Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
16. Secretos, mentiras y ondas cerebrales

16. Secretos, mentiras y ondas cerebrales

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—Ya sabéis que estamos en estado de alerta. Todos habéis recibido una comunicación oficial donde se detallan una serie de normas que ya han entrado en vigor. Esperemos que esta situación no dure mucho, pero entretanto yo también me veo obligada a tomar algunas medidas sobre nuestro modo de funcionamiento interno. Tengo que aplicar aquí el modelo de compartimentación del Consorcio que tantas veces he criticado. Me han ordenado que extreme la seguridad y no me queda más remedio que obedecer. Así que vamos a reorganizar el trabajo. Nos dividiremos en equipos cerrados, cada uno a cargo de una investigación concreta, y cada equipo me reportará solo a mí. Ya sé que esto es justo lo contrario de lo que estábamos haciendo; lamentablemente, no tenemos más remedio que aceptarlo. Además, recordad que no podemos transmitir ningún dato a través de la TA. Se considera un canal inseguro. No deberíais utilizarla aquí dentro.

Bonafide empezó a hablar.

—Pero…

—Lo siento —cortó Semperviva—, sabes mejor que nadie lo poco que me gusta esto, pero no es discutible.

La reunión se disolvió en un ambiente de pesimismo resignado. Ni siquiera se escucharon los típicos murmullos de desaprobación.

Cuando Bonafide iba a retirarse, Semperviva la tomó del brazo.

—¿Me acompañas al servicio?

Su colaboradora puso cara de sorpresa, primero, y de preocupación, después. Asintió.

—¿Qué te pasa? —preguntó, una vez allí.

—Tengo que pedirte un favor un poco… personal. Ven —y la hizo entrar en uno de los cubículos.

Semperviva cerró la puerta y se dirigió a Bonafide con un gesto de petición de silencio. Le palpó la cabeza para comprobar si llevaba DCT, se los retiró y le colocó unos que traía ella. La noche anterior Cumlaude le había dado varios del modelo que consideraban más seguro.

—Necesito tu complicidad para una investigación que requiere un secreto absoluto —le dijo telepáticamente—. Lleva siempre estos DCT para comunicarte conmigo y arréglate el cabello para que no se note que los llevas. Es un asunto muy… delicado y te diré lo mínimo posible para no comprometerte. ¿Me ayudarás?

Bonafide asintió con la cabeza. Había quedado tan sorprendida que no se atrevió a expresarse de otra manera.

—Ahora volveremos al laboratorio y nos seguiremos comportando normalmente. Este tema solo lo trataremos a través de la TA.

—De acuerdo —respondió Bonafide esta vez.

Salieron del cubículo. Semperviva le preguntó en voz alta por sus hijos con toda naturalidad, y Bonafide le respondió de la misma manera. Regresaron, y al llegar a la puerta del despacho de Semperviva, ella le dijo también en voz alta:

—Necesito que me prepares lo antes posible una propuesta de asignación de las actividades en curso a diferentes equipos. Configúralos teniendo en cuenta que serán equipos cerrados, tal como he dicho antes. Elige para cada tema a los que estén más al tanto. Tú lo sabes mejor que yo.

—Te la traigo enseguida.

Entró en el despacho, se sentó frente al ordenador y conectó otra vez con Bonafide.

—La investigación en la que quiero que me ayudes, y sobre la que tenemos que mantener un secreto total, es el análisis de la estructura de los DCT.

—Vale. Hay gente trabajando con el que llevaba Lux el otro día, ya lo sabes.

—Que te digan por dónde van y los reasignas.

—Entendido. Pero no podremos esconder que trabajamos en eso. Necesitaremos instrumental, no sé, nos verán usar el microscopio electrónico…

—Sí, no esconderemos que trabajamos en eso, aunque tampoco lo diremos. Con las nuevas normas espero que nadie pregunte, y si lo hace nos escudaremos en ellas para no dar explicaciones. En cualquier caso, hay que mantener un secreto total sobre lo que vayamos encontrando.

—¿Por qué nos engañas de esa manera, niña? ¿Qué te hemos hecho?

Su abuela era de lágrima fácil. La pena enorme que sintió las primeras veces que la vio llorar por su culpa se fue convirtiendo en fastidio a medida que las lágrimas pasaban a ser un acompañamiento rutinario de cualquier conversación con ella.

—No dejarme vivir mi vida.

El secreto, la mentira, la impostura, llegaron a ser los elementos que sustentaban su forma de vida durante los años de la adolescencia. Cuando le preguntaban algo ya no se le ocurría responder la verdad; en vez de eso, activaba un mecanismo mental mucho más complejo en el que la verdad era solo un dato más. Valoraba lo que le convenía decir, lo que el otro quería oír, lo que el otro podía saber, lo que el otro podría averiguar, y, como en una partida de ajedrez, calculaba también a toda velocidad si para cada posible respuesta tendría una buena continuación en el caso de que el otro llegara a descubrir que había mentido. Tal vez eso había sido la pérdida de la inocencia: sustituir la verdad por el engaño conveniente.

—Antes no tenías secretos conmigo, me lo contabas todo. No escondías nada. Yo te quiero, solo quiero lo mejor para ti. ¿Por qué me engañas, ahora? ¿Por qué te has convertido en una mentirosa? ¿Por qué ya no confías en mí? ¿Qué te he hecho? ¿Cuándo te he hecho yo algo malo para que me castigues de esta manera?

En aquel momento ella no tenía ningún interés en buscar una repuesta sincera a esa pregunta. Y si la hubiera buscado, probablemente no la habría encontrado. Todo era muy confuso entonces. Ella solo intentaba seguir con su vida, seguir adelante como fuera, y encontraba el camino lleno de obstáculos. Tenía que apartarlos para seguir, para sobrevivir. La idea de que alguien pudiera salir dañado no la detenía, porque sentía que era su vida lo que estaba en juego. En algún momento percibió una disociación entre lo que esperaban de ella y lo que ella esperaba de su vida, se encontró ante una bifurcación y tomó su propio camino. Para ello tenía que vencer las fuerzas que la querían hacer continuar por el que venía, y entonces aparecieron las mentiras, los secretos, la doble vida. Esas fuerzas eran tan potentes que no podía vencerlas. Por eso intentaba engañarlas en la medida de lo posible, para no tener que estar siempre luchando un combate desigual.

Quizá podía retrocederse un poco más y establecer un momento más concreto como el del origen de la impostura: cuando se fue a vivir con sus abuelos. No es que les mintiera desde el principio. Al contrario: durante mucho tiempo fue sincera. Pero hubo algo de simulación en el proceso que puso en marcha en aquel momento para acomodarse a la nueva situación. Sus abuelos no eran su padre. Con ellos quería quedar bien, a ellos quería tenerlos contentos. Con su padre no quería quedar bien, la idea era ridícula. ¡Era su padre! La conocía, la conocía perfectamente. Ella no quería esconderle nada, ¿por qué tendría que hacerlo? Aunque hubiese querido, tampoco hubiese podido. Era su padre, ella tenía la sensación de que la veía por dentro con tanta claridad como la veía por fuera. Con sus abuelos era diferente. No les mentía, al principio, pero podía haberlo hecho desde el primer día: había entre ellos y ella el espacio suficiente como para que pudieran caber mentiras. Con su padre no lo había. Sentía su propia vida como una prolongación de la de él. Con sus abuelos siempre hubo un cierto desapego, aunque al principio fuera mínimo. Con su padre había lo contrario: identidad, fusión. En realidad, la fusión que durante años había intentado conseguir a través de la meditación, la conocía muy bien: existió mientras estuvieron juntos.

Los investigadores que habían analizado el DCT de Luxmundi ya habían detectado aquella anomalía interna que le había mostrado Cumlaude, pero supusieron que era debida a un defecto de fabricación y no intentaron obtener una imagen que pudiera llegar a revelar una estructura sospechosa. Ellas dos, en cambio, sabiendo lo que buscaban, no tuvieron mucha dificultad en conseguir un modelo informático tridimensional de lo que se escondía en el interior de los DCT. Aquello estaba construido con una tecnología desconocida para ellas; parecía estar montado átomo a átomo en el interior del material. En cuanto a la funcionalidad, coincidieron en que podría ser una antena y alguna circuitería, pero no podían deducir más.

Mientras trabajaban, se comunicaban mediante una especie de juego que a Semperviva le resultaba complicado y agotador; Bonafide, en cambio, se adaptó enseguida e incluso parecía divertirse con él. Se trataba de ir alternando una conversación normal pero vacía, que no diera ninguna pista sobre lo que estaban haciendo realmente a quien pudiera escucharla, con un diálogo mediante la TA en el que se decían las cosas importantes. «No he dormido bien esta noche y estoy un poco atontada», decía Semperviva de vez en cuando, consciente de que en algunos momentos su conversación sonora debía parecer incoherente.

En los días que siguieron, el juego se fue perfeccionando y Semperviva llegó a sentirse cómoda. Emprendieron una tarea de ingeniería inversa para intentar entender la funcionalidad de aquellos misteriosos circuitos. Identificaron algunos de los elementos, pero había otros que no pudieron deducir qué papel jugaban. Decidieron atacar el problema desde otro frente: suponiendo que lo que parecía ser una antena era realmente una antena, se propusieron descubrir el tipo de radiación que estaba diseñada para captar. Las pruebas directas no arrojaron ningún resultado, por lo que decidieron intentar una simulación informática. La tarea resultó enormemente compleja. Puesto que desconocían la funcionalidad de varios de los elementos del circuito, debían incluir parametrizaciones que admitiesen rangos de valores muy amplios, y eso provocaba que los cálculos fueran interminables. Cuando se dieron cuenta de que, con la potencia de cálculo de los ordenadores de que disponían en el laboratorio, no acabarían nunca, orientaron sus esfuerzos a plantear el problema de forma que pudiera ser resuelto por el ordenador cuántico del Consorcio, que era uno de los más potentes que se habían construido. Pero eso tampoco era fácil ni rápido.

En paralelo, el equipo que analizaba la señal captada en el DCT de Luxmundi en el momento del ataque, informó a Semperviva de que podía explicarse como una resonancia del recubrimiento cristalino de los dispositivos de ese tipo. Habían conseguido reproducirla sometiendo el DCT a radiación electromagnética de una determinada frecuencia, pero las pruebas para determinar si era la causa de los síntomas que había sufrido Luxmundi y tantos otros había arrojado un resultado negativo. Generando aquella radiación mientras uno de ellos llevaba colocado el DCT, no habían notado ningún efecto. Ellas comprobaron que, efectivamente, el recubrimiento cristalino era sensible a esa radiación, pero ni la supuesta antena interior ni el resto del circuito parecían quedar afectados de ninguna manera.

Regularmente contactaba con Dea y la informaba de cada uno de los pasos que iban dando y de los resultados que obtenían. También era convocada regularmente por el director, pero a él solo le proporcionaba informaciones vagas y sin ninguna utilidad. Dea, por su parte, la mantenía al corriente de sus propias investigaciones y la sorprendió con algunos datos concretos y relevantes. Los de Pandemónium se habían dedicado a rastrear las empresas que fabricaban los DCT trucados y encontraron que el origen último era una única planta que se había construido solo con finalidad de producirlos. Y, analizando los suministros que recibía esa planta, encontraron que regularmente le llegaban envíos provenientes de una instalación de fabricación de electrónica de precisión para fines militares que formaba parte del conglomerado industrial-militar controlado por el Consorcio. Las operaciones de esa instalación estaban protegidas por el secreto militar, y los envíos se hacían siguiendo itinerarios complicados a través de terceras empresas para dificultar su rastreo. Que hubiera conseguido descubrirlo sorprendió a Semperviva más que el hecho en sí.

En los medios de comunicación, la teoría del efecto túnel telepático se consideraba plenamente demostrada, a pesar de que nadie era capaz de explicarla con un mínimo rigor. Las restricciones derivadas del estado de alerta frenaban cualquier debate científico público sobre el tema. Eso sí, en el ámbito de las conversaciones privadas, el escepticismo entre los expertos era total. Mientras tanto, Dea y los suyos se las ingeniaron para obtener un dato importante que la desacreditaba: el telescopio Cherenkov desde el que supuestamente se había observado la cascada atmosférica aún no tenía la lente montada. Las imágenes de satélite disponibles comercialmente parecían indicar que sí, pero ellos disponían de una grabación de vídeo efectuada por un dron pocos días después del ataque que evidenciaba que la supuesta lente era en realidad una especie de recubrimiento de plástico sobre un armazón de varillas curvas. Las imágenes de satélite de fechas previas al ataque indicaban que aquello apareció de repente: un día no estaba y el día siguiente sí. Un elemento de precisión como ese no puede montarse con tanta facilidad. Todo era un montaje. Semperviva recordó la frase de Hamlet: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueñas en tu filosofía». «Y algunas de ellas las buscamos en el cielo cuando deberíamos buscarlas en la tierra», reflexionó.

En aquellos días de tensión e incertidumbre, tenía la sensación de estar alcanzando un cierto equilibrio. Un equilibrio que, por el simple hecho de llegar, la hacía consciente de que hasta entonces había estado ausente de su vida. Ese concepto, el de equilibrio, era el más problemático de su Modelo de interaccionismo cuántico. Era al mismo tiempo esencial e indefinible. O elusivo, por lo menos. Un intercambio justo, una integración armoniosa… cualquier definición de las que había intentado incluía siempre un componente valorativo, imposible de precisar con el rigor que requiere la ciencia. ¿Qué es justo, cuando hablamos de interacciones físicas, qué es armonioso? Había concebido la esperanza de poder basarse en el concepto de homeostasis, utilizado en biología para definir el estado de equilibrio de los organismos, pero al final había llegado a la conclusión de que la analogía entre un organismo estable y un conjunto de interacciones físicas estables —una retícula, utilizando la terminología de su modelo— era solo superficial. Porque un organismo tiene un estado de equilibrio perfectamente definido; mantenerlo es esencial para que siga existiendo como tal organismo, y esto le impulsa a actuar para intentar compensar cualquier situación que lo amenace. Pero en su modelo, el equilibrio no era una condición previa, sino un estado que aparecía a veces como consecuencia del juego ciego de las interacciones físicas, como un pedido que llega sin que nadie lo haya solicitado. Y eso era justamente lo que ahora le estaba sucediendo: que de repente, inesperadamente, descendía sobre ella un cierto equilibrio, como esa lluvia que se presenta sin avisar en una tarde bochornosa de verano para llevarse el polvo y dejar una atmósfera más limpia y transparente.

La idea de una vida equilibrada le evocaba a su padre. Seguramente los padres son el modelo de equilibrio para los hijos, aunque tal vez ellos mismos no se sientan equilibrados en absoluto. Y tal vez en relación con eso, y tal vez en relación con otras muchas cosas, uno pasa la vida lamentándose de no ser capaz de obtener algo que está convencido de que existe porque cree haberlo visto cuando en realidad solo lo ha imaginado. Su padre buscaba el equilibrio, eso sí, pero la manera en que lo buscaba, las ideas en que se basaba, lo que hacía para conseguirlo, a los ojos de muchos podría ser muy bien un síntoma de desequilibrio. A los de sus abuelos, sin ir más lejos.

Lo mismo podría decirse de ella ahora. Sentirse en equilibrio en medio de aquel desbarajuste la hacía pensar en el tópico de que los locos se sienten ellos mismos cuerdos. Pero un tópico lleva a otro tópico: también se dice que los locos son felices en su locura. La ignorancia de la propia locura es una ignorancia feliz. Y, sí, como una brisa que se levanta de pronto un atardecer de primavera y transporta el perfume de las flores de los campos cercanos, ese equilibrio le llegaba impregnado de un cierto perfume de felicidad. “Por tanto, no hay nada de que preocuparse”, se decía.

Los de Pandemónium hicieron circular el vídeo que demostraba el engaño con respecto al telescopio Cherenkov. Semperviva estaba segura de que lo harían, pero no estaba segura de que fuera una buena idea. Creía que debía hacerse en algún momento, pero hubiera preferido que la acción formara parte de una estrategia previamente planeada. Le preocupaba mucho la ausencia de estrategia y temía que la impulsividad con la que pudieran actuar, teniendo como único objetivo hacer daño al poder, fuera contraproducente. Le transmitió esta postura a Dea y le sorprendió recibir una respuesta tan razonable.

—Estableceremos una estrategia cuando llegue el momento y esperamos que tú participes en ella para decidirla y para llevarla a cabo; ahora aún es demasiado pronto. Todavía tenemos muy poca información. Ni siquiera estamos en condiciones de fijar un objetivo porque no sabemos muy bien lo que pasa. Lo único que hemos pretendido al filtrar el vídeo ha sido ponerlos nerviosos y esperar que den algún paso que nos ayude a obtener más información.

Pero todavía le sorprendió más recibir una comunicación telepática de Sinequanon. Desde que había comenzado la alerta, no habían hablado. De acuerdo con las normas que se habían establecido entonces, no debían hacerlo. Y Sinequanon utilizó la TA, lo cual también iba en contra de las normas.

—Perdona que te llame. No quiero comprometerte, pero necesito hablar con alguien. Si quieres no digas nada, solo escúchame. He visto un vídeo que demuestra que el telescopio Cherenkov no está funcionando y, la verdad, no me ha sorprendido. No puedo valorar esa teoría del efecto túnel telepático, aunque tengo entendido que nadie la conoce exactamente y que los físicos no creéis que el fenómeno sea posible. Y desde que pasó lo que pasó, me dan vueltas por la cabeza unas ideas muy sombrías. Recuerdo haberte hablado de Aleajacta, un colaborador mío que se fue a trabajar con Hicetnunc. El caso es que mientras estaba conmigo puso en marcha un proyecto para investigar los posibles efectos de interferir las ondas cerebrales con algún tipo de radiación. Yo se lo autoricé, de entrada, aunque la verdad es que no le veía mucho sentido, porque las ondas cerebrales son una consecuencia de la actividad eléctrica del cerebro; nos dan alguna información sobre cómo puede ser esa actividad, pero no tienen ningún efecto en ella. Tú sabes mejor que yo que la actividad eléctrica siempre provoca campos electromagnéticos, y esa es la causa de las ondas cerebrales. Pero, bueno, hay que estar abierto a encontrar cosas que no te esperas. Yo no esperaba encontrar la TA ni el Nobel, y aparecieron. Con el tiempo, empecé a preocuparme al ver lo que Aleajacta hacía. En sus experimentos, sometía a los sujetos a tipos de radiación que nadie puede asegurar que sea inocua. Tuvimos fuertes discusiones; él insistía en que ese era el único camino para avanzar y que para avanzar la ciencia a veces tiene que tomar riesgos. Hasta que un día, uno de los sujetos se quejó de que le habíamos provocado un problema de salud y nos denunció. Los servicios jurídicos del Consorcio nos dijeron que no nos preocupásemos lo más mínimo; que lo peor que podía pasar es que tuvieran que pagar una indemnización, pero que nosotros quedaríamos totalmente al margen. Además, el director en persona me llamó para decirme que no diésemos ninguna importancia a lo sucedido y que siguiéramos haciendo lo que considerábamos que teníamos que hacer. Sin embargo, yo decidí cancelar el proyecto. Además de que los riesgos no me parecían éticamente asumibles en ningún caso, estaba convencido desde el principio de que no nos iba a llevar a ninguna parte. Poco después, Aleajacta se fue con Hicetnunc. Estoy seguro de que él le permitió seguir.

—Muchas gracias por confiar en mí, Sinequanon. Te aseguro que me has dado una información muy útil. No te daré más detalles para no comprometerte, pero estamos investigando algunas características de los DCT para entender lo que pudo pasar y ahora estamos un poco más cerca.

¡Las ondas cerebrales tenían que entrar en la ecuación! ¿Cómo no se le había ocurrido?

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