Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
2. El ratoncito fuera de la jaula
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—Gracias por traerme, doctora. —El muchacho estiró la mano para abrir la portezuela del coche, pero no pasó de ahí—. Y por la conversación.

—No me llames doctora. No estamos en el laboratorio.

—Vale. ¿Semperviva?

—Claro.

Abrió, finalmente, pero solo unos centímetros.

—Esto… ¿Quieres entrar?

—¿Para qué?

—Pues… no sé, para seguir charlando.

—¿Vamos a tu casa? —había dicho ella veinte años antes en una situación que, de alguna manera, le recordaba a aquella.

—¿Para qué?

—A lo mejor allí… lo entiendo.

—¿Te interesará más la física, allí? No lo entiendes porque no te interesa. El problema es que no quieres que te interese. Bastaría con que prestaras una mínima atención en clase. O al libro de texto, simplemente.

—La física me interesa, y tú… tú también me caes muy bien. Es esto lo que me mata —abrió los brazos, elevó la mirada al techo y torció ligeramente la cintura a un lado y otro—, el puto instituto. Venga, llévame a tu casa. Vives solo, ¿no?

Unas semanas antes, en el trajín de la mudanza, había estado revisando fotografías antiguas y volvió a verse enfrentada a aquella adolescente descarada, desafiante, sometida a la necesidad de traspasar todos los límites para sentirse viva. La recordaba, sí, la recordaba bien. Recordaba su manera de vestir, sus gestos, su hablar vociferante. Recordaba los impulsos que la electrizaban de vez en cuando, el vértigo que sentía al dejarse llevar por ellos. La recordaba como a una persona que había conocido muy íntimamente, incluso una persona dentro de la cual había vivido. La recordaba, sí, pero no se reconocía en ella. Ella no era aquella. Nunca había sido aquella.

—No sé si debería estar aquí.

—Bueno, aquí estás. Y todos tenemos que estar en alguna parte, ¿no? Creo que la física lo demuestra.

A Semperviva se le escapó una sonrisa. Sonreía a veces, sabía que tenía fama de seca y distante, sabía que era una fama merecida y trataba de compensarla sonriendo cada vez que recordaba que debía hacerlo. Pero eran sonrisas controladas, impostadas. Con Luxmundi, en cambio, se le escapaban sonrisas. Era como si él tuviera la capacidad de acceder a donde fuera que ella escondía las sonrisas sinceras y le extrajera alguna de vez en cuando, como un pescador experto que sabe elegir las aguas más favorables y los mejores señuelos.

—Yo soy la investigadora y tú eres el sujeto con el que experimento.

—Me haces sentir un ratón de laboratorio.

—Soy física, ya sabes. Siempre he experimentado con… bueno, con elementos físicos. Esto de experimentar con personas es nuevo para mí. Me cuesta acostumbrarme. Tú dices que te sientes como un ratón, pero a mí también se me hace difícil mi papel.

—Cualquier cosa que hagas, seguro que es más interesante hacerla con una persona. Aunque la cosa sea experimentar en un laboratorio. Y aunque la persona sea yo.

Cómo le gustaría hacerse amiga de aquella adolescente. Decirle, por ejemplo: «No te entiendo, pero te acepto como eres». Tomarla de la mano y caminar con ella. «Vamos al mismo sitio. No sé cuál es, pero sé que es el mismo. Podemos seguir juntas el mismo camino». Sería como recuperar un tiempo perdido. Reconocer que aquellos años tuvieron un sentido, que la forma en que los atravesó no fue un extravío, sino que siguió el único camino que encontró para avanzar por un trecho difícil. Decirle, por ejemplo: «No te puedo dar ninguna respuesta, pero te puedo enseñar a vivir sin conocerlas.» No, eso no se lo podría enseñar. «Te puedo mostrar cómo intento hacerlo yo.» Pero eso era muy poca cosa.

Cómo le gustaría hacerse amiga de su padre. Tampoco lo conseguía, y era mucho más fácil: revivía a menudo el tiempo que pasó con él. Solo se trataba de recuperar aquella época. Recordaba a la niña que era amiga de su padre, pero aquella niña… aquella niña estaba demasiado lejos. Aquella era una niña feliz, y desde la perspectiva de la Semperviva adulta, aquello, la felicidad, era una cosa de niños.

—Supongo que encontrarás mi piso muy desordenado.

—Bueno, cada uno vive como quiere. Ya imaginaba que no vives como yo.

—Claro. Supongo que lo sabes todo de mí. Tú me seleccionaste.

Ella se puso seria. Al aceptar el trabajo en el Consorcio había empezado a sentir que se estaba apartando del rumbo por el que llevaba años avanzando con relativa seguridad; al dejarse convencer de que la investigación sobre la TA requería que experimentara con un ser humano, pensó que quizá estaba alejándose demasiado. Ahora que se iba conformando una relación de tipo personal con ese ser humano, precisamente con el que experimentaba, y era una relación en la que él sabía cómo pescarle sonrisas sinceras, percibía que el suelo temblaba bajo sus pies.

Luxmundi insistió.

—¿Por qué a mí?

Ella se dio la vuelta y señaló una especie de lámina que colgaba de la pared.

—¿Lo has hecho tú? —dijo.

A él le costó un momento aceptar el giro que ella pretendía dar a la conversación.

—Vale, el ratoncito no puede saber por qué lo han sacado de la jaula precisamente a él. Sí, es mío —acabó respondiendo con desgana.

Era como un esbozo, una serie de perfiles de colores claros que sugerían formas de personas, árboles, edificios. Y debajo, una frase: “Yo, que solo sé soñar…”.

—Es bonito, me gusta. Aunque no entiendo nada de arte.

—Nadie entiende de arte. No hay que entender. La física, eso sí, la física seguro que hay que entenderla. Pero el arte no.

—Venga, ya sabes lo que quiero decir. Tú entiendes más que yo, de arte. Lo conoces mejor, si prefieres decirlo así. Porque veo que eres artista.

—¿Soy artista? Artista fracasado. No, fracasado, sin más. Pero tú ya debes saberlo. Debes saberlo todo sobre mí. Mejor que yo, seguramente. Tú me seleccionaste.

—Soy tu profesor. Y un adulto. Y eso no solo no me impide entenderte, como piensas tú, sino que me ayuda. Hasta cierto punto, claro. No entendemos del todo a nadie, ni a nosotros mismos. Ni los adultos.

—¿Que tú me entiendes? ¿Y qué entiendes?

—Que quieres escapar de algo.

—¡Ja! ¡Qué listo!

—De algo que llevas dentro.

—Pues lo tengo jodido, si lo llevo dentro. Y eso… ¿Eso se opera, doctor? —Se tocó el vientre con la mano— ¿Se puede abortar? —Se puso la otra mano entre los pechos, como rebuscando— ¿Se puede extirpar?

—Depende de lo cerca que esté del corazón.

—Dímelo tú, anda. Examíname. Vamos a tu casa —inició un gesto como para tomarle del brazo, pero él se apartó ligeramente y ella desistió.

—No conociste a tu madre, tu padre murió cuando eras una niña. Debe ser difícil arrastrar eso.

—¿Con esas me sales ahora? ¡Joder, qué aguafiestas!

—No hay ninguna fiesta, aquí.

—Eres como todos los profes. Dices que quieres ayudarme, pero lo que quieres es convencerme para que haga lo que a vosotros os parece correcto. Yo… yo vivo la vida, como todos. Intento divertirme. Me lo paso bien. Gracias por el interés, pero no hace falta que te preocupes por mí. Déjame en paz —y retrocedió, como si quisiera irse. Tropezó con una silla y se sentó.

—Me preocupo porque sé que de niña eras genial. —El profesor se sentó frente a ella—. En todo. Sé que empezaste a estudiar física mucho antes que los demás, y eras la mejor. Y ahora… te has dado la vuelta y huyes.

—Los niños son tontos, hacen lo que les dicen. Yo pasé por eso, pero ahora no soy una niña.

—Los adultos también hacemos lo que nos dicen. Es más, creo que, en comparación, somos más obedientes. Tú sigues siendo muy inteligente, eso no se pierde. Seguro que sabes de qué huyes. O al menos debes tener una pista.

—“Yo, que solo sé soñar…” Me gusta la frase, es… sugerente. Y esas formas… me gusta, sí. Con el arte me pasa que a veces veo cosas que me gustan, que me gustan mucho, incluso, pero no les dedico demasiado tiempo porque me parece algo… bueno, no es que no sea importante, pero es un poco como… como para pasar el rato. La verdad es que a mí hay cosas que me entretienen más.

—Claro. Es que tú sabes hacer más cosas, además de soñar.

—Yo también sueño.

Estaban los dos de pie en medio de la habitación, no habían llegado a sentarse. Desde que le había dado la espalda para mirar la lámina de la pared, ella no había vuelto a mirarlo de frente. Ahora lo hizo. Él respondió enarcando ligeramente las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la admiración. Ella desvió otra vez la mirada y la dirigió a la ventana enfrente suyo, por la que entraba la luz de la calle.

—Una curiosidad: ¿Sueñan las físicas con fenómenos físicos?

Ella se volvió hacia él y sonrió de nuevo.

—Alguna vez. Mientras estudiaba, más de una vez soñé que las partículas encajaban con las ondas. Luego, soñé a veces con la red de bucles entretejidos de la gravedad cuántica, cambiando sin cesar. Conceptualmente, eso es algo muy abstracto, pero es fácil de visualizar y puede producir sueños muy vistosos. Luego empecé a soñar con la red de interacciones de todo con todo. Pero, como física, es más interesante lo que sueño despierta: sueño que todo está en su sitio de una vez por todas.

—¿Todo tiene su sitio? Recuerdo algo de eso, pero creo que es un poco antiguo: el fuego está en lo más alto, el aire, justo por debajo; luego, el agua, y en el fondo, la tierra. Y nosotros, que estamos hechos un poco de todo, pues por aquí andamos, entre el suelo y el cielo, entre el fuego y el agua. Entre el cielo y el infierno, seguramente. —Ella sonrió otra vez—. Esa física la entendía y me gustaba. No sé por qué no os quedasteis ahí.

—Aristóteles decía eso. Sí, todo estaba ordenado, entonces. Y al final siempre es lo mismo: viene alguien, lo desordena y hay que volver a ordenarlo.

—¿Desordenáis para volver a ordenar?

—No, en realidad viene alguien, mira mejor y se da cuenta de que ese orden era superficial y que, si te fijas más, todo sigue desordenado.

—Todo está desordenado, siempre lo está, pero es un desorden… hermoso, si lo miras no tan de cerca, sin fijarte tanto. Si lo miras desde la distancia adecuada. O con la mirada adecuada.

—La mirada adecuada para ver belleza en el desorden… envidio a los que sabéis encontrarla, a los que os podéis mantener a esa distancia. Yo no. Yo miro de cerca, veo el desorden y quiero ordenarlo. El arte hace como si no quisiera ver lo que hay.

Mientras ella hablaba, él se había sentado en una silla de madera, vieja y desvencijada.

—Lo que hay… lo que hay ya está ahí, cualquiera puede verlo —. Y señaló un sillón de líneas funcionales colocado en ángulo recto respecto a la silla, como ejemplificando lo que acababa de decir, o tal vez invitándola a sentarse. Ella entendió las dos cosas. Se sentó.

—Creo que precisamente lo que me pasa con el arte es que lo veo como… perdona, como una especie de huida de la realidad.

—¡Ojalá fuera más útil para eso! Sobran los motivos para huir de la realidad. Lo difícil es encontrarlos para quedarse.

—Llevo muchos años intentando entender cómo es la realidad. Desde que soy adulta, por lo menos. Huir de ella… bueno, no juzgo a nadie, te entiendo, pero es solo que estoy demasiado enganchada. A entenderla, a entender hasta el fondo de qué está hecha. En cierta forma soy una yonqui de la investigación. Lo demás… bueno, la verdad es que lo demás solo puede llegar a distraerme durante algunos momentos.

Desde que aquella adolescente se fue sin despedirse, no había atendido a nada más. A nadie más. Era como si las personas no fueran para ella reales del todo. Como si fueran más bien personajes. Ni tan solo eso: como si fueran simples figurantes, elementos del decorado perfectamente reemplazables. A veces pensaba que había algo anormal en ella, en su corazón o en su mente, porque, si fuera normal, su salud mental se resentiría después de tantos años sin entablar ninguna relación auténticamente personal con nadie. Tantos años sin ningún contacto físico, ni un abrazo, ni un beso, que no fueran pura formalidad. Luego se decía que había una explicación: se atiborró tanto durante los años de la adolescencia que todavía no lo había acabado de digerir. Todavía no le había vuelto el apetito, y quizá no le volviera nunca. Pero en realidad sabía que no era exactamente eso. Durante aquellos años se atiborró de sexo, eso sí, y de relaciones superficiales, pero veía claro que no llegó a establecer una conexión auténtica con nadie. No quiso volver a hacerlo después del aparatoso fracaso inicial.

Ante el silencio de ella, el profesor insistió:

—Es imposible que la pérdida de tus padres, de tu padre, sobre todo, no te haya afectado profundamente, aunque también es probable, o casi seguro, que hayas enterrado aquel dolor para no sentirlo. Pero en las personas “enterrar” quiere decir simplemente “no querer mirar”. Todo sigue ahí.

—¿Eres físico o psicólogo? Porque he hecho terapia con psicólogos de verdad, ¿sabes? Con psicólogos buenos, no del nivel de un profe de instiputo aficionado.

¿Sería la charla que había tenido en el coche con Luxmundi y el hecho de haber aceptado su invitación a entrar una prueba de que estaba surgiendo ahora la necesidad de una conexión emocional? La idea le provocó el deseo de levantarse inmediatamente y salir. Entregarse ahora a una relación personal, como se había entregado al flirteo y al sexo fácil durante la adolescencia, significaría dejar al margen todo aquello a lo que había dedicado su vida desde hacía tantos años.  Mientras hubo flirteo, no hubo física, no hubo investigación, no hubo nada más. Si ahora había una relación personal, una pareja y todo lo que comporta, ¿qué pasaría con lo otro, con lo que había sido su vida hasta entonces?

—Eres físico, ¿verdad? Entonces lo que te interesa es la materia, no los rollos mentales. Pues mira, aquí estamos tú yo, y nuestra materia son nuestros cuerpos. Vamos a hacer física, vamos a… calcular la fuerza de rozamiento de los dos cuerpos. Bueno, a calcular, no. Vamos a hacer una estimación experimental. Empírica. Se dice así, ¿no?

—Semperviva, venga, déjalo ya.

—Somos cuerpos, tenemos masa, las masas se atraen, lo dice la ley de Newton. ¡Es física!

—Soy físico, pero cuando trato con personas me interesa más la atracción de las mentes que la de los cuerpos. Y, créeme, crea vínculos más poderosos.

—¿Vínculos poderosos? ¿Entre las personas? No los hay. No los puede haber. Vamos y venimos. Nos unimos y nos separamos. Como las partículas. Sobre ellas actúan muchas fuerzas, igual que sobre nosotros, y las hacen saltar de un lugar a otro. Esa parte sí que la sé. Nosotros somos como los electrones, que dan vueltas y vueltas alrededor del núcleo hasta que llega algo, una fuerza, otra partícula, que los hace saltar.

—También hay vínculos muy poderosos entre las partículas. El entrelazamiento cuántico hace que dos partículas sincronicen su estado instantáneamente sin que importe la distancia a la que se hallan.

—¿El entrelazamiento cuántico? ¿Qué es eso?

—Lo que deberías estar aprendiendo a estas alturas si no te hubieras desviado por… el lado oscuro.

—¡Ja, el lado oscuro! ¡Me caí en un agujero negro! —se burló, pero algo había atraído su atención—. Eso que dices es imposible. No puede ser que se sincronicen instantáneamente. Será a la velocidad de la luz, como máximo, lo dijo Einstein, y entonces la distancia sí que importa: a más distancia, más tiempo se tarda en recorrer.

—Es como te he dicho: instantáneamente, y la distancia no importa. Es mecánica cuántica. Es una situación extraña, y de hecho cuando se planteó por primera vez se le llamó la paradoja EPR. La E significa Einstein, por cierto. Einstein-Podolsky-Rosen. Parecía imposible cuando la formularon, a mediados del siglo veinte, pero se está comprobando experimentalmente.

—No me lo creo.

—La desigualdad de Bell. Estúdialo. Te ayudo, si quieres.

Por un momento pareció que se había quedado sin saber qué decir.

—Sincronizar su estado… o sea que si tú y yo, por ejemplo, fuéramos partículas… bueno, lo somos, más o menos, al fin y al cabo estamos formados por partículas, si tú y yo somos partículas y estamos sincronizados… lo seguiremos estando por más que nos separemos, aunque lleguemos a estar muy, muy lejos.

—Eso es. Eso es lo que dice la física actual. La de los mayores, no la de los niños. La que deberías estar estudiando tú ahora.

—“Yo que solo sé soñar…” Eres un idealista, ¿no?

—¿Sí? No sé. No soy muy realista, eso es seguro.

—Sé que tuviste problemas por… Bueno, no lo sé todo sobre ti, pero en el proceso de selección me pasaron un expediente muy voluminoso en el que decía que te condenaron por formar parte de algo así como… un grupo de hackers antisistema. Que te consideraron el autor de algunos eslóganes de denuncia y carteles que ese grupo utilizó y que se hicieron muy populares.

Él esperó un momento antes de contestar. Ella temió haberle molestado, pero cuando por fin habló lo hizo sin abandonar aquella cordialidad que parecía formar parte de su manera de ser.

—Bueno, aquello fue… una colaboración artística, podríamos decir. Solo eso. No puedo ser un hacker porque no sé nada de informática. Por eso pudieron acusarme. No me protegí. Entraron en mi ordenador y allí estaba todo, guardado sin ninguna precaución. Pero era… solo era arte. Algo que no tiene importancia para la gente seria. Tú lo has dicho antes.

—Me sorprende que la pena fuera tan alta solo por unas frases y unos dibujos.

—Yo era el único contra el que tenían algo concreto y buscaron escarmentar. Me consideraron integrante del grupo y corresponsable de todo lo que ellos hacían. Me acusaron de delitos informáticos, económicos, revelación de secretos… Incluso tráfico de drogas, porque al registrar mi casa encontraron algo, poco, para consumo personal, y se inventaron que éramos también narcotraficantes. No tenían ninguna prueba, nada más que esos pocos gramos.

—Debió ser muy duro, perdona que te lo recuerde.

—Bueno, eso quedó atrás. Ahora llevo implantado el chip de autocontrol, ya sabes.

—Sí, lo sé. Supongo que lo aceptaste para evitar la cárcel.

—Claro. ¿Me seleccionaste por eso, porque llevo el chip?

—No. Nunca había experimentado con personas, ya te lo he dicho, y no tenía un criterio claro para seleccionar a uno o a otro. Es cierto que a los asesores que me puso el Consorcio les parecía ventajoso que lo llevaras, decían que así estarías más controlado, pero a mí me daba igual. Al fin y al cabo, el chip solo permite que puedan conocer siempre tu ubicación.

—Eso dicen. Procuro no pensar en ello.

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