Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
24. Lo que permanece tras el instante decisivo

24. Lo que permanece tras el instante decisivo

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«Otra vez sola», se dice al abrir la puerta. Y sin embargo se mantiene serena.

La casa es magnífica, el Consorcio no escatima. Al entrar en el salón, queda anonadada por el maravilloso panorama que muestra la pared acristalada frente a ella: el verde del jardín llega hasta el borde del bosquecillo, entre los árboles brillan reflejos luminosos en el río, las montañas al fondo se llenan de luces y sombras mientras esperan el beso del sol que desciende indolente. Una maravilla que nunca se había molestado en apreciar, más allá de un vistazo rápido alguna vez que regresaba a casa cuando aún era de día o de alguna mirada soñolienta durante un desayuno de fin de semana en el porche del jardín. Siempre sola. Lux no había llegado a conocer aquella casa. Pero no se lamenta por ello, porque siente que si ahora aprecia por primera vez aquella belleza es porque él está mirando a través de sus ojos.

«La muerte no existe», piensa. No lo piensa: lo siente.

Sale al porche a sentarse un rato y disfrutar del paisaje, pero al notar el aire en la cara y el calor del sol en el cuerpo, se da cuenta de que no se trata de contemplar lo que tiene delante, como si ella fuera algo distinto y externo. Se da cuenta de que ella forma parte de todo lo que le rodea. Percibe una sensación de familiaridad con el aire y el sol, con la hierba y los árboles, con el insecto que oye zumbar cerca de ella y con la bandada de pájaros que vuelan sobre el río, una familiaridad que no había sentido nunca. Que no había sentido nunca… desde entonces, desde las noches en la terraza mirando las estrellas, cuando las veía enormemente lejanas pero a la vez las sentía tan próximas que incluso tenía una amiga entre ellas.

La pérdida: eso es lo que nos duele. Nos asusta la posibilidad de perder algo que nos importa, alguien a quien queremos; nos aterra la posibilidad de perderlo todo a la vez, de un solo golpe, con la muerte. Pero a su alrededor todo sigue igual. Ella ha sufrido una pérdida, pero todo sigue igual. Y camina por el jardín hacia el bosquecillo sintiéndose parte de un universo que permanece.

Podemos aferrarnos a lo permanente, a las cosas o lugares familiares, a las rutinas, a las personas, a lo que siempre está, a las estrellas. Las estrellas siempre están: nada mejor a qué aferrarse cuando uno ve que lo va perdiendo todo, cuando teme que todo acabe desapareciendo. Las estrellas permanecen. Pero no solo ellas. Los álamos de hojas temblorosas siempre cortejan al río, los sauces lo acarician, las mariposas juguetean entre las flores. Es cierto que abres los ojos y miras y lo que ves no es nunca lo mismo que había antes y sabes que tampoco es lo mismo que habrá después. La mirada nos fija a un momento y pensamos que solo existe lo que existe en ese momento, y sufrimos por lo que ha dejado de existir y tememos por la incertidumbre de no saber lo que puede llegar a existir. No es lo que nos muestra la mirada: es lo que pensamos cuando miramos. Porque la mirada nos muestra mucho más. La belleza, por ejemplo. La belleza de la puesta de sol que se aproxima, la belleza del cielo estrellado que vendrá. La belleza también la vemos con los ojos, y mientras la estamos viendo, el tiempo no existe.

El tiempo no existe. Llega a la orilla del río y se sienta sobre la hierba. Vemos discurrir el agua del río, siempre renovada, y pensamos que vemos discurrir también el tiempo, pero el tiempo no lo vemos. Esa imagen del río representa el origen de todas nuestras angustias: el tiempo que siempre transcurre implacable, sin retroceder jamás. Cada momento es único e irrepetible, porque en el momento siguiente el tiempo lo habrá arrastrado y se habrá perdido para siempre aguas abajo. Cada instante de nuestra vida es una tragedia, porque trae consigo la desaparición definitiva del instante anterior. Nuestra vida es nuestra experiencia, somos lo que experimentamos, y lo vamos perdiendo a cada momento. La memoria proporciona un cierto paliativo a la tragedia, porque recordamos, y eso aún nos permite evocar y revivir lo que ya se ha ido, y podemos hacernos la ilusión de que no ha desaparecido definitivamente. Pero también eso desaparecerá, la experiencia y la memoria. Y nos convertiremos en nada.

Semperviva se recuesta ahora sobre la hierba, se deja deslumbrar por el reflejo del sol poniente en el dorso blanquecino de las hojas de los álamos y sonríe. No podemos convertirnos en nada. La nada no existe. Ninguna cosa puede convertirse en nada. Todo permanece, forzosamente.

El tiempo lo creamos nosotros mismos. Y lo sabemos, o lo podemos saber, porque a veces dejamos de crearlo y podemos percibir que no está. Ella miraba a las estrellas y se olvidaba de crear el tiempo. Eso provocan las estrellas, que dejemos de crear el tiempo. Porque son pequeñas, porque están lejos, porque no se mueven. Porque son inofensivas, porque son inalcanzables, porque son permanentes. Pero titilan y parecen estar vivas, y ella admiraba y envidiaba su forma superior de vida. Y deseaba ser como ellas, y estar unida a ellas, y sentía como si viniera de allí, y era como si al mirarlas evocara una unidad anterior, primigenia. O como si presintiera una unidad que había de venir. Y en esos instantes sin tiempo, sentía que las estrellas se comunicaban con ella. Pero no las entendía porque no hablan con palabras y ella solo entendía las palabras.

Estamos obligados a vivir la vida instante a instante a lo largo de una imaginaria línea del tiempo. Esa es la tragedia, que no podemos dejar de correr en la dirección que marca la flecha del tiempo, que no podemos detenernos y mucho menos retroceder. Se incorpora, mira otra vez el río, queda hipnotizada por el flujo cristalino, busca a tientas una piedrecilla y la lanza contra la superficie. Hay una salpicadura breve y luego otra vez la monotonía del fluir incesante. Y piensa que de esa monotonía viene nuestro pensamiento, nuestra conciencia. Que nuestro mundo es una enorme retícula de interacciones altamente monótonas y que gracias a esa monotonía podemos triangular con los demás y creer que aquí hay una cosa, que no es una percepción mía, o una imaginación, o un delirio, porque el otro también la ve, es objetiva, es real, y yo soy el que la ve, no soy una cosa sino la conciencia que ve las cosas. En realidad no hay cosas, solo interacciones, y lo que llamamos cosas son representaciones, imágenes que creamos porque son útiles para movernos por la maraña de interacciones. Pero si nos dejamos arrastrar por la inercia de pensar que hay cosas, entonces yo también soy una cosa, porque en ese mundo en que creemos vivir solo hay cosas. Te ponen un nombre y te comprometen a ser una cosa, algo con la suficiente monotonía para poder ser el vértice de una triangulación entre los demás o entre ellos y tú. Tienes que mantener la coherencia, tienes que seguir siendo quien has sido, quien has querido ser o quien te han dejado ser o quien te han obligado a ser. Tienes que ser la misma persona, la misma cosa, para que te puedan seguir reconociendo. Y tienes que creer que eres el mismo que ellos ven, tienes que sentirte el mismo, pero eso es imposible porque la vida es fuego, siempre el mismo pero siempre cambiante, y te agotas modelando las llamaradas para que mantengan siempre el mismo perfil, y vives exhausta y desesperada como el jardinero que tiene que mantener una forma caprichosa en un seto que no para de crecer desordenadamente.

Sobre el trasfondo del flujo monótono del agua, una hoja se acerca flotando por el centro del río. Alguna corriente invisible, o un soplo de viento, la hace desviarse hacia la orilla. Cuando está a punto de llegar, gira sobre sí misma varias veces y retrocede, como atrapada en un remolino. De repente se acelera, como si por fin hubiera encontrado el camino que buscaba, y se mueve otra vez hacia el centro, se frena y poco a poco va alejándose hasta perderse de vista. Monotonía y cambio: eso es lo que hay en nuestro mundo. El tiempo es la manera de encajarlos. Nos fijamos en las interacciones de monotonía máxima y las convertimos en patrón de todas las demás interacciones, de todos los demás cambios. Y nos ajustamos nosotros mismos a ese patrón: ocho horas de trabajo, una hora para almorzar, una hora de gimnasio, una alarma que te despierta a las 7. «Me quedaría más rato, me lo estoy pasando bien, pero se me ha hecho tarde». «¿A qué hora acabas?» Necesitamos basarnos en esas interacciones monótonas, pero en realidad son propias de la materia, no de la conciencia, que avanza a veces con velocidad fulgurante y a veces se demora perezosamente, que avanza a veces y a veces retrocede y se va al pasado y se queda ahí hasta que algo le recuerda que debe volver a encajarse en el tiempo regular e irreversible. Nos esforzamos en incrustar la monotonía de la materia en la conciencia porque gracias a la monotonía de la materia triangulamos y nos reconocemos y creamos todos un mismo mundo compartido. Y nos comunicamos: movemos las cuerdas vocales para que hagan vibrar el aire y esa vibración se desplace a trescientos cuarenta metros por segundo hasta el tímpano del otro, lo haga vibrar, y permita al otro oír lo que queremos transmitirle. Al hacernos esclavos de la materia, nos hacemos también esclavos del tiempo. Pero la TA es instantánea. No hay vibración de la materia monótona, sino que uno encuentra al otro dentro de sí mismo y comunica directamente con él. Es instantánea, no hay materia: no hay tiempo.

Todo permanece. «¿Dónde?» Esa es una pregunta tan inevitable como absurda. El espacio es tan irreal y, a la vez, tan imprescindible para nosotros, como la flecha del tiempo. Para nosotros, si algo permanece debe estar en alguna parte. El mago que hace desaparecer un naipe ante nuestros ojos, en realidad no lo hace desaparecer: tiene que estar en algún sitio, en un bolsillo, en la manga, vete a saber, pero tiene que estar en algún sitio. ¿Cómo entender que lo que no está en ningún sitio sigue existiendo?

Nota un contacto en un dedo y ve una pequeña oruga verde que se había encaramado a una brizna de hierba y ahora está intentando pasar desde ella a su mano. Le parece inofensiva y deja que explore su piel. Y piensa en cómo debe ser el mundo de uno de esos seres. Porque también debe vivir en un mundo, puesto que se mueve por él. También debe hacerse alguna representación que le permita reconocer lo que hay a su alrededor y elegir lo que le favorece y escapar de lo que le perjudica. Seguramente esas representaciones serán imprecisas comparadas con las humanas. ¿Necesitará crear también las dimensiones del tiempo y el espacio, o serán innecesarias para su vida breve a ras de tierra? ¿Habrá cosas en su mundo, o solo unas pocas categorías genéricas: comestible, transitable, peligroso? Lo que no es probable es que ella misma sea una de las cosas de su mundo, que tenga conciencia de sí. Se dice que es absurdo que intente adivinar lo que piensa la oruga, como hacía con los gatos que veía desde la terraza. Ellos son diferentes, ellos sí que deben sentirse a sí mismos como una cosa diferente de lo demás y de los demás.

Esa oruga no sabe nada de sí misma ni de su futuro. Por un momento Semperviva se siente el demonio de Laplace de las orugas, porque ella sí que sabe el destino que les aguarda: convertirse en mariposas. Y se pregunta cómo cambiará el mundo de la oruga cuando suceda eso, cómo son de diferentes el mundo de la oruga y el mundo de la mariposa. Y envidia esa experiencia, si pudiera existir. La experiencia de crearse un mundo ajustado a las propias capacidades, a la dimensión del cuerpo, al tipo de información que proporcionan los órganos perceptivos, a las posibilidades de movimiento que confieren los órganos motores, un mundo a ras de tierra, o incluso subterráneo en algunas especies, y tener que crearse después otro mundo diferente cuando tu cuerpo cambia y pasas a tener unas capacidades y posibilidades tan diferentes. De arrastrarse a volar: no puede servir el mismo mundo. Hará falta crear nuevas cosas, quizá nuevas dimensiones. Está segura de que eso no lo experimenta la oruga y tampoco la mariposa, pero a ella le gustaría experimentarlo, vivir en dos mundos diferentes durante una misma vida.

Mira a la oruga que recorre el dorso de su mano y se pregunta si estará a veces tan perdida y desorientada en su mundo de oruga como lo está ella a veces en su mundo de persona. Y vuelve a sentirse el demonio de Laplace, porque sabe lo que sucederá a esa oruga mejor que ella: ahora mismo podría sacudírsela de la mano y devolverla a la hierba, o lanzarla al río, o incluso aplastarla con un ínfimo esfuerzo. Alguien superior al demonio de Laplace, en realidad, algo así como una diosa, porque puede formular predicciones sobre el devenir de la oruga y hacer que se cumplan. La oruga no sabe lo que va a suceder en el instante siguiente y ella sí. Sabe lo que va a suceder a la oruga, pero no sabe lo que va a sucederle a ella misma.

En términos absolutos, el demonio de Laplace no puede existir porque un calculador impasible tendría que estar fuera del mundo, y eso no es posible porque el mundo es todo lo que hay. Debería formar parte del mundo, pero entonces interferiría con él: su propio calcular desbarataría el resultado de sus cálculos. Y como parte del mundo, debería calcularse a sí mismo calculando, debería calcular el resultado que obtendría en sus cálculos cuando los efectuara, y entraría en una recursión infinita. En términos más humanos, si yo fuera el demonio de Laplace y calculara que el futuro no me va a ser favorable, intentaría cambiarlo. Eso hacemos los humanos: anticipar para poder desviar los golpes que se preparan contra nosotros. La necesidad de anticipar nos hace humanos y nos hace crear el tiempo. Pero hay otra posibilidad. ¿Y si el demonio de Laplace no estuviera fuera del mundo ni dentro de mundo sino que él mismo constituyera el mundo? No tendría que defenderse de ningún golpe porque no habría nada externo que pudiera golpearlo. No necesitaría el tiempo.

No puede ser. Para que eso sucediera haría falta que el mundo tuviera conciencia de sí mismo, pero lo cierto es que no necesita tenerla; solo la necesita quien tiene que interaccionar con algo externo. Pero en cierta forma ya la tiene, porque alberga numerosas conciencias, aunque están separadas, son individuales, son parciales. ¿Y si todas esas conciencias se unieran y llegaran a forma la conciencia del mundo? Las conciencias individuales son expansivas, tienden a conectarse y a abarcar ámbitos cada vez mayores. Si fueran conectándose y se fuera formando esa conciencia, en algún momento empezaría a reflexionar sobre sí misma, a plantearse preguntas y a responderse desde las estrellas.

Un mundo consciente podría reorganizar sus interacciones como nosotros podemos rascarnos o caminar. Y podría ir de la representación de la cosa a la cosa representada: esa conciencia integraría la conciencia de todas las personas y podría ir hasta ellas, y en la conciencia de cada una de ellas encontraría la representación de todas las personas que ha conocido, y a través de cada una de esas representaciones podría ir a cada una de esas personas, y recorrer hasta agotarlos todos los niveles de representaciones y personas representadas. Nadie se pierde para siempre en la nada, en el vacío, como el astronauta al que se le ha roto el cable que le sujetaba a la nave, porque nadie ha estado siempre solo; por lo menos, nadie ha nacido solo. Todos hemos dejado alguna huella. Muchas, normalmente. Y todos seguiremos existiendo en esas huellas, o en las huellas de esas huellas, y podemos ser visitados desde ellas. Y al sentirse parte de aquel entorno, unida a la hierba y al cielo y a la nube y al sol y a los árboles y a la oruga, Semperviva presiente esa conciencia del mundo. Y se dice que ya la había presentido cuando miraba las estrellas junto a su padre. Y cuando se derretía de amor con Carpediem, y durante la poetea, y aquel día mirando el mar junto a Luxmundi, y en cada una de aquellas experiencias que no encajaban con el espacio y el tiempo, que de algún modo se salían fuera del mundo de las cosas. Y la presintió también, o algo más, la experimentó, en el único diálogo con las estrellas en que había participado. Y el deseo de repetirlo se hace insoportable.

Hay cosas que no se pueden entender, decía su padre. Ella nunca lo acabó de entender, pero de niña lo aceptaba porque su padre no le podía mentir. Más tarde se convenció de que su padre lo decía porque era un iluso, un fantasioso, un ignorante. Ahora seguía sin entenderlo, pero lo sabía. No perdería ni un segundo en convencer a nadie, ¿cómo iba a hacerlo, si no se podía entender?, pero lo sabía de una manera directa, vital, con una certeza que iba más allá de la que podría ofrecer la comprensión intelectual. Porque… ¿Qué entendemos? ¿Qué creemos entender? ¿Que el tiempo es absoluto, que el tiempo es relativo? ¿Que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, que el electrón es partícula y a la vez no lo es? Ahora una explicación, luego la contraria… ¿Cómo entender algo sin entenderlo todo?

Lo último que le llegó de Luxmundi fue un intensísimo sentimiento de amor. “Intensísimo sentimiento de amor” era la única manera en que podía verbalizarlo, pero sonrió al darse cuenta de lo descoloridas e insuficientes que eran esas palabras para expresar lo que había sido. Porque ella había percibido no solo un sentimiento que provenía de él, sino que lo había percibido a él mismo transmitiéndole ese sentimiento. Y la comunicación había sido tan incompresiblemente intensa que de hecho no había acabado aún, lo seguía sintiendo; era consciente de que ese sentimiento, y Luxmundi con él, todavía estaban ahí, y no podía imaginar que dejaran de estar. El amor de Luxmundi, o Luxmundi amándole, había quedado definitivamente implantado en ella. De la representación de la cosa a la cosa representada, de la representación de la persona a la persona representada. Él no le respondía, pero si supiera hablarle a través de las estrellas…

Todo permanece, en realidad. Tumbada a la orilla del río, siente el último aliento tibio del sol que ya se aproxima al borde irregular de las montañas y evoca una tarde tibia de verano hace muchos años, otra arboleda, otros pájaros, otras mariposas, otro río en el que sus primas jugaban y reían y la invitaban a unirse a la diversión. Ella no podía moverse, no se había movido del trozo de hierba en el que se había sentado cuando llegaron, al lado su abuela. Estaba paralizada en el centro de una tragedia: su padre había muerto, nunca más volvería a verlo, nunca más mirarían juntos las estrellas. Su mundo había desaparecido y todo aquello, el sol, las risas, los chapoteos, eran una ilusión que no podía encubrir lo que en realidad había: la nada más absoluta. A su alrededor se extendía la nada en todas direcciones, y lo que ella hiciera o dejara de hacer era totalmente indiferente. Para no sufrir tanto, intentaba no mirar la imagen de su padre que nunca desaparecía de su mente. «Nunca me iré», oyó que le decía una vez más. Pero se había ido. ¿Y si no se había ido? Sí, se había ido. «Anda, Semper, cariño, ve a jugar con tus primas —insistía su abuela—. Tu padre se entristece también al verte tan triste». No podía verle, pero… ¿Eso quería decir que no estaba? ¿Y si estaba? ¿Dónde? No podía entenderlo, pero su padre ya le había dicho que no se podía entender. «¡Semper! ¡Ven! ¡Hay peces!», gritaban sus primas. Ella miró el río, miró el cielo, las nubes, delicadas e inofensivas, el verde intenso de las hojas de los árboles, dos mariposas que jugueteaban alrededor de una flor. Eso no era la nada, eran cosas buenas, eran cosas bonitas. Todo seguía existiendo. El mundo seguía existiendo, el mundo seguía sonriendo. Y era imposible que el mundo siguiera sonriendo si su padre hubiera desaparecido para siempre. El mundo sonreía… buscaría a su padre y lo encontraría. Se levantó.

Ya es de noche. Las estrellas están ahí, como siempre. Ella encuentra la suya y siente que está en aquella terraza con su padre al lado. No lo oye hablar pero sabe lo que le dice. Sabe que está ahí, que también estará siempre ahí, como las estrellas, como Luxmundi. Su padre está ahí, Luxmundi está ahí, y… ríe. Ríe, no sonríe, ríe como de niña, cuando el mundo estaba aún por descubrir y cada paso le mostraba algo nuevo y sorprendente. Ríe al pensar en la prueba de embarazo que lleva tantos días aplazando, ríe al pensar en que se iba poniendo excusas para no hacerla pero que en realidad no la hacía porque sabía que no era necesaria. Ríe al pensar que si no le dijo a Lux que no tomaba anticonceptivos no fue porque las probabilidades eran muy pequeñas, como se quiso hacer creer, sino porque las probabilidades existían.

—¿Cómo podré reconocer a papá si nunca lo he conocido? —le pareció oír ya la pregunta, aunque en el mundo de las cosas y de las personas que son cosas esa pregunta no podía ser formulada hasta dentro de mucho tiempo.

—Por su amor. Su amor lo conoces: forma parte del mío.

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