Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
14. Un submundo nuevo

14. Un submundo nuevo

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Antes de que Semperviva llegara a decir nada, Luxmundi le hizo un gesto de silencio y le tendió unos DCT. Ella se los colocó e inmediatamente le preguntó qué era todo aquello y para qué la había hecho venir.

—Ellos son amigos míos y son hackers. Son muy buenos. Forman una especie de… grupo que se llama Pandemónium. Es un nombre desmesurado, pero a ellos les gusta. Y han descubierto algo que quieren que sepas. Que queremos que sepas.

Ella se sintió incómoda. Aquel no era su sitio. Sabía que en un tiempo fue el de Luxmundi; él le hizo pensar que se había apartado, pero era evidente que no era cierto, que aún seguía allí.

—Ahora entiendo todas esas precauciones —respondió con una cierta desconfianza—. Que me hayas hecho dejar el teléfono. Y que hayas dejado también el tuyo. Pero tú llevas el chip de autocontrol. Te tienen localizado.

—Parece que es muy fácil de inhibir la señal que me localiza—y se tocó un pendiente del que colgaba una pequeña bola metálica—. Ellos saben hacerlo. Y ahora mismo, en mi apartamento hay un aparatito que está enviando las señales que enviaría el chip si yo estuviera allí. O sea que yo estoy allí.

—Ya veo que tus amigos son buenos en… lo suyo y que lo tienen todo controlado. Pero ¿Y los DCT? ¿Por qué hemos tenido que dejarlos también?

—Eso te lo explicarán ellos.

Luxmundi miró en dirección a Cumlaude. Enseguida, ella percibió que la llamaba.

—Acércate, por favor.

Le señaló una mesa en la que había una lupa con brazo articulado. Encendió la lámpara que llevaba incorporada. Sobre la mesa había varios DCT. Cumlaude tomó uno de ellos y se lo tendió. Parecía nuevo. Todavía llevaba el envoltorio de celofán.

—Ábrelo y examínalo. Verás que es un DCT corriente de uno de los modelos más vendidos.

Ella lo extrajo del envoltorio y no observó nada que le llamase la atención. Cuando se lo devolvió, Cumlaude tenía en la mano un pequeño martillo.

—Déjalo en la mesa.

Lo hizo y él le dio un fuerte golpe que lo quebró. Tomó uno de los fragmentos y lo colocó bajo la lupa de manera que pudiera observarse la zona de corte.

—Mira. ¿Qué te parece?

Al principio no vio nada anormal, pero esforzándose descubrió en la parte central un área estrecha de textura ligeramente diferente, un poco menos rugosa y más brillante.

—Parecen impurezas. ¿Qué son?

—No lo sabemos muy bien. Mira también esto.

Rascó ligeramente la superficie con un destornillador y volvió a colocarlo bajo la lupa enfocando ahora esa zona. Se veía una capa de aspecto vidriado.

—Bueno, eso parece simplemente un recubrimiento —comentó ella.

Cumlaude manipuló un teclado que había en una mesa contigua y en una pantalla aparecieron unas imágenes que le invitó a observar.

—Es una vista de ese recubrimiento obtenida con un microscopio electrónico.

Era una retícula cristalina.

—¿Qué tiene de especial?

—Llevamos tiempo analizando los chips de autocontrol como el que lleva Lux. No deberían existir. Conocemos algo de su funcionamiento y bastante de su protocolo de comunicación, pero aún hay demasiadas cosas que se nos escapan. Tienen una trama como esa en la superficie, y la función que pueda tener es una de las cosas que aún no entendemos. Pues bien: un día descubrimos que los DCT más modernos, más populares y más baratos, llevan esa misma trama.

—Bueno… ¿Y qué? Debe ser útil por alguna razón, pero tal vez no tiene nada que ver con su funcionamiento, tal vez solo es un elemento estructural. Para darles forma, o consistencia, no sé.

—Es muy raro. Los DCT más antiguos y estos nuevos están hechos del mismo material y funcionan igual. Los que usamos nosotros son siempre del modelo antiguo. Los que usa Lux en las sesiones de poetea son del modelo antiguo, y nadie puede decir que no funcionen bien. A los nuevos les han añadido esa trama, que no hacía ninguna falta, porque los antiguos funcionan bien sin ella. Lo lógico es pensar que ese añadido los encarece, pero resulta que son más baratos. Por eso son los que más se venden. Los únicos que se venden, a estas alturas.

—Bueno, no sé, no soy experta en procesos de fabricación y no me gusta aventurar hipótesis sobre asuntos que no conozco.

—También está eso que has llamado impurezas. Mira.

Semperviva se sentía cada vez más incómoda. No debería estar allí. Lo que le decía Cumlaude le sonaba a teorías conspiracionistas de un grupo de marginados que se dedicaban a actividades probablemente delictivas. Y la estaban involucrando a ella. Por otra parte, estaba la señal anómala en el DCT de Luxmundi que habían registrado mientras sufría aquel episodio de dolor intenso. La información que le daba Cumlaude podía ser relevante. Miró hacia la nueva imagen que Luxmundi había hecho aparecer en la pantalla.

—¿Ves? Esto es un corte longitudinal de la zona de esas impurezas. Hay una cierta estructura.

La había, sí. Un patrón geométrico.

—¿Es igual en todos?

—En todos. Parece como si fuera un circuito electrónico inscrito en el propio material. Esto —y señaló una forma alargada— podría ser una antena, y la energía de las ondas que capta podría alimentar el conjunto. Pero hemos probado con muchas frecuencias y no hemos conseguido detectar ninguna actividad.

Permanecieron un momento los dos observando la pantalla.

—¿Qué te parece?

—No sé, podría ser eso que dices, pero tendría que estudiarlo.

Siguieron mirando un momento más.

—Tendré que estudiarlo.

Y al cabo de un momento, viendo que Cumlaude no decía nada más, añadió: «Gracias». Reflexionó un momento y sintió un cansancio infinito. Estaban pasando demasiadas cosas. Llamó a Luxmundi.

—Tu amigo me ha enseñado algo que parece interesante y le he dicho que lo estudiaré. Pero lo que estoy haciendo, estar aquí, no es nada… adecuado. No te juzgo, haz lo que quieras con tu vida, pero en cuanto a mí, sabes dónde trabajo y sabes el puesto que tengo. Y a causa de lo que ha pasado, ahora estamos prácticamente militarizados. Yo no debería estar aquí. No debería haber venido. Lo que he visto aquí me lo podrías haber explicado tú, me podrías haber hecho llegar la información. No deberías haberme hecho venir para esto.

Luxmundi la miró sorprendido.

—No te he hecho venir pasa esto.

Y el matiz de decepción que creyó percibir en él la hundió aún un poco más.

—La inocencia… ya no la recuerdo —había reflexionado ella cuando él empezó a contarle cómo fue su infancia—. La inocencia es un lastre, una mentira. Una debilidad de los niños que por suerte superamos al madurar. Solo sirve para eso: para perderla un día y, si tienes mala suerte, quedar marcada para siempre por esa pérdida. Como mucho, para poder decir: «Fue bonito mientras duró». Y para algo muy malo: para provocarnos la ilusión de que el mundo podría ser un lugar donde la inocencia nunca se perdiera.

—Es otra cosa más importante —siguió Luxmundi ante el silencio desconcertado de Semperviva—. Te lo explicará ella. —Señaló a una chica con un aspecto muy peculiar, muy pálida, con el cabello intensamente rojo, como una llamarada repentina, y los ojos intensamente negros, como pozos insondables—. Es Dea. Dicen que ella es quien ha diseñado todo esto. En realidad se llama Deaexmachina, pero le molesta mucho que la llamen por su nombre completo. Llámala Dea. Quizá es algo… arisca, pero creo que os parecéis un poco. Espero que os llevéis bien.

Semperviva la miró con más atención y se sintió igualmente estudiada por la mirada de ella. Era pequeña y delgada y tenía la expresión dura, inflexible. En medio de la expectación general, en aquel recinto en el que, ausente toda voz humana, solo se oía el zumbido de los ventiladores de los equipos informáticos, las dos mujeres, inmóviles y encaradas, parecían esperar que la otra diera el primer paso, como si hacerlo comportara una desventaja inicial en el enfrentamiento que estaba a punto de producirse. En la pausa, Semperviva empezó a recuperar el control de sí misma. Sintió interés por aquella chica. Había algo distante en su expresión que le recordaba la actitud de Carpediem; había algo desafiante que le recordaba a la adolescente que ella misma había sido. Al final decidió iniciar la comunicación.

—¿Dea? Hola. Me han dicho que me quieres explicar algo. Soy Semperviva.

—Sé quién eres —y se volvió hacia la pantalla del ordenador que tenía al lado—. Ven.

El movimiento fue interpretado por quienes las rodeaban como un signo de que se había establecido una comunicación productiva entre ambas, y la tensión ambiental se disolvió en una serie de pequeños gestos de relajación.

—Eso que pasó durante el último diálogo con las estrellas, eso que llaman el ataque. Te interesa saber lo que pasó, ¿no?

—Claro.

—¿Sabes algo?

—No. Esa hipótesis del efecto túnel telepático, pero ni la entiendo ni sé en qué se basa. Está la observación del nuevo telescopio Cherenkov, la cascada atmosférica, supongo que te has enterado, pero no he podido tener acceso a los datos.

—Nosotros sabemos algo más, y no tiene que ver con nada de eso. Empezaré por lo fácil: la interrupción de las comunicaciones. El origen no fue extraterrestre. Mira.

En la pantalla se veían una serie de gráficas superpuestas. Todas coincidían en la parte central, en donde había una pequeña zona plana.

—Estas son las señales emitidas por algunos satélites de comunicaciones durante aquellos momentos, abarcando una ventana de treinta segundos centrada en la hora programada para iniciar el diálogo. Todas se interrumpen a la vez aquí —y señaló la zona central.

—Algo las inhibió…

—Ese algo duró exactamente cinco segundos, con una desviación máxima de pocos microsegundos. No sé con qué unidades medirán el tiempo los extraterrestres, si los hay y si miden el tiempo, pero no será con segundos.

—Claro. Nuestras unidades para medir el tiempo se basan en el periodo de rotación de la tierra.

—Todos estos satélites dejaron de emitir a la vez porque algo lo provocó desde aquí, y esa fue la causa del corte de comunicaciones.

—¿Cómo sabes todo eso? ¿Cómo obtenéis esos datos?

—Para lo que hacemos aquí, las comunicaciones son básicas. Monitorizamos los satélites.

—¿Qué hacéis aquí?

Dea volvió a mirarla con la misma expresión desafiante. Mientras esperaba la respuesta, Semperviva se hizo consciente de nuevo del silencio de aquel recinto y de que el zumbido de los ventiladores podía llegar a ser ensordecedor. Se sintió ridícula esperando una respuesta que era evidente que no llegaría.

No se reconocía en aquella adolescente desafiante de los tiempos del instituto. Ella no era aquella, se decía. Pero… ¿Cómo no iba a serlo, si era la misma persona? Si no se reconocía en ella, no se reconocía a sí misma. No quería reconocer como propio algo que formaba parte de ella. Algo que quería mantener enterrado, como aquella adolescente había querido enterrar algo de la niña que fue antes. Pero, tal como le había dicho su profesor de física de entonces, «en las personas “enterrar” quiere decir simplemente “no querer mirar”. Todo sigue ahí.»

En Dea reconocía algo de aquella adolescente y también reconocía algo de sí misma tal como era ahora. De aquella adolescente reconocía una cosa: la actitud de enfrentamiento permanente con el mundo. De la mujer que era ahora reconocía algo distinto: el interés por entender, el rigor, la necesidad de profundizar todo lo que hiciera falta para encontrar una explicación válida. Aquella chica, de una edad a mitad camino entre la Semperviva adolescente y la Semperviva adulta, compartía algún aspecto de ella misma tal como fue en una época pasada y algún otro aspecto de ella misma tal como era ahora. Algo que ella había tenido y perdido y algo que había adquirido después. Dos actitudes que le parecían contradictorias cuando pensaba en sí misma y que, sin embargo, convivían en Dea. Y percibir esa convivencia le abría la posibilidad de reconciliarse con su pasado adolescente. Había aquí tres personas con actitudes diferentes, pero en realidad ellas mismas no eran diferentes. Era más bien que las tres se habían tropezado con lo mismo y cada una de ellas había intentado esquivarlo, o superarlo, de una manera diferente. Diferentes estrategias: eso era lo único que las separaba. Ella eligió un camino en un momento determinado y luego eligió otro, y de la misma manera podía haber elegido un tercero, quizá el intermedio, el de Dea. Se reconocía en Dea. Sin apenas conocerla, sentía íntimamente que podría haber sido ella, y la diferencia entre haberlo sido o no era muy pequeña, una decisión u otra en un momento determinado, una decisión que una toma sin pensarlo demasiado. Y pensarlo más tampoco habría servido de nada: nunca podemos seguros de que las consecuencias de nuestras acciones serán las que pensamos; eso solo podría saberlo el demonio de Laplace. Y en la medida en que la diferencia entre ellas era tan pequeña, en la medida en que era solo una decisión repentina tomada en un instante, una decisión irreflexiva, impulsiva, esa diferencia era accesoria: era mucho más lo que las identificaba. En realidad ella era Dea; lo era tanto como había sido la Semperviva del instituto.

—¿Eso era lo fácil? —reemprendió Semperviva el diálogo.

—Sí —respondió inmediatamente Dea como si no se hubiera producido la interrupción—, eso era lo fácil de aceptar porque se basa en datos indudables. El resto se basa en indicios, aunque son indicios muy claros. Te hago primero la explicación general y luego analizamos los detalles.

—Vale.

—Hace varios meses diversas empresas de comunicaciones emprendieron una campaña de renovación de su parque de satélites. Eran operaciones que llevaban tiempo preparándose; el negocio de las telecomunicaciones avanza muy rápido y hay que renovar continuamente. Pero de repente todo se aceleró de manera inexplicable. Sustituyeron muchos satélites parecidos, todos muy estándar: geoestacionados en el Cinturón de Clarke y operando en las frecuencias C, Ku y Ka. Estaba muy avanzado el diseño de la siguiente generación de satélites, pero todavía no estaban listos, y en lugar de esperar, como estaba previsto, lo que hicieron fue enviar a la órbita cementerio los antiguos y poner en servicio otros de la misma generación. En teoría han sido mejorados, pero en la práctica funcionan peor.

—¿Funcionan peor?

—Ya sabes que últimamente hay problemas frecuentes con las comunicaciones: se corta un canal de televisión, una zona se queda sin servicio telefónico… Hasta ahora lo achacaban a exceso de tráfico, reorganización de canales, problemas meteorológicos, ese tipo de cosas. Ahora están empezando a decir que esos problemas forman parte del ataque, que el ataque había empezado antes del último diálogo con las estrellas. Eso es totalmente falso. Tengo muy pocas dudas sobre qué es lo que pasa.

—¿Qué es lo que pasa?

—Los nuevos satélites tienen menos transpondedores en servicio. Los canales que dejan por cubrir los cubren los transpondedores restantes, y a menudo se saturan. Están mejorados, eso es cierto, son más eficientes que los antiguos, pero parece que no están muy optimizados y no gestionan bien las sobrecargas y otras incidencias. Los han puesto en servicio demasiado pronto. Eran aún versiones beta.

—Todo eso es muy sorprendente. Me parece imposible que los nuevos satélites tengan menos transpondedores.

—Luego te enseño los datos en que me baso. La única explicación es que hayan sustituido algunos transpondedores por otro equipamiento. Ese equipamiento debe servir para algo, pero seguro que no sirve para retransmitir señales en las bandas usuales.

—Y eso ya no lo sabes.

—Con certeza, no.

—¿Y qué sentido tiene todo eso? ¿Qué crees que pasa?

—Antes de explicártelo, sigo con más indicios. Uno, la propiedad de los satélites. Todos son o bien estatales, o bien pertenecen a empresas estrechamente conectadas con el estado. Por cierto: también se han renovado satélites de uso militar, pero de esos sabemos mucho menos. Dos, la secuencia temporal. Todo empieza a activarse a partir de la última expedición lunar, que se adelantó sin unos motivos claros. Lo sabes mejor que yo. Supongo que utilizaron ese lanzamiento para hacer alguna prueba, y que esa prueba fue satisfactoria, porque a partir de ahí empezaron a conocerse proyectos de sustitución de satélites. Luego todo se aceleró de manera incomprensible a partir del momento en que empezó a circular de manera clandestina la propuesta de convocar otro diálogo con las estrellas. Se pusieron a lanzar satélites como si fueran fuegos artificiales. Y tres, las diferencias según el área de cobertura. Esos nuevos satélites no cubren toda la superficie terrestre. Cubren la gran mayoría, pero hay zonas que no están cubiertas por ellos, aunque sí por otros. Son pocas y con escasa densidad de población, pero las hay. Hemos contactado con gente que vive en esas zonas y que participó en el diálogo: nadie se enteró del “ataque”.

—O sea que…

—Esta es mi hipótesis: han sido los satélites, y lo han hecho mediante unos dispositivos que han montado en lugar de los transpondedores que faltan. Tal vez esos dispositivos emiten algún tipo de radiación que no está en las frecuencias C, Ku y Ka ni en ninguna otra de las que se usan en telecomunicaciones. A la hora prevista para el diálogo, desconectaron todos los transpondedores y conectaron esos otros dispositivos durante cinco segundos. ¿Por qué desconectaron los transpondedores? Es posible que necesitaran toda la potencia de la que dispone el satélite, o tal vez querían evitar posibles interferencias, o puede que simplemente buscaran provocar un corte de comunicaciones simultáneo para incrementar la gravedad del supuesto ataque. En cualquier caso, eso debió ser lo que pasó. Aunque no nos podemos imaginar ni tenemos medios para investigar cómo consiguieron afectar de esa manera a quienes estaban utilizando la TA en aquel momento.

Se hizo el silencio en el canal telepático entre las dos mujeres. Dea miraba con la misma actitud escrutadora y desafiante; Semperviva reflexionaba.

—Y por eso estoy yo aquí.

Pasaron mucho tiempo analizando los datos de que disponía Dea. Eran muy completos e incluían una gran cantidad de información secreta, tanto industrial como de defensa. Cada vez que Semperviva requería algún dato complementario, Dea buscaba con la mirada a alguno de sus compañeros y en la mayoría de los casos el dato aparecía en su pantalla al cabo de un tiempo sorprendentemente corto.

Cuando habían dado ya la reunión por acabada e iban a despedirse, Dea entró en uno de sus silencios inquisidores. Semperviva esperó; esta vez no era consciente de haber dicho algo que pudiera haber provocado aquella reacción. Pero otra vez fue ella la que rompió el silencio.

—¿Algo más, antes de irme?

—Una última cosa. Hemos decidido implicarnos a fondo en este asunto. Iremos a por ellos, iremos con todo. Es una guerra. Tienes que decidir de qué lado estás.

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