—Será mañana.
De niña, la víspera de su cumpleaños era el día más emocionante del año. «¡Mañana es mi cumpleaños!» —se repetía a cada momento, aun sabiendo que era muy poco lo que podía esperar. Aun sabiendo que no habría ninguna sorpresa, que todo sería igual que la vez anterior y que todas las demás. A la mañana siguiente, su padre entraría en su habitación para despertarla y le daría los buenos días mientras subía la persiana de espaldas a ella, como hacía siempre. Ella se incorporaría de golpe, daría un salto sobre la cama y exclamaría: «¡Papá, hoy es mi cumpleaños!». Él respondería: «¡Ah, sí! ¡Felicidades!», o algo parecido, y le daría un beso. Luego, si era fin de semana, le concedería algún capricho, como elegir la comida o ir al cine; si no, todo seguiría la rutina acostumbrada. Todo menos su estado de ánimo, que se mantendría eufórico sin alterarse por nada de lo que pudiera suceder. Y a media tarde llegaría el momento culminante: un mensajero llamaría a la puerta y traería dos paquetes a su nombre. Uno contendría una tarta de aniversario, siempre de chocolate, que era la que más le gustaba, acompañada de las correspondientes velitas. El otro, un regalo, que siempre era una muñeca o algún accesorio relacionado. Las muñecas no le gustaban particularmente y nunca jugaba con ellas, pero le hacía feliz recibirlas como regalo y colocarlas en un estante de su habitación, una al lado de otra, en orden riguroso, conmemorando cada uno de los días en que había cumplido un año más. Y poco después, la llamada de felicitación. Sus abuelos vivían lejos y no podían estar con ella ese día como les habría gustado, pero hacían todo lo posible para compensarle la ausencia y ella lo notaba en el tono cariñoso con el que le hablaban. Siempre le preguntaban: «¿Te ha gustado el regalo? ¿Estaba buena la tarta?». Y ella siempre contestaba que las dos cosas eran estupendas y les daba miles, millones de gracias por enviárselas. «¿Y has pasado un buen día?», y ella siempre contestaba: «Sí, ha sido un día perfecto». Y en parte decía la verdad, porque estaba tan contenta que no hacía falta que pasara nada más para que el día fuera maravilloso, pero en parte mentía, porque sabía cómo era un día de cumpleaños perfecto y aquel no lo había sido. Ni aquel ni ningún otro de los anteriores, excepto el primero.
Era muy pequeña; de hecho, aquella fiesta era uno de sus primeros recuerdos. El primer recuerdo claro y concreto. Había otros más tempranos, pero eran como sueños, o como ensoñaciones: ella y su padre a la sombra de un gran árbol, un día caluroso, rumor de hojas agitadas por el viento, olor de hierba, zumbido de insectos, somnolencia; una habitación llena de gente sentada y ella corriendo de las rodillas de uno a las rodillas de otro, mientras las conversaciones se entrecruzaban por encima hilando un manto protector; la cara de su abuela besándola, con los labios pintados de rojo intenso y una lágrima verde ensartada en una anilla que le colgaba del lóbulo de la oreja, y en el cuello un perfume intensamente ácido, afilado. El recuerdo de aquel cumpleaños, en cambio, era tan claro y concreto como una película. Recordaba las caras, las frases, el sabor de los refrescos, los gritos, las canciones, el payaso que apareció de repente con la ropa cubierta de globos de colores. Recordaba la sonrisa dibujada en las caras de sus abuelos, de los dos, mientras coreaban junto a los demás el “Cumpleaños feliz”. Recordaba que, en realidad, aquel no era el día de su cumpleaños, sino el de su prima menor, pero ella estaba en casa de sus abuelos por alguna razón que ignoraba y ellos decidieron celebrar a la vez el de las dos, porque solo faltaban unos pocos días para el suyo. Y recordaba que hubo dos tartas, y regalos para las dos, y que las amigas de su prima, un poco mayores, jugaron con ella como si fueran también amigas suyas. Recordaba a sus tíos, y a su prima mayor, más pendiente de ella que de su propia hermana. Pero no recordaba a su padre. No sabía si también estaba allí y nunca se lo preguntó.
Por encima de todo recordaba que hubo aquel día un momento clave, esencial, la bisagra cuyo giro le permitió llegar a ser ella, una persona autónoma y consciente. Jugaban a la gallinita ciega; la niña que llevaba los ojos vendados era una amiga de su prima y se tambaleaba con los brazos extendidos palpando el aire mientras a su alrededor todas se apartaban. De repente se giró en su dirección y, antes de que ella pudiera retroceder, la tocó, la sujetó por los hombros y le preguntó, riendo: «¿Quién eres?». La pregunta la desconcertó. Pensó que decir su nombre no serviría de nada, porque la amiga de su prima no lo debía conocer. Y… ¿Quién era ella? En aquella habitación había muchas personas, y cada una era alguien identificable, con sus rasgos, con su manera de comportarse. Lo que decían, lo que hacían, era una manifestación de lo que eran. En cada una de ellas había algo que la hacía ser quien era, algo que era diferente en cada una porque cada una era diferente, una era más simpática, otra más chillona, otra más callada; había algo que no se podía ver pero que existía y era lo que hacía que cada una fuera de una manera, que fuera una persona reconocible y distinguible de las demás. Pero ella, ¿quién era? ¿Qué había dentro de ella? ¡No había nada! Ella solo hacía lo que creía que había que hacer. No sabía cómo era ella misma, ella no era de ninguna manera. No era alguien como las demás. Entonces no pensó todo eso, claro que no. Seguramente no pensó nada: solo sintió. Lo pensó más tarde, años más tarde, al evocar aquel episodio imborrable e intentar entender lo que sintió, al intentar racionalizar la angustia, al intentar interpretar el pinchazo de vacío. Allí era la más pequeña, se veía inferior, le parecía que aún no había llegado al nivel en el que estaba las demás, el nivel de persona plena.
«¡La otra cumpleañera! —gritó su prima— ¡Mi primita Semper!». Y todas rieron, y la que la había encontrado se quitó la venda, riendo también, y se la colocó a ella, y ella estiró los brazos y dio unos pasos y enseguida tocó a alguien, y preguntó también: «¿Quién eres?», y la otra respondió: «¡La otra cumpleañera!», y era su prima, y en medio del jolgorio general, ella supuso que su prima se había dejado encontrar. Y al quitarse la venda y ver otra vez aquella habitación llena de niñas riendo, echó a reír también, y al compartir la alegría de todas las demás, sintió, por alguna razón misteriosa, que ella también formaba parte de aquel grupo ruidoso, que era una de ellas, una niña riendo, como las otras, y volvió a sentirse tranquila y feliz. Años más tarde pensó que estaba otra vez tranquila y feliz porque ya sabía quién era. Era Semperviva. Semperviva ya era alguien.
—¿Así, de repente? ¿Estás segura?
—Sí. La convocatoria se está difundiendo rápidamente por muchos canales, y el origen ha sido un canal antisistema que sabemos que está controlado por los servicios secretos.
—¡Mañana! ¡Demasiado pronto! ¿Funcionará todo?
—Mañana lo sabremos.
—El deseo de que nuestros deseos se vean satisfechos es lo que nos lleva a imaginar que existe un mañana. Eso es el futuro: puro deseo.
La víspera de su aniversario siempre le recordaba a su padre que al día siguiente cumpliría años. Esperaba que al día siguiente él lo recordara, pero era una espera desesperanzada porque sabía que eso no iba a suceder. Y no podía evitar que le dieran envidia sus compañeras del colegio, que el día de su cumpleaños explicaban al llegar que sus padres las había felicitado nada más despertarlas o que traían algún regalo que habían recibido ya a la hora del desayuno. Ella sabía que a su padre no le gustaban las celebraciones y lo aceptaba, pero le dolía un poco que no hiciera una excepción con su cumpleaños.
El último fue diferente. No pensaba en ello, aunque intuía que sería el último que pasarían juntos. La víspera no estaba emocionada, sino más bien triste. Le entristecía el estado de su padre y le entristecía más aún no poder estar contenta. Primero se dijo que no valía la pena recordarle nada a su padre, pero después de darle vueltas durante todo el día, decidió que lo mejor sería mantener la normalidad. Siempre se lo había recordado y ese año también lo haría. Y cuando lo hizo, él le respondió con aquella frase, que de entrada la golpeó. Se sintió agredida, sintió que su padre quería despojarla de lo más importante que le quedaba, el mañana inmediato de su cumpleaños y todos los mañanas que vinieran después. Todavía le quedaba por vivir la mayor parte de su vida. ¡El mañana tenía que existir! Pero no, no podía tomárselo así. Esa no había sido la intención de su padre. Al pronunciar aquella frase, su padre hablaba consigo mismo, como hacía tantas veces mientras hablaba con ella. Casi todas, en aquellos últimos tiempos. No podía enfadarse con él. Su padre no tenía un mañana, y se decía que eso no importaba porque en realidad el mañana no existe. Tal vez ella diría lo mismo si estuviera en la misma situación.
De adulta, intentaba ocultarse a sí misma que al día siguiente sería su cumpleaños y al día siguiente intentaba no recordar el día que era. Un intento de homenaje a la memoria de su padre. Y también lo contrario: un reproche póstumo e interminable.
—La verdad es que me pone muy nerviosa no poder probar nada. Creo que mi parche en el programa del ordenador cuántico funcionará, funciona en las simulaciones, pero no lo he podido probar en el entorno real. Cumlaude también me dice que su exploit funcionará, pero, claro, él tampoco ha podido probarlo.
—Él es muy bueno en lo suyo. Tú eres muy buena en lo tuyo. Tenemos todas las garantías que podemos tener.
—Y también hay que confiar en que los datos que se envíen a los satélites provoquen la avería que hemos previsto…
—De eso tenemos más garantías aún. Hemos construido aquí el circuito defectuoso de acuerdo con el esquema, utilizando los mismos componentes, y hemos visto que al procesar los datos que vamos a enviar, el condensador se funde. Eso está probado.
—Ojalá yo también hubiera podido hacer un experimento y no solo una simulación. Mañana será el día del experimento y el día de la verdad, las dos cosas a la vez. Me violenta mucho esta manera de hacer las cosas. Estoy acostumbrada a aceptar como válido únicamente lo que puede repetirse muchas veces y siempre da el mismo resultado.
—Estás malacostumbrada. Fuera de los laboratorios y las máquinas, nada es así. Nunca se sabe. Tienes que probar y ver lo que pasa. Quizá en el último momento alguien se dio cuenta del error, cambió los condensadores y no rectificó los esquemas. Al final, solo queda eso: probar y ver lo que pasa. Eso es vivir.
En la época madura de su relación con Carpediem, el sexo dejó de ser una búsqueda de satisfacción y se convirtió en algo así como el cumplimiento de una obligación ancestral. El deseo irresistible que la arrastraba hacia el sexo no era el deseo irresistible de Carpediem, de su cuerpo, de compartir con él hasta lo más íntimo, de darse a él y de recibirlo, de obtener placer y de darlo. Era todo eso, pero era también algo más. Era sobre todo el deseo de hacer lo que tenía que hacer. De hacerlo y de volverlo a hacer, cuantas más veces mejor, porque esa repetición incansable era también una parte esencial de aquello. Era cumplir con la obligación de sentirse viva. Estar viva no costaba nada: el corazón latía sin que ella se diera cuenta, comía porque tenía hambre, dormía porque tenía sueño. Hasta entonces, vivir había consistido solo en eso, en seguir las rutinas de la vida. Hasta entonces, vivir no había sido importante; lo importante eran otras cosas: estudiar, aprender, hacerse responsable. Lo importante no era estar viva, sino lo que hacía mientras estaba viva. El sexo, en cambio, era pura vida. Era la celebración del misterio de la vida, excepto que no había misterio. Había algo que parecía misterioso porque no se entendía, pero no se entendía porque no pertenecía al orden de las cosas que pueden ser entendidas, sino al de las cosas que solo pueden ser sentidas. Era una celebración, pero lo que tenía de maravilloso es que a la vez sucedía lo que se estaba celebrando. Era como si la celebración de todos los aniversarios no fuera una conmemoración del momento de nacer, sino una repetición del nacimiento. Eso era el sexo: algo que volvía a crearse cada vez que se representaba, como si todos los encuentros sexuales fueran en realidad el primero y el único.
Como celebración que era, en aquella época madura el sexo se ritualizó, en cierta medida. Y las caricias, los gestos y las acciones, no perdieron autenticidad por ello. Al contrario, adquirieron un sentido pleno y absolutamente auténtico. Aquel sentido que ella percibía, pero que no podía explicarse, era el que buscaba reencontrar después, en la época de la promiscuidad. No tuvo éxito: en aquella época posterior, hacer lo mismo ya no eran lo mismo. Ya no era la celebración de algo que estaba vivo y que, al celebrarlo, se revivía, sino el intento de revivir algo que ya estaba muerto a través de gestos vacíos, estériles, inútiles.
Lo más fácil sería decir que aquella relación nunca pudo tener una época madura porque nunca fue ella misma madura. Estuvo a punto de arruinarle la vida, y en cierta manera lo hizo, porque le provocó un desequilibrio afectivo que seguía arrastrando desde entonces. También la hizo dejar de estudiar, pero en este caso ya no sería correcto decir que le había arruinado la carrera, puesto que tenía una carrera envidiable. En este caso, incluso se podría decir lo contrario: que, como efecto inesperado, incluso paradójico, de aquella relación, su carrera se había reforzado, y eso era debido a que la forma en que transcurrió, la forma en que acabó, y la reverberación que todo ello tuvo en los años posteriores, provocó que acabara dejando de lado todo lo demás.
Pero, sí, hubo en aquella relación una época madura, pasada la inseguridad inicial y antes de que llegara la desconfianza final. Hubo una época de seguridad y de confianza, de estar haciendo lo que le correspondía hacer. En el recuerdo, aquella fue una época larga, larguísima, toda una era de la historia de su vida, aunque en el calendario fueron solo unas pocas semanas. Pero es que cada uno de los días de aquella época estuvo fuera de los límites del tiempo.
—Tendrás que activar el exploit en el último momento. Cuanto menos tiempo tengan para detectarlo, mejor.
—Eso quiere decir que después lo detectarán…
—Depende de cómo sean de buenos sus mecanismos de seguridad y la gente que los supervisa.
—Serán los mejores.
—Es probable que acaben detectando que ha habido una intrusión, pero poco más. El exploit desaparecerá inmediatamente.
—Yo también he procurado no dejar pistas en el ordenador cuántico, aunque no sé si lo conseguiré. Cumlaude me dio alguna buena idea. Lo que he hecho ha sido actuar sobre el mecanismo de corrección de errores. Es el punto débil de los ordenadores cuánticos, ya sabes. Espero que crean que se ha producido un error que no se ha podido detectar. Que se ha averiado, o que está mal diseñado, que no es lo bastante fiable. Pero… quién sabe.
Un día, después de haber hecho el amor con Carpediem, mientras aún estaba estremeciéndose por la intensidad del placer y del derroche afectivo, él encendió un porro, le dio una chupada, se lo pasó, y se quedó dormido. Ella se lo fue fumando lentamente, con la mirada perdida en el techo y el pensamiento desconectado de la voluntad. Y empezó a notar una cierta sensación de vacío. Y pensó que cuanto más sentía su cuerpo conectado al de Carpediem, más consciente se hacía de que los cuerpos eran un obstáculo que impedía que pudieran conectarse verdadera y definitivamente la Semperviva auténtica y esencial con el Carpediem auténtico y esencial. Y se le ocurrió que la materia es una enfermedad. Que, en última instancia, todo lo que hay es una especie de fuego o energía primordial que durante los eones de su perpetua combustión había ido generando subproductos estériles, porciones que se habían ido alejando del núcleo borboteante, como salpicaduras, o escoria, y que eso es la materia: energía inerte, solidificada. Pero que el potencial de actividad aún sigue allí, que incluso arde aún a pequeña escala, y que el movimiento incesante de los electrones y los fotones, y las fuerzas poderosas que actúan sobre las partículas elementales, son una prueba de ello. Y que, como energía dormida que es, la materia aún puede despertarse y reintegrarse al flujo primordial. Y que para ello solo necesita volver a ser alcanzada por él, y que cualquier pequeño contacto, una llamarada algo más potente que llegue a rozarla, un solo filamento ígneo que la toque, puede encenderla de nuevo y sanarla. Y que ese proceso de sanación había empezado a producirse en algún momento del tiempo: que una porción de materia había sido penetrada nuevamente por la energía activa, y que, como resultado de esa fecundación, la materia había empezado a levantarse y se habían formado los seres vivos. En ellos latía el fuego primordial en forma de impulso vital, aunque lo hacía a una escala aún tan pequeña que no era capaz de contrarrestar la masa inerte de la materia dentro de la que estaban encerrados. Pero ese fuego podía difundirse. Cada ser vivo podía aumentar la intensidad de su fuego fundiéndose momentáneamente con el fuego de otro y provocar una llamarada que tal vez tuviera suficiente intensidad para inflamar una nueva porción de materia. Y pensó que se trataba de eso, de contribuir a activar la materia y de recuperar durante una breve llamarada la sensación de formar parte del magma original.
Carpediem seguía durmiendo y ella siguió contemplando cómo danzaban sus pensamientos. Esa forma de unión, conectar la llamarada de uno y la de otro, tenía la grave limitación de que solo podía llevarse a cabo entre dos. Quizá fuera posible entre tres, Carpe lo había sugerido alguna vez y ella lo había rechazado con repugnancia, pero en el nivel etéreo en que se movían sus pensamientos en aquel momento, no le pareció imposible desde un punto de vista teórico. En todo caso, fueran tres, fueran cuatro o algunos más, el límite máximo de participantes en ese tipo de conexión era muy limitado. Pero había otros caminos, y el fuego, imparable como era en su naturaleza, sabía encontrarlos. Por ejemplo, había encontrado el amor. El amor pasional es un atajo hacia la fusión casi física del sexo, pero las otras formas de amor, el amor entre amigos, entre padres e hijos, son también caminos que llevan en la misma dirección, hacia la unidad. Por ejemplo, había encontrado el lenguaje, tan útil para compartir lo que uno lleva dentro, su porción de fuego. Caminos para crear unión y para prolongar la unión, porque, así como la unión sexual puede difundir nuevos regueros de fuego a través de la materia y crear nuevos seres vivos, también las formas de comunicación entre humanos pueden crear algo nuevo, algo colectivo y permanente que no es más que una forma sublimada del fuego primordial, que de esta manera se esparce y abarca extensiones cada vez mayores de materia.
Y lo último que se vio pensando antes de que Carpediem despertara fue que tal vez en todo ese proceso el fuego no era lo importante, que lo importante era la unión. Que las piedras no están unidas, no tienen ninguna capacidad de buscar la unión entre ellas, y a causa de eso habitan un mundo de simples yuxtaposiciones, desintegrado, pero que, en cambio, las células están unidas y componen un organismo que es más que ellas mismas, y que los seres vivos nos integramos de diferentes maneras y formamos también entidades mayores, grupos, comunidades, sociedades, inabarcables para cada uno de los individuos que las componen. Y pensó que tal vez la conciencia no sea una forma sublimada del fuego primordial que le permite infiltrarse con más eficacia en la materia, sino algo nuevo, genuinamente nuevo, cuyo papel no es recuperar ninguna realidad preexistente sino crear una superior. «Si nos damos las manos y formamos un corro y empezamos a dar vueltas, entonces cada uno se conecta a los demás, a los que les da la mano y a los demás a través de ellos, y se mueve a la vez que todos. Casi se puede decir que las personas desaparecen y lo que queda es el corro.» Que lo importante es la unión, y que el impulso hacia ella se canaliza a través de diferentes vías, como el sexo, el amor, el lenguaje, la cultura; que algunas son muy diferentes entre sí, pero que todas tienden a lo mismo. Que la conciencia había aparecido después que el sexo para explorar otras formas de unión que llegaran más lejos, y en su evolución había creado el lenguaje y la cultura que unen nuestras conciencias y, por tanto, nos unen a nosotros, las personas, y que cuando la conciencia mira al sexo se sorprende y no lo entiende, pero es lógico que no lo entienda, son dos caminos distintos, uno va siguiendo el valle y el otro cruza las montañas, y al final van al mismo sitio, pero mientras se recorren no lo parece porque son totalmente diferentes. Que la conciencia ha elegido el camino de entender y quiere entenderlo todo, pero que el sexo no se puede entender porque es otro camino, es una experiencia de unión diferente. Que la conciencia te permite, por ejemplo, sentirte identificado con un autor mientras lees su libro, y esa experiencia de unión no tiene nada que ver con la del sexo, pero que, aunque las experiencias sean diferentes, la unión que se experimenta es la misma, y que en el fondo también es la misma que se experimenta cuando miras las estrellas y dejas que tu mirada se pierda entre ellas y dejas de pensar y te olvidas de entender.
A la mañana siguiente, después de una noche en que los recuerdos y los temores dejaron muy poco espacio al sueño, le sonó una alarma estridente en el móvil. Era un mensaje urgente del Consorcio. Le comunicaban que, por motivos de seguridad, las instalaciones permanecerían cerradas durante todo el día y solo se permitiría el acceso al personal esencial.
Todos los preparativos habían sido inútiles.
¿Cuánto te ha interesado este contenido?
¡Haz clic en una estrella para puntuarlo!
Promedio de puntuación 0 / 5. Recuento de votos: 0
Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este contenido.
¡Siento que este contenido no te haya resultado interesante!
¡Déjame mejorar este contenido!
Dime, ¿cómo puedo mejorar este contenido?