentran; imaginando, quizá, la posibilidad de fugarse juntos hasta alcanzarlo. El viento se había calmado, pero había empezado a caer una lluvia muy fina. Ninguno de los dos reaccionó, ninguna de las dos miradas se desvió del fondo del horizonte.
—La fuerza del amor… —dijo Semperviva como para sí, melancólica. Y luego siguió con voz normal. —Sí, el amor podría considerarse como una fuerza básica. Tiene eficacia causal: produce efectos de todo tipo. Pero su acción no encaja muy bien con los patrones habituales de espacio y tiempo.
—Bueno, ya habíamos prescindido del tiempo, ¿no?
—Es cierto. También podríamos prescindir del espacio. El entrelazamiento cuántico no se ve afectado por la distancia. Y los experimentos que hicimos en el viaje a la luna hacen pensar que en la TA no cuentan ni el espacio ni el tiempo. Como tú dijiste.
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