Un compendio de mis deambulaciones literarias y filosóficas, y otros yerros.
 
11. Diálogo fallido

11. Diálogo fallido

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A medida que iba acercándose el día de la convocatoria clandestina de otro diálogo con las estrellas, en el Consorcio se percibía un ambiente cada vez más enrarecido. En rigor ya no podía decirse que fuera clandestina, porque todo el mundo hablaba de ella en todas partes: allí dentro, en la calle, en los medios de comunicación. Todo el mundo opinaba, todo el mundo se posicionaba. Pero la dirección parecía ignorarla y no había dado ninguna instrucción al grupo de investigación liderado por Semperviva. Tampoco al de Sinequanon.

Cuando su padre volvió a casa después de la operación, ella volvió también. Quería estar con él. Había pasado una temporada con sus abuelos y ellos hicieron todo lo posible para que se quedara durante más tiempo, pero no consiguieron que cediera. Lo único que quería era volver a estar en casa con él. Y él tampoco accedió a instalarse en casa de los abuelos mientras durase la convalecencia y las complicaciones que eventualmente pudieran surgir. Así pues, de nuevo los dos en casa, recuperaron la vida que llevaban antes. En las semanas previas a la operación, ella había ido asumiendo todas las responsabilidades domésticas a medida que el estado de su padre empeoraba, y así continuaron. Reanudaron también las sesiones de meditación y las noches en la terraza mirando las estrellas.

—Háblame de mamá. ¿Os queríais?

—Nos queríamos mucho.

—También mirabais las estrellas, ¿verdad?

—Sí. Como ahora hacemos tú y yo.

—¿Ella también meditaba?

—Sí. Empezamos juntos. Pero yo me la tomaba más en serio que ella.

—¿Por qué?

—Ella era muy activa. Y muy sociable. Siempre estaba haciendo algo. Siempre estaba hablando con alguien. Le costaba mucho estar sola y sin hablar.

—Menos cuando mirabais las estrellas.

—Sí.

Decidieron que Luxmundi participaría en el diálogo, él y nadie más, solo con fines experimentales. Solicitaron la conexión con la red de antenas de la agencia espacial, como la vez anterior, pero se les denegó. Semperviva recurrió al director para que intermediara. Respondió que no podía hacer nada, que era una consecuencia de la estrategia gubernamental contraria a los diálogos.

—Director, yo quiero estudiar el fenómeno, solo eso. Ni favorecerlo ni obstaculizarlo. Estudiarlo nada más. A eso me dedico. Para eso me contrataron.

—La postura oficial es ignorar la convocatoria, aunque, naturalmente, hemos sabido de su existencia. Conoce la postura oficial: quedó muy claro que no se utilizaría ningún recurso público para nada que tuviera que ver con los diálogos con las estrellas. Es una cuestión de coherencia. Sea también coherente e ignore la convocatoria.

Otros intentos discretos de acceder a datos en tiempo real que pudieran registrar algunas agencias públicas que disponían del instrumental adecuado, acabaron también en fracaso. Y no solo eso: datos que normalmente eran accesibles al público sin restricción, como por ejemplo mediciones de diversos tipos de radiación que efectuaba rutinariamente la agencia meteorológica, no iban a estar disponibles en la fecha de la convocatoria a causa de trabajos de mantenimiento. El apagón iba a ser total.

Su padre apenas hablaba ya. Apenas abría los ojos. Durante largos periodos ella no habría sabido decir si dormía o meditaba. Sus abuelos le insistían cada día en que avisara al menor síntoma de empeoramiento, pero ella era consciente de que hacerlo tendría como consecuencia que volvieran a ingresarlo en el hospital. Ella tendría que volver con los abuelos y otra vez deberían separarse. Ninguno de los dos quería que sucediera ninguna de las dos cosas. Cuando le llamaban por teléfono para saber cómo estaba, ella les decía que iba mejorando y buscaba excusas para evitar que hablaran directamente con él: que estada durmiendo, o en el baño, que estaba meditando y no le quería interrumpir. Pero a veces insistían tanto que no le quedaba más remedio que acceder, y en esas ocasiones se daba cuenta de cómo se esforzaba él para aparentar normalidad, igual hacía ella.

Anochecía. Su padre había cerrado los ojos después de cenar y llevaba mucho tiempo ensimismado.

—¿Salimos a la terraza? —preguntó ella—. Empiezan a verse estrellas.

Él entreabrió los ojos un momento, esbozó una sonrisa y asintió. Ella empujó la silla de ruedas, la llevó hasta el lugar donde solían estirar las esterillas y se sentó a su lado. Hacía tiempo que él no era capaz de tumbarse en el suelo y se quedaba en la silla de ruedas.

Sentada como estaba, le resultaba un poco forzado mirar el cielo. Empezó a fijarse en los gatos que se movían entre las sombras.

—Esta noche parece que los gatos están más animados. Anoche apenas se les veía. Quizá sea porque hoy es un poco más temprano.

Tenía ganas de hablar. Sentía la necesidad de comunicarse con su padre, una necesidad intensa, apremiante, inaplazable. Sabía que él difícilmente diría nada y por eso intentaba llenar el vacío con sus propias palabras.

—Me gustaría poder hablar con ellos. A veces creo que los entiendo. Bueno, no es que entienda los maullidos —y rio de esa ocurrencia—. Quiero decir que a veces me parece que sé lo que piensan. Como en la película aquella que vimos, aquella en la que un hombre hablaba con los caballos. Pero tú no te debiste enterar, me pareció que te quedabas dormido. A veces estoy mirando un gato y sin darme cuenta empiezo a hablar con él. Bueno, no es que les diga nada, ¿eh?, no sé maullar —volvió a reír—. Antes, hace tiempo, lo intentaba, imitaba sus maullidos, y también les hablaba con palabras, pero ahora ya no. Lo que hago es pensar que les digo algo, pero solo lo pienso. Y a veces un gato me mira y yo creo que me ha entendido. ¿A ti te parece que es posible, hablar con los animales? —formuló la pregunta para dar pie a que su padre dijera algo, aunque sin ninguna esperanza de que lo hiciera.

—Somos el universo —respondió él, hablando en voz muy baja, pero con la serenidad de siempre—. Todos somos el universo, los gatos, las estrellas, tú, yo, tu madre. Búscanos. Somos el universo.

A la hora acordada, Luxmundi cerró los ojos y adoptó el gesto de concentración que tan bien conocía Semperviva, pero al cabo de un momento su expresión cambió a una mueca de dolor. Abrió mucho los ojos y estiró de los cables para arrancarse los sensores.

—¿Qué me hacéis? —gritó— ¿Qué me estáis haciendo?

—¡Desconectadlo! —exclamó Semperviva —¡Ya!

Los que estaban a su alrededor se apresuraron a obedecer, atropellándose en medio de la confusión. Ella lo sujetó por los hombros.

—¿Qué pasa, Lux? ¿Qué notas?

Él se apretó las sienes con las dos manos, volvió a cerrar los ojos y gritó de dolor. Semperviva estaba confundida.

—Lux, di algo. ¿Estás mejor?

Liberado de los sensores, él seguía quejándose con los ojos cerrados y los párpados apretados, y se presionaba fuertemente las sienes con las dos manos. Todos parecían desorientados, nadie sabía qué hacer. Intentó levantarse y perdió el equilibrio. Habría caído al suelo si Semperviva no lo hubiera sujetado.

—¡Bonafide, llama a emergencias, que envíen una ambulancia! ¡Y alguien que avise a Sinequanon, que venga algún neurólogo, rápido!

—Sí, sí, claro que sí, os buscaré.

Estiró la mano y tomó la de su padre. No sabía qué decir, se olvidó de los gatos. Miró a las estrellas, buscó la suya, se preguntó cuál sería la de su madre. Fue recorriendo el cielo intentando aguzar la vista para poder ver las más pequeñas en las zonas oscuras. Pero no lo conseguía. Incluso las más grandes se iban emborronando. Se secó los ojos y los cerró. No quería pensar en su madre, no quería pensar en el futuro sin su padre, todo era demasiado doloroso. Intentó meditar. En eso consistía la meditación: en no pensar. Atendió a la respiración, procuró no atender a nada más que a la respiración. Que fuera acompasada, lenta y profunda. Luego pasó a concentrarse en sus pensamientos con la intención de disolverlos. Se dio cuenta de que pensaba en su padre, en que estaba muy enfermo, en la pena que le daba verlo así. El pensamiento desapareció y se dio cuenta de que estaba pensando en el cielo, en las estrellas, en su madre. Sintió otra vez pena, una pena inmensa. La buscaba en el cielo y no la encontraba. Pensó en cómo conseguiría conectar con su padre a través de la meditación cuando fuera capaz de hacerlo, qué notaría, cómo lo sentiría a él. Aisló ese pensamiento y volvió a sentir una pena tan grande que no era capaz de soportarla. Pensaba ahora qué pasaría si nunca encontrara el camino, si no llegara nunca a ser capaz de contactar con su padre. Temía que pudiera pasar eso, la asediaba la idea de que su padre se fuera y ella no supiera seguirlo, y entonces lo perdería para siempre, como un astronauta que sale de la cápsula y se le rompe el cable de sujeción y se va perdiendo en el espacio, desapareciendo poco a poco, haciéndose cada vez más y más pequeño hasta volverse invisible en la oscuridad de la distancia infinita. Perdido para siempre.

Abrió los ojos; los tenía anegados en lágrimas. Se los secó. Oyó un maullido y miró en aquella dirección. Estaba bastante oscuro, pero su vista fue adaptando a la oscuridad y pudo distinguirlo y reconocerlo. Era su gato preferido desde hacía mucho. Se identificaba tanto con él que lo llamaba Alterego. Parecía esperar a alguien. Vio una sombra que se le acercaba. Alterego se sentó sobre las patas traseras sin dejar de mirar en la dirección del que llegaba. Ella lo vio aparecer y no lo reconoció. Se detuvo a poca distancia de Alterego y se quedó quieto, mirando al otro. Al cabo de un momento se sentó también. Alterego pareció relajarse. Estiró las patas delanteras hasta apoyar el pecho en el suelo. Enseguida apareció otro gato. Su favorito tenía muchos amigos. Ella pensaba que todos le consultaban cosas. En su imaginación, Alterego era el más observador y el más curioso de los gatos del vecindario. Había ido aprendiendo a base de fijarse en todo lo que sucedía a su alrededor y por eso sabía más que los otros.

Semperviva se dio cuenta de que estaba presenciando una de aquellas reuniones que los gatos mantenían a veces en las que permanecían sentados o estirados formando un círculo sin hacer gran cosa. Suponía que debían comunicarse entre ellos de alguna manera silenciosa. Seguramente aquella reunión la había convocado Alterego para tratar un asunto importante. Fueron llegando más gatos, surgiendo entre las sombras con el sigilo habitual. Ella observaba su comportamiento con atención, intentaba identificarlos y sacar conclusiones sobre la posición que ocupaba cada uno, sobre su postura, sobre su actitud, sobre la forma en la que miraba a los demás.

Apareció un gato completamente negro; no recordaba haber visto ninguno igual. No se detuvo en el borde del círculo que iban formando los demás, sino que continuó avanzando hasta situarse en el centro y se detuvo allí. Todos lo miraron. Ella se esforzaba para verlo mejor, su color negro lo confundía con las sombras. De repente pareció iluminarse. El negro se volvió lustroso, reluciente. Ella se sobresaltó. El recién llegado brillaba en el centro del círculo. Algunos de los presentes se removieron con curiosidad. Él miró hacia arriba, inició una rápida carrera y trepó luego hasta lo más alto de una chimenea cercana. Se sentó en el borde y se quedó contemplando el cielo. Ella advirtió que miraba la luna. Acababa de aparecer por encima de un tejado próximo y parecía haberlo hecho solo para enfocarlo a él y resaltar su negro lustre por encima de todo y de todos.

—¡Luxmundi! —exclamó ella, emocionada.

Apretó la mano de su padre para hacerle partícipe del espectáculo. No hubo la menor reacción. La mano estaba del todo inerte y fría. Definitivamente fría.

Luxmundi parecía recuperarse. Ya no se quejaba, pero estaba muy confuso. Incluso parecía que le costaba enfocar la vista cuando los miraba.

—¿Estás mejor? ¿Qué notas?

—Ya… ya no me duele. Ya no me duele la cabeza.

—No consigo que me atiendan en emergencias —dijo Bonafide.

—Yo tampoco he podido hablar con Sinequanon —dijo otro—. No responden a los teléfonos.

—No os preocupéis por mí. Estoy mejor. Ya… ya estoy bien.

Semperviva se agachó hasta poner su cara a la altura de la de él, le sujetó la cabeza con ambas manos y le miró fijamente a los ojos, intentando analizar la mirada.

—¿Seguro?

—Seguro —y parpadeó varias veces—. Ya se me ha pasado.

—¿Qué hago? —insistió Bonafide.

—Bueno, déjalo, parece que ya está bien.

—¿Y tu madre?

—No llegué a conocerla. Murió al poco tiempo de nacer yo.

—Me duele saberlo. Tu padre debió quedar destrozado.

—De sobredosis. Murió de sobredosis. De heroína, supongo.

—¡Vaya! Eso no me lo esperaba.

—Mi padre nunca me lo dijo. Yo era una niña mientras estuvo conmigo, supongo que no quería hacerme más daño. Debió de pasarlo muy mal sabiendo que el cáncer lo acabaría matando y que me dejaría sola. Mis abuelos tampoco me lo hubieran dicho si yo no hubiera insistido tanto. Nunca hablaban de ella y me di cuenta muy pronto de que intentaban desviar la conversación cada vez que les preguntaba. Al final me contaron todo lo que sabían para que no les acusara también de eso, de ocultarme información sobre mi madre. Fue durante mi época más… rebelde. Supe entonces que mi padre se fue de casa muy joven, que se llevaba mal con ellos, que no quería llevar aquella vida. Sospechaban que ya entonces consumía drogas. Creían que en algún momento conoció a mi madre y que ella le hizo interesarse por el budismo. Que malvivían vendiendo artesanía que ellos mismos fabricaban, que decidieron viajar a la India y pasaron allí mucho tiempo. Entraron en contacto con una comunidad que seguía los principios del Vedanta Advaita y se centraron en la meditación; mi padre les dijo que en esa época habían dejado las drogas por completo, y parece que nunca más volvió a consumirlas. Pero también parece que a mi madre le costaba prescindir de ellas. Se quedó embarazada y volvieron. Mi padre quería que su hijo naciera en un entorno de pureza. Convenció a mi madre para que se mantuviera limpia, encontró trabajo en una librería especializada en orientalismo y esoterismo y alquilaron el ático en el que viví los primeros años de mi vida. Al poco tiempo de nacer yo, mi madre le dijo que salía para ver a unos amigos y… nunca volvió. La encontraron al día siguiente en un parque. Supongo que llevaba mucho tiempo sin pincharse y no calculó bien la dosis, o estaba debilitada por el embarazo y el parto, o… bueno, lo que sea, da igual.

Semperviva aún tenía a Luxmundi fuertemente sujeto, pero fue aflojando al darse cuenta de que él recuperaba el control sobre su cuerpo. Finalmente lo soltó, se situó frente a él y le escrutó cuidadosamente la cara, tratando de buscar algún indicio de malestar.

—Estás bien, ¿eh?, ¿seguro? —y lo sujetó por los hombros y lo agitó suavemente, como si comprobara la solidez de su cuerpo.

—Seguro —respondió él, y sonrió con la cordialidad de siempre—. De verdad.

Ella se quedó un momento inmóvil mirándole a los ojos y luego, de repente, lo abrazó con fuerza, con pasión, con desesperación. Y, en medio de la sorpresa de todos, exclamó:

—¡Perdona, perdóname, por favor!

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